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El Extraño Mental II

Era la hora de la comida y me hallaba sentado en aquella cocina económica a la que asistía diariamente sin la mayor importancia. Pensaba un poco en cómo había sucedido la cadena de acontecimientos que me condujeron hasta la supuesta situación en la que se me acusaba de no tener corazón, y, en caso de tenerlo, estar hecho de piedra. La misiva me pareció bastante graciosa y todas las acusaciones y súplicas resultaron fútiles y patéticas para mí. Ciertamente, había querido un poco a Melisa, al menos eso creía. Todo con ella fue curioso, rememoraba los sucesos ahora sin sentir algo en especial, ni felicidad ni tristeza, solo en un estado al que yo llamaba indiferencia absoluta, pues era el que imperaba en mi existencia y el único en el que me sentía a gusto, aunque casi a todos les desagradara.

Había conocido a Melisa en la universidad, mientras estudiaba el quinto semestre. Ella, por su parte, había ido en aquella ocasión tan solo para visitar a una amiga que estudiaba ingeniería en la escuela adyacente a la mía. De alguna manera las cosas pasaron y terminé entablando amistad con ella gracias a su amiga. Esa vez fue un tanto desconcertante para mí, pues era la primera ocasión en que sentía no ser yo mismo, en que mi impasible aspecto se había visto perturbado de forma brutal. ¡Qué gracioso resulta ahora rememorar aquellos días en que me creía enamorado, y es que tal vez así había sido! Me enamoré estúpidamente de Melisa y compartimos momentos que nos elevaron hacia un lugar al que jamás creí llegar. No estoy seguro de si ella pudo sentir todo lo que yo, aunque, a final de cuentas, de nada sirvió.

Y es que así era el amor, solo una estafa momentánea para engañarse y creer que la vida podría ser valiosa. Las personas suelen, de manera absurda y repugnante, hacerse promesas que racionalmente no están dispuestas a cumplir, y que, en la mayoría de las ocasiones, escapan de su alcance. Simple palabrería, mera charlatanería y solo un cáliz efímero que actúa como sucedáneo de un sentido inexistente. Todo aquel que se haya enamorado sabrá de qué hablo, pues naturalmente dicho sentimiento termina por mostrarse en su auténtica faceta, quedando reducido a una maltrecha ilusión. Me atrevería a decir que el amor ha acabado con más personas de las que han sucumbido en las guerras, pues las artimañas que tiene para llegar tan subrepticiamente y escapar de manera tan descorazonada son perfectas.

Una vez que el amor se ha extinguido, nada queda por decir o hacer, salvo aferrarse a lo que ya no puede ni podrá jamás ser. Esta es la esperanza en la que reposan las marchitadas esperanzas de los antiguos amantes, quienes intentan desesperadamente cualquier remedio ante la inevitable muerte de aquello que antes fuese el máximo aliciente. Pero el amor se va, se termina tarde o temprano, y es mejor no prestarle demasiada atención. Uno de los mayores males del amor es la desgracia en que deja al antiguo portador, pues toma mucho más de él de lo que en otros tiempos le otorgó. He ahí el mayor acto de cobardía por parte del amor: siempre quita y arrebata violentamente con una intensidad mucho mayor con la que da. Enamorarse es complicado, pero aceptar que ya no se está en tal condición lo es aún más.

Fácilmente las personas se engañan matizando su desvencijado amor con cualquier otro elemento, ya sea apego, costumbre, necesidad, dependencia, trastorno, entre otros. Cualquier fundamento que sirva como chantaje para mantener a esa persona que antes significó todo resulta aceptable. Y ¡qué triste es atisbar la decadencia del amor, la penumbra de dos amantes que, en su delirio, todavía intentar nadar en un eterno y lóbrego mar sin fondo! Así me parecía el amor, como un barco milagroso y fastuoso en donde se refugian temporalmente los supuestos amantes, pero que, en algún momento y de manera inextricable, deberán abandonar para sumergirse nuevamente en aquella negrura oceánica. No importa si es consciente o inconscientemente, el barco siempre es temporal, nadie puede quedarse eternamente. Por tales razones, el amor entre los humanos me parece hosco y fútil, igual que la existencia misma. Se intenta luchar contra lo inevitable y se precipita vertiginosamente hacia la propia perdición, hacia esa grieta de insondable profundidad donde se mira cómo mueren los últimos destellos de lo que alguna vez se llamó amor.

Pensaba, como siempre tiendo a pensar más de lo que vivo, que mi teoría sobre el por qué las personas se mantenían juntas durante años seguía siendo tan cierta. Y es que el humano es un ser por naturaleza social, tan miserable e incompleto que depende del sexo opuesto para sentirse pleno. Acaso me atrevería a barruntar que lo máximo a lo que se puede aspirar es solo al enamoramiento, sin que se abandone esa temporal fase que, en la mayoría de los casos, no abarca más allá de unos cuántos meses. Precisamente una vez concluida esta fase llega la decadencia para corroer la inmaculada farsa del amor. Por eso aquellos que se mantienen juntos durante años me parecen los más hipócritas, los que están tan ciegos como para no darse cuenta de la trampa en la que han caído sus consciencias desgastadas.

Aunque, ahora que lo recuerdo, fue por Melisa que comencé a reflexionar. ¡Qué lejanos me parecen esos tiempos donde, indolente y absurdo, prometía amor eterno y demás babosadas bajo los embriagadores efectos de la mayor mentira alguna vez inventada! ¡Qué irónico resulta saber que, por más que se luche, el amor se terminará, dejando un hueco imposible de llenar! No comprendo cómo es que las personas se atreven a amar, aunque supongo que cada uno tiene sus propias maneras de torturarse. Lo único que me queda claro es que yo, desde hacía mucho, había dejado de amar a Melisa. El problema fue que su prejuiciosa concepción no pudo aceptar que entre nosotros nada quedaba ya, que habíamos exprimido mucho antes de lo normal el tropel de mentiras que nos envolvían en fragantes almizcles, que nos habíamos lastimado mucho más de la cuenta, y que, para ser claros, jamás podríamos volver a mirarnos como el primer día en que nos habíamos conocido, cuando aconteció en mi interior una estelar conmoción: el enamorarme perdida y estúpidamente por primera y última vez en mi asquerosa existencia humana.

Por desgracia, Melisa continuaba obsesionada, y, de cierta manera, yo también. Ambos entendíamos perfectamente la situación, sabíamos que ese sentimiento puro y fulgurante que antes nos había ligado ya se había desvanecido para siempre. No obstante, ninguno quiso desligarse del otro y continuamos con la argucia tanto como pudimos, incluso forzándonos a mantener relaciones íntimas cuando ya ni siquiera era sano. Así, nuestra relación antes sincera se tergiversó en una enfermiza necesidad y una dependencia malsana, hasta tal punto en que ambos fuimos incapaces de confesar nuestros verdaderos sentimientos y romper con todo. Así fue lo nuestro hasta que yo tomé el gran paso y la abandoné, extirpando el nefando recuerdo que de ella conservaba tan impregnado. Recuerdo que esa noche me embriagué como nunca y no dejé de llorar, pero fue la última vez desde entonces. Tras este incidente, pareciera como si mi interior estuviese vacío, como si mi mente hubiese tomado el control y mis pensamientos hubiesen aniquilado a mis sentimientos. No me cuestiono estupideces sobre si pudiese amar de nuevo, puesto que no necesito hacerlo, incluso me molestaría que ocurriese. He tenido ya bastante de aquella fantasía llamada amor y me siento asqueado de haberme hundido en sus fauces. Desde luego que Melisa no había corrido con tan buena suerte, pues haberla abandonado al parecer la había conminado a un estado delirante que culminó con el suicidio.

Pero comenzaba a fastidiarme que estos asuntos amorosos relacionados con Melisa hubiesen interrumpido mi hora de lectura, pues siempre aprovechaba la hora de la comida para tal actividad. ¿Sentía yo remordimiento? ¿Me importaba en lo más mínimo que Melisa, la mujer que alguna vez amé cuando tuve sentimientos, se hubiese quitado la vida por mi causa? No. La respuesta, al igual que ayer cuando sostenía la carta, fue un rotundo no. Incluso me esforcé por sentir lo más mínimo: angustia, pena, dolor, tristeza, compasión, lástima o lo que fuera, pero nada podía sentir brotando de mí. Sin importar cuánto lo intentase mi interior era como un seco y árido paisaje, gris y fúnebre, en donde ningún color bastaba para alterar el lienzo. En verdad que traté cuanto pude, casi me arrancaba los cabellos intentando sentir algo que no podía. Ya me había engañado antes lo suficiente, y, en esta ocasión, no caería de nuevo en aquel tremebundo juego. La verdad era que no sentía nada ante el suicidio de Melisa, salvo quizá gusto, pues esto derivaba directamente de mis creencias sobre la muerte. Su imagen estaba claramente en mi cabeza, pero, por alguna razón, me sentía en la indiferencia absoluta. Y así había sido desde aquella noche donde me embriagué como nunca.

Me retiré para continuar con mis banales labores cotidianas, algo que me parecía tan execrable, pero que no podía hacer de lado. Supongo que estaba bien, pues, de otro modo, me aburriría en mi cuarto. Así de monótona y aburrida era la vida humana, aunque se intentase cualquier cosa para aparentar lo contrario. Pasé el resto de la tarde sumido en la oficina y concentrado en mis deberes, pues se acercaba la fecha de entrega de uno de los proyectos. No tuve tiempo para elucubrar sobre Melisa ni tampoco para decidir si asistir al funeral como se me solicitaba, pero muy probablemente no. La verdad es que no quería hacer nada, menos tal actividad. Además, me costaría tanto aparentar sufrimiento, e incluso, tal vez, no lograría derramar ni una sola lágrima. Esto, sabía, ofendería e indignaría a todos los presentes, y no quería un escándalo ni más problemas. Lo mejor sería pasarla en el trabajo o en casa, como siempre.

Llegué algunos minutos más tarde que de costumbre a mi habitación, ligeramente mojado de los zapatos y sin ganas de existir, cosa normal. Me quedaba claro lo horripilante que era estar rodeado de humanos, sentir su respiración o escuchar los blasfemos sonidos que emitían al hablar. Me estresaba y entraba en crisis de ansiedad cuando había gente a mi alrededor, me ponía mal saber que estaba rodeado por humanos torpes. Siempre que tomaba el metro cerraba los ojos para evitar mirar a la gente, condición que repetía siempre que podía, pues mirar a las personas me fastidiaba. Al regresar a mi cuarto mi vida es rutinaria, y fuera de él también. Y es que no podría ser de otro modo, pues cualquier vía de escape estaba fuera de mi alcance.

El trabajo me ocupa desde temprano hasta tarde, por lo cual el tiempo restante, que es bastante escaso, lo dedico a leer, y a veces también corro. Básicamente, mi vida es tan intrascendente como la del resto, y eso me jode. Quisiera hace algo distinto, algo que fuese contrario a lo banal, pero es imposible en este campo de mentiras eviternas. Soy solo un mortal que, acaso por una divina equivocación, ha sido conminado a habitar en este cementerio de sueños rotos. La verdad es que detesto salir, aunque deba hacerlo para no pagar los cinco pesos extra de la comida a domicilio.

El desayuno y la comida siempre tienen lugar en la misma cocina económica donde hoy elucubré imbécilmente acerca del amor. En un comienzo, cuando dejé la casa de mis padres, este asunto se tornó bastante intrincado dado que yo tenía pensado cocinar, pero a la semana me rendí y preferí pagar por ello. Por cierto, también coloqué la carta del suicidio de Melisa en un lugar donde no estorbase, ya tendría tiempo para arrojarla a la basura después. Y así, me recosté sumamente cansado, tan solo para reflexionar sobre el sinsentido de la existencia humana en un caótico cosmos donde representamos menos que nada, y en donde vivimos como si fuésemos los amos del todo, destruyendo y manipulando la ilusión de la realidad para satisfacer nuestros enfermizos y errantes deseos de supervivencia.

Odiaba esta mierda, esta sensación en la cual me veía forzado a despertar. ¡Qué magnificente era soñar y qué escalofriante, abrumador y pestilente era sentirme vivo de nuevo! ¿No podía dormir eternamente sin necesidad de recurrir al suicidio? Me había vuelto un fanático de teorías sobre personas que entraban en coma y no despertaban jamás, añorando que fuese mi caso uno más de esos. ¡Qué complicadas eran todas mis mañanas, sin el más absoluto deseo de levantarme, como si aquellas cobijas representasen un refugio inmarcesible en un mundo ponzoñoso como el del humano! Eso, curiosamente, venía pensando desde aquella noche donde me embriagué como nunca. Por eso, en parte había decidido ser sincero conmigo mismo y no mentir jamás, aunque eso, bien sabía, era una enorme desventaja en un mundo basado plenamente en cómicas falacias. De cualquier modo, siempre tuve la convicción de morir joven, así que estaba bien.

Hoy me toca trabajar desde casa, así que no debo salir al mundo y odiar más gente. Realmente me parece desagradable e insensata la existencia de un ser tan vil y putrefacto como el humano. Debo confesar que a veces rezo, aunque sé que de nada sirva, por la destrucción de esta raza execrable. Digamos que mi mayor sueño es que caiga un meteorito o que se consume el fantástico apocalipsis de la biblia. Por eso me alegro cuando alguien muere, porque sé que ya no estará en este mundo nauseabundo donde nos vemos obligados a permanecer hasta nuestra defunción. No entiendo por qué las personas lloran cuando alguien se marcha hacia el supuesto más allá, pues ¿qué podría ser peor que esta vida marchita? ¿Existirá realmente un infierno mayor que este en donde nos hallamos cómodamente y que ha sido creado por el mayor de todos los demonios: el humano?

Ciertamente, si se reflexiona, el humano tiene el mundo que lo representa en toda su extensión. No importa si el mundo se purifica y comienza una nueva era, pues, mientras el humano permanezca vivo, es seguro que extenderá su corrupción para que, tarde que temprano, ese nuevo y pacífico mundo se contamine. El humano, según lo veo, es un ser que solo sabe y puede vivir envidiando lo que otros tienen y esparciendo su malsana esencia, creando guerras y conflictos por mero gusto e imponiendo estúpidas jerarquías, gobiernos, fronteras y divisiones de cualquier clase. El humano necesita, además, creer en alguna mierda religiosa que le prometa un bienestar en un mundo después de la muerte, pues así todas sus execrables acciones y su miseria pueden ser más llevaderos, de ahí el inmenso y casi delirante éxito de todas las religiones que tan asquerosamente han envenenado aún más un mundo ya de por sí horrible.

Por otra parte, el humano necesita siempre sentirse poderoso. Requiere humillar a otros de alguna manera, ya sea mediante la violencia, la intelectualidad o el dinero. Lo más gracioso es que todavía hay personas que mantienen esperanzas en este mundo patético, pero cada uno se engaña como mejor le place. Supongo que no soy diferente, pues sé demasiadas cosas sobre el mundo que podrían llevarme a la locura si intentase darles la contra, pero no soy así. Prefiero ignorarlas y vivir como si nada importase, con la firme convicción de que cada día se acorta mi miserable existencia. Al final, moriré como todo y todos, en este putrefacto mundo diseñado para adoctrinarnos y en donde la verdad está prohibida.

Llevaba ya una hora con las luces apagadas cuando me paré a beber un vaso de agua y, al mirar por la ventana, creí experimentar cierta nostalgia como en mi adolescencia, pero fue mi imaginación solamente. Ahora que estoy lejos y que no tengo ningún contacto con mi supuesta familia me siento mejor y mucho más tranquilo, sin ningún remordimiento ni culpa. No entiendo por qué las personas siempre buscan estar en sociedad. ¿Qué clase de estupidez los enferma hasta el punto de querer vivir bajo un mismo techo cuando claramente los problemas son latentes? Fui a la cama con cierto dolor de cabeza y no quise saber más de la existencia y su ominosa forma. Dormí plácidamente, aunque apenas hace unos días había recibido la noticia del suicidio de Melisa, pero ¿a mí qué me importaba? Me alegraba en parte que lo hubiera hecho, pues a mí me había quitado un enorme peso de encima y ella se había librado de esta vida absurda.

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El Extraño Mental


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