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El Extraño Mental III

Al despertar, triste y mirando que el día era gris y lluvioso, comenzó mi tormento nuevamente: otro banal día en el asqueroso mundo humano. Lo que no había notado es que era viernes, al fin el tan añorado y consagrado viernes. Con razón había más tráfico de lo normal y las personas lucían ansiosas. La decadencia era evidente y todos participábamos en ella de forma dulce y complaciente, sin resistirnos lo más mínimo. La gran mayoría optaba por emborracharse en algún antro y amanecerse hasta terminar hechos mierda, vociferando absurdidades y regurgitando las enormes cantidades de alcohol que habían ingerido. Este tipo de comportamiento era usual entre los oficinistas y demás empleados. En general, se había vuelto una tendencia del mundo moderno. Por alguna razón incomprensible a los humanos nos atraía desperdiciar el dinero en diversiones nocturnas, y yo tampoco era la excepción. Algunas veces me embriagaba para probar que, en todo caso, era igual de absurdo que los demás.

Por supuesto, estaba plenamente consciente de que tales actitudes y comportamientos eran inadecuados para un hombre que buscase superarse y ser sublime, pero yo no era esa clase de hombre. Recordaba, mientras estaba en la oficina sentado mirando aquella pintura de un sujeto sobre un caballo y una ciudad deprimente, cómo alguna vez intenté ser mucho más que un absurdo humano. En aquel entonces tenía a Melisa a mi lado y su inspiración colmaba mis pesares y me alentaba a llegar más lejos que nunca. Escribía poesía, quería ejercitarme y demostrar que el mundo podía cambiar. Quería dar a conocer que las personas no eran solamente un conglomerado de estupidez, putrefacción y ambición como comúnmente veo a la humanidad. Sin embargo, todo eso se fue al carajo, pues, entre más luchaba contra esta pseudorealidad, más constantemente algo en mi cabeza me susurraba cosas acerca de la imposibilidad de mi victoria. Entre más intentaba sobresalir, más hundido me sentía. Sabía que, de cualquier manera, el mundo seguiría siendo la misma basura, aunque luchase con todo mi ser.

Era, curiosa y absurdamente, una falsedad de la peor calaña cuando se afirmaba que el mundo podría cambiar si cada uno cambiaba también. Yo intenté ese cambio verdadero y me llevó, a lo mucho, a la locura en la que ahora divago. Sin importar cuánto yo cambiase, jamás el mundo cambió, esa era una obviedad que inmediatamente noté. Y es que el humano no necesita un cambio, no lo requiere e incluso le resulta peligroso, pues está perfectamente acomodado en esta isla de ignorancia en donde existen tantas cosas execrables y torcidas, injustas y vomitivas, donde todo se reduce a dinero y sexo, entretenimiento y embriaguez, juego y diversión, guerras y destrucción. El humano no es capaz de vivir en paz puesto que su naturaleza belicosa es inmarchitable.

Así fue como comprendí que, aunque yo cambiase, el mundo humano estaba conminado a pudrirse y hundirse en la más ominosa insania. Entonces me percaté de que podía hacer lo que quisiera puesto que la existencia de seres como los humanos es totalmente absurda. No había ninguna razón para sufrir o llorar, para estar triste o apesadumbrado. Y, aunque tampoco las había para estar feliz, emocionado, animado o asombrado, el mundo se suspendía en un envoltorio que no lograría jamás comprender. Sabía que había gente muriendo de hombre, guerras sin sentido, enfermedades generadas por los gobiernos, terrorismo propiciado por agendas ocultas, sociedades y sectas que esparcían miseria y esclavitud para obtener más y más poder, compañías que contaminaban los recursos naturales, sobrexplotación, desigualdad, injusticia, entre otras tantas imprecaciones. Al final, lo que pensaba era que, de cualquier manera, nada podía hacer yo para cambiar el sendero que este mundo parecía tomar, puesto que era prácticamente imposible salvar aquello que por voluntad propia no quería serlo.

Así, cada vez me preocupé menos por los asuntos terrenales y me solacé en los actos más instintivos de mi repugnante naturaleza. Yo no era ningún mesías, no tenía la habilidad de entrar en la cabeza de los demás y reprogramarlos, pues el acondicionamiento que habían recibido se había consolidado estupendamente. En caso de que intentase luchar, ¿valdría acaso la pena? Y ¿qué si no me masturbaba, si no me tiraba putas o no miraba pornografía? Y ¿qué si tenía relaciones con muchas mujeres a la vez y en nada me importaban los supuestos sentimientos? Y ¿qué si no me importaba ya convivir con mi familia ni asistir a sus pestilentes convivios? Y ¿qué si vivía en soledad y en la sórdida miseria de una existencia absurda? ¿Quién era distinto a mí? ¿Quién entre toda esta peste de inmundicia podía decir que había superado su propia esencia humana? Evidentemente nadie, puesto que el simple hecho de ser humano ya representa una condición maligna. Esas eran mis razones para rechazar todas las concepciones de un mundo artificial y de una moral ficticia. Si quería hacer todo aquello que estaba mal ante los ojos de los estúpidos humanos, lo haría, e incluso con gusto. Me daba igual si era juzgado por mis acciones o por mis pensamientos, pues sabía que, en el fondo, todos somos iguales. Sí, todos estamos corrompidos y nos limitamos a esconder lo que no es moral ni socialmente correcto, pero en lo más profundo lo seguimos deseando. ¡Todos somos unos cerdos hambrientos de sexo, poder y dinero!

Lo único que me quedaba claro es que los humanos escondían y reprimían sus más oscuros deseos por miedo a ser juzgados y rechazados, o incluso encerrados en manicomios o cárceles. Pero, si no existiera ninguna prohibición al respecto, puedo asegurar sin temor a equivocarme que el humano ya se hubiera trastornado de manera más violenta y execrable de lo que hasta ahora se ha visto. Sabía que todas las personas guardaban deseos y acciones que les encantaría realizar en todos los ámbitos, particularmente en el sexual. El hecho de reprimir estas conductas clasificadas como obscenas limitaba la capacidad intelectual del ser. Para que realmente existiese libertad tenía que provenir del interior en principio, y ¿cómo exigir un mundo libre cuando nosotros mismos encerramos nuestra verdadera forma? Y ¿qué si al humano le gustaban las orgías, el incesto, el masoquismo y demás asquerosidades y raras conductas? Y ¿qué si al humano le satisfacía mantenerse siempre en guerra y discutiendo por cualquier cosa? Y ¿qué si al humano le enloquecía lo superficial, lo material y lo banal? A final de cuentas, como bien había dilucidado hacía tiempo, el humano no estaba destinado para grandes cosas, era un mero títere en un vasto universo donde nada entendía y donde su reproducción ofendía todas las concepciones divinas.

Por eso mismo la humanidad me parecía sumamente hipócrita, aferrada a valores impuestos por gente mucho más repugnante y hambrienta de poder. Las personas no estaban dispuestas a respetar los valores que debían guiar sus vidas. Y, en el colmo del cinismo, en la cumbre de la más grotesca y fútil desesperación, el ser había recurrido a la religión como un modo más de autoengañarse y de sentirse espiritual a pesar de estar hundido por completo en su propia miseria. De tal suerte que se inventaron historias y libros, relatos y supuestos mandamientos comunicados por el mayor impostor de la historia: dios. Si las religiones verdaderamente sirvieran de algo, donarían su dinero y sus joyas para acabar con el hambre y no construirían iglesias megalíticas y orladas tan elegantemente, ni tampoco sus líderes pregonarían paz mientras usan coronas de oro. Pero la hipocresía y la estupidez han alcanzado límites nunca sospechados, por eso hoy en día el humano vive con la esperanza de un reino celestial en donde será recompensado por sus buenas acciones, y aquellos que se atreven a entregarse a lo que es la naturaleza humana son condenados a una eternidad en los abismos.

Jamás entenderé el sentido de todo lo que se ha creado bajo el patético sustantivo de civilización. ¿Tiene el más mínimo sentido que exista un planeta donde ocurra toda la basura que vivimos diariamente? Si el universo se mantiene en constante expansión, y si existen otros universos y planos más allá de nuestra percepción, entonces ¿por qué precisamente tenía que darse la vida en este? Sospecho que tal vez todo sea parte de un cuento, de meras invenciones creadas por gente a la que seguramente le conviene mantener a los humanos entretenidos y siguiendo concepciones preparadas para que sus huecas cabezas puedan digerirlas y absorberlas como propias. La existencia humana carece de todo valor, importancia y sublimidad, y lo mejor que podría hacer una persona si quiere cambiar el mundo en donde habitamos es evitar reproducirse. Y, en un futuro no muy lejano, tras haber liberado todo lo que yace en la sombra de su verdadero yo, pegarse un tiro y sonreír por su auténtica contribución.

En fin, no sé porque estaba pensando en tantas cosas, tal vez porque en realidad nada tenía que hacer en el trabajo. La hora de la comida se acerca y se nota que es viernes. Hay demasiado ruido, tráfico y el estrés aumenta. Y es que precisamente por esta zona existe gran cantidad de antros donde se puede ir a embriagarse o coquetear, pues también hay una variada gama de mujeres ansiosas por divertirse y gastar la quincena. Los jóvenes abundan, y aunque yo todavía me considero uno de ellos, es gracioso ver cómo tiran sus vidas a la basura. Aunque quizá no hay nada que tirar, pues probablemente no podrían vivir de otro modo. El sistema es muy fuerte y siempre tiene el modo perfecto para entrar y averiguar contra qué no podemos defendernos, hasta que finalmente nos vencemos a nosotros mismos y nos despojamos de todas las máscaras innecesarias y los trajes horribles. El humano mostrado en su forma más pura es la criatura más impura que pueda haber en este diminuto pedazo del cosmos.

El jefe, por suerte, se ha retirado temprano, así que podré ir a comer a gusto y tal vez hasta saldré temprano. Sobre lo que tengo contemplado hacer no estoy seguro, ya veré. Antes solía apresurarme para ir a ver a Melisa y pasar tiempo a su lado. Ahora, sin embargo, ella está muerta y, curiosamente, hoy es su entierro. Lo había olvidado por completo. Ni siquiera me pasa por la cabeza la más insignificante posibilidad de asistir al funeral de la que una vez, supongo, fue la mujer que amé. ¿A qué iría? ¿Qué haría o diría? Seguramente todos me culparían y tendría que fingir que estoy afligido y me resultaría complicado derramar lágrima alguna, tal vez hasta me dormiría. Además, su familia cree en toda esa mierda religiosa que a mí me tiene sin cuidado, y no deseo oír discursos disparatados sobre la resurrección de los muertos, el día del juicio, el arrepentimiento de los pecados o la salvación eterna. Ya suficiente tengo con que mi madre siempre me hable para pedirme que me redima y vuelva a ser un ciervo de dios. La religión es algo demasiado banal y aburrido. No entiendo cómo los sacerdotes pueden resistir tanto tiempo sin copular, debe ser abrumador. Me he convencido de que mi presencia sería una tragedia en el funeral de Melisa, podría terminar burlándome o ridiculizando sus inútiles creencias, y quiero evitarme el drama.

Finalmente estaba libre del trabajo, podía olvidarme de aquel martirio por el fin de semana entero. Me sentía aburrido y tenía ganas de follar, así que, antes de abandonar la oficina, aparté algo de efectivo para ir al centro de la ciudad y pagarme una puta de esas que lucen tan atractivas con sus tacones ostentosos y sus senos operados. Pensaba que, en todo caso, no era algo malvado buscar sexo con una mujerzuela. La hipocresía del vulgo me aturdía de nuevo y la respuesta era bastante obvia. ¿Acaso tendría algún impacto que yo no fuese cliente de la prostitución? Si me abstenía de ello, ¿los demás lo harían? ¿Podría cambiarlos también y disuadirlos de tal propósito? El hecho de que yo no pagara por una puta no significaba que todas las putas del mundo iban a desaparecer, y que toda la prostitución del país, quiero decir del mundo, se acabaría mágicamente. El mundo no era así, era mucho más intrincado que eso, pues intereses oscuros se encargaban de dictar lo que debía pasar y lo que no. ¡Qué lástima sentía por aquellos moralistas infames que se abstenían de tan dulce y exquisito placer, pues follar a una puta es una de las mejores cosas en este banal mundo! La religión, la espiritualidad, los valores, el matrimonio, las enfermedades ¡Que se joda toda esa mierda! Preferiría follarme a una puta hoy y morir después que vivir siguiendo falsas doctrinas místicas que simplemente aprisionaban lo incontrolable.

Desde luego que yo sabía la verdad, era plenamente consciente de que la prostitución era uno de los factores que más contribuían a la decadencia, pero ¿qué más me daba? El mundo seguiría siendo decadente independientemente de si yo me follaba a una, dos, tres o a todas las putas habidas y por haber. Si alguien me asegurase que, de no hacer lo previamente dicho, la prostitución se acabaría, entonces pensaría que es un loco, un soñador o un escritor fracasado, o todo en uno. La inmundicia no terminaría conmigo, pues yo no la había comenzado ni tampoco creado. El planeta de los humanos estaba destinado a un fatal y sórdido final, ¿por qué seguir conteniéndose? Si mis padres o Melisa, desde algún reino en los cielos, me viesen follándome a una puta, me sería absolutamente indiferente. Pero mis padres estaban lejos y Melisa muerta, cosa que me producía satisfacción. Así que era libre, plenamente libre para follarme a quien yo quisiera cuantas veces quisiera.

En el camino pensé algunas cuantas cosas, absurdas desde luego, pero era interesante traerlas a colación precisamente ahora. En parte recordaba lo mucho que me ha gustado siempre hablar de la muerte y las funestas e inexplicables consecuencias que ello me ha traído. Desde luego que todo tiene que ver con el factor humano y su decadencia, pues para el humano la muerte es el mayor de los enemigos y aquello que debe rechazar y evitar a como dé lugar. En contraste, la vida, o lo que se define como vida, es lo más preciado y valioso, lo que debe cuidarse y preservarse. Pero resulta natural considerando que el humano teme a lo que desconoce y la muerte le parece algo misterioso y abyecto, el fin de todo su deleite y el desprendimiento de una existencia que, en su mentira más fulgurante, ha creído con sentido alguno. Y por eso se llora tanto en los entierros y en los hospitales, por eso tantas plegarias y fantasías místicas y religiosas sobre una nueva vida en algún cielo o plano distinto, todo con el fin de evadir y solapar de alguna manera lo que la muerte es. El humano pierde todo poder, de toda índole y en todo aspecto cuando muere, al menos hasta donde se sabe, y por ello le resulta odiosa y deplorable tal condición.

En particular, yo añoro morir, pues sé que la vida y la muerte solo son facetas de lo mismo, que ninguna diferencia existe entre vivir o morir, pues la existencia de criaturas como nosotros los humanos es tan irrisoria, absurda, patética, miserable y vil que la vida queda reducida a un conjunto aleatorio e impreciso de casualidades, las cuales se intenta matizar de destino y, así, adjudicarse una importancia insensata en el cosmos eterno e infinito. Pero cuando el humano se percata de su error, sabe que incluso quizás existe una inversión de los conceptos, que tal vez esta decadencia sea la auténtica muerte y el morir sea el despertar tan anhelado. Claro está que la verdad sigue parapetada en las cumbres más elevadas para seres tan terrenales y pútridos como nosotros, y que infinitas teorías se pueden conjeturar sobre la muerte y su muy posible relación con la vida como la conocemos.

Lo gracioso del asunto es la estupidez que el humano muestra y expresa de forma infame con respecto a la muerte. Por ejemplo, recuerdo particularmente que de pequeño mis padres me obligaban a ir a la iglesia y rezar por los familiares fallecidos, luego pedirles salud y bienestar y, en ocasiones, cuando la desfachatez iba demasiado lejos, hasta se llegaba a decir que los muertos venían en determinados momentos para transmitirnos mensajes desde el más allá. Gracias a no sé qué jamás creí por completo estas patrañas, y, afortunadamente, cuando crecí pude consolidar mi mente para rechazar estas quimeras inventadas por gente más poderosa que solo busca el adoctrinamiento de una caterva de imbéciles. Recuerdo que también me aburría demasiado en el panteón, pues mis padres tenían la creencia de que los muertos debían ser enterrados con honores y de que se les debía ir a dejar flores, orar y pedir cosas a cambio.

Por otra parte, me parecía tan cómico cómo el mismo patrón se repetía generación tras generación. Parecía que el humano no se sabía otra historia que sufrir por otros, que querer que otros actuasen como él pedía. Pero igualmente me parecía natural en una raza tan plagada de vicios y tendencias absurdas, pues el humano siempre buscaba proyectar su sombra sobre cuantos desdichados pueda. El humano ocultaba lo que odiaba en otros puesto que el hecho de creerse superior en algún sentido le confería tan afable solaz. Así, entre más se reprimían los instintos más bajos y pasionales, mayor era la intensidad con que se multiplicaban en el interior. De tal suerte que las imposiciones sociales, religiosas, morales y lo que se aceptaba como bueno o adecuado dentro de los márgenes que dictaba la civilización, era lo que debía hacerse, pues era bien visto, halagado y admirado por todos los tontos.

En contraste, los hechos o acciones que, por alguna razón desconocida, pero aceptada por todos, eran tachados como malos o inadecuados, eran condenados al abismo. Por ejemplo: un hombre que se dedicaba a estudiar, trabajar y que formaba una familia, tenía hijos y los mantenía, que se le veía en todo instante satisfecho con su mujer, progresaba, tenía salud y bienestar y que, además, ayudaba a la comunidad; ese era, por mucho, el estereotipo del humano a seguir. En cambio, un hombre que fuese alcohólico, drogadicto, que gustase de la vida nocturna, que se acostase con putas o que tuviera muchas mujeres, que fuese infiel, que no siguiese religión alguna ni le importase casarse, que no tuviera hijos y que no respetase a los ancianos ni tampoco ayudase a sus familiares ni a nadie era inmediatamente tachado como un sujeto malvado.

Y no sé por qué pensaba tantas cosas en el metro, siempre hago lo mismo. Por suerte, tras haberme encasillado en mi cabeza con elucubraciones superfluas, descendí del vagón y aspiré el fresco y reconfortante aire de la noche cerúlea. Al caminar un poco me percaté de que había más gente que de costumbre, aunque tal vez solo era yo quien se equivocaba. Sin perder tiempo me dirigí hacia el lugar predilecto y comencé mi búsqueda. Tras pasar la calle donde se posan siempre los travestis y recibir algo de manoseo indeseado, alcancé la avenida principal donde refulgían las mujeres más hermosas que alguna vez he conocido: las putas de la avenida Astraspheris. No podía imaginarme en otro lugar ni momento sino ahí, contemplando los excelsos cuerpos de aquellas rameras. Lo que más me prendía eran los tacones y los ojos bien maquillados. No entiendo qué clase de efecto ocasionaban en mi cerebro, pero adoraba ver a esas mujerzuelas con toda gama de tacones, desde los más pintorescos hasta los más oscuros.

Desde luego que, para elegir una puta, tomaba en cuenta algunos otros aspectos. Nada relacionado con la higiene o cosas sin sentido como esas, pues me parecía una tontería que los hombres se cuidaran en condiciones como las actuales. Por mi parte dejé de usar condón desde que abandoné a Melisa y no me arrepiento; de hecho, creo que, en algunas ocasiones, ya cuando habíamos terminado y solo nos veíamos para fornicar, había yo mantenido relaciones con putas sin protección. Desde luego, Melisa jamás lo supo y, ahora que está muerta, creo que ha sido lo mejor. En lo que a mí respecta, no tengo la intención de vivir mucho, así que está bien. Me gustaba dar varias vueltas antes de elegir a la mujer en la cual depositaría mi esperma, pues indudablemente todas accedían con un poco más de dinero. Yo pensaba que era un trato justo y a veces las invitaba a cenar, aunque tenía que pagar todo y de manera apresurada. Ciertamente, me atraían las mujeres con cuerpo delgado, sin tanta prótesis y sobre todo con un rostro bonito.

No sé qué clase de endemoniado y esquizofrénico impulso se apoderaba de mí al pensar que aquellas putas follaban con tantos hombres, pero mi pene se ponía tan duro como el cemento, aunque a veces recurría a la pastilla azul o a ciertos suplementos para durar más o inclusive estar con más de una puta. Me enloquecía la idea de correrme en sus coños penetrados por tantos otros hombres. Este detalle era un incentivo demencial, pues, en cuanto lo pensaba, no podía parar hasta haberme venido dentro en varias ocasiones. Dado que estas mujerzuelas de la vida galante ya habían renunciado, como yo, a la esperanza de un sentido o de valorar algo en este banal mundo, una dosis extra de billetes hacía toda la magia. Desde luego que yo, en lo más profundo de mi ser, sabía que la prostitución era decadente, que aquellos nichos de perfidia y aborrecible placer carnal no eran sino una de las facetas más repugnantes que el ser había inventado para satisfacer sus primitivos instintos; sin embargo, precisamente eran éstos los que le daban un mínimo toque de frescura a la cotidianidad y la rutina abyecta en la que todos nos veíamos sumergidos. Los humanos solo buscaban una manera para escapar del insoportable y execrable tedio de la existencia sin sentido que ostentaban, y, entre más funesto fuera el vicio, más regocijo se experimentaba.

Por eso, me había dejado de preocupar por pertenecer a la miseria y putrefacción del mundo cometiendo actos como la prostitución y masturbándome con la pornografía. ¡Sí, claro que eran elementos horripilantes y nauseabundos en su totalidad!, pero ¿de qué otra manera podía matizar mi triste y desvencijada, patética y absurda vida? Solo dejarse llevar, abolir todas las concepciones y prejuicios de la sociedad, sentirse tan malditamente libre como para actuar sin que los demás tuvieran injerencia en nuestra consciencia. ¿No era acaso yo, a final de cuentas, otro títere más de este holocausto? Y ¿quién era diferente? ¿Había la posibilidad de serlo? En un tiempo había amado, había luchado por mis ideales y había intentado ser sublime, pero ¿qué gané con eso? Absolutamente nada sino cegarme, atiborrarme de ideales imposibles para mi abyecta humanidad. Todo se fue al carajo, tanto Melisa como mis sueños, mis deseos y mi lucha contra esta epidemia de blasfemias. Y ahora, aunque conozco perfectamente la decadencia y la repugnancia, me hundo en ella sin titubear y sin remordimientos. En todo caso, ¿conoce el humano otro modo de rellenar este efímero y sórdido pasaje llamado vida?

Mientras reflexionaba revisaba minuciosamente a las putas. Tras darme algunas vueltas como generalmente lo hacía y cruzar miradas curiosas con los demás asistentes de aquel pestilente lugar, recordé cómo era yo hace un tiempo. Probablemente estaría rogándole a Melisa que me diera otra oportunidad mientras ella me humillaba, o tal vez estaríamos juntos mirando alguna aburrida película o haciendo cualquier zarandaja. Observé meticulosamente a una mujer que me encantó dada la finura de sus formas. No poseía un cuerpo espectacular ni nada por el estilo, pero su semblante me recordó lo hermoso que puede ser acostarse con alguien sin sentir nada en absoluto. Calculé que debía ser una mujer de unos treinta años, con cabellos rojizos y rizados, de rostro inefable, con sus tacones negros y un vestido verde muy corto que permitía contemplar sus piernas blancas. Me acerqué a ella sin mucha cautela y volteando la mirada de unos ancianos que farfullaron algo acerca de lo desesperados que eran los hombres al acostarse con aquellas rameras, pero me era indiferente lo que hablasen. Pregunté la tarifa que ya sabía de memoria solo para escuchar su voz, la cual me fascinó. Acepté de inmediato y, rumbo al hotel, supe que se llamaba Eskira.

Cuando salí del hotel todo el ambiente tenía la misma apesadumbrada y fastidiosa banalidad de siempre, con el añadido de que ahora, tras haber consumado el acto sexual, la existencia se tornaba más absurda que nunca. Odiaba esos momentos, incluso me atrevo a colegir que eran lo peor que me pudiera ocurrir. Hace tiempo que había perdido la capacidad de alcanzar el orgasmo, pero al menos penetrar la vagina de alguna puta y escuchar sus gemidos todavía era placentero. Como sea, el instante después del sexo siempre era una molestia, una situación de lo más execrable, tanto que debía refugiarme en el alcohol. Precisamente esto fue lo que hice y, en lugar de regresar a mi pringosa habitación en aquella maloliente calle, me dirigí hacia una cantina donde me hundí en las copas. Una tras otra eran servidas hasta que ya no pude más y pedí un taxi que me dejó en la puerta de la casa, donde apenas y pude entrar a mi cuarto.

Una vez recostado en mi cama y con todo dando vueltas, recordé cada detalle de Eskira, particularmente su fragancia y lo bonito de sus contorsiones, así como la voz tan melódica que poseía y sus cabellos pelirrojos alborotados. Supuse que hasta el momento había sido la mejor puta que me había tirado, porque verdaderamente me atrajo con una magia descomunal. Saboreó detenidamente mis testículos para luego devorar mi pene y casi tragárselo, llegando a vomitar ligeramente. Esto, lejos de asquearme, me prendió sobremanera y, sin pensarlo dos veces, terminé en su boca y le hice tragar todo mi esperma. Pero el asunto estaba lejos de terminar, pues, a continuación, ella me confesó que le fascinaba la lluvia dorada y yo complací su fetiche. Debo decir que Eskira no solo era demoniacamente preciosa, sino que guardaba demasiadas fantasías que le gustaba poner en práctica gracias a su nada desdeñable trabajo.

Noté que era una de las pocas putas que follaban con pasión, eso o tal vez yo le gusté también, pero no lo creo. El hecho es que le oriné todo el cuerpo y eso la calentó en demasía. Posteriormente me masturbó con sus tacones, fetiche muy mío que siempre solicito a las putas que me tiro y que me embelesa totalmente. Era claro que Eskira no era una mujer ordinaria, pues su cara tenía dotes de intelectualidad y cierto matiz tan extraño que no logro explicar, pero follaba como una maldita perra. Lo hicimos en todas las formas posibles, tanto recostados como de pie. El sexo anal fue el mejor de toda mi vida, pues tenía el agujero incluso más abierto que el de la vagina, además de que me confesó que siempre, desde su primera vez a los diez años, prefería sentirla en su culo que en su coño.

Sus piernas delicadas las lamí y las mordí como a ninguna otra puta se lo había hecho, además de que, llevado al borde del delirio, desterré todo rastro de cordura posible y arremetí en desquiciadas lamidas contra su vagina jugosa y rosada, sin interesarme qué tipo de infección podría contraer. Era la primera vez que una puta me había calentado tanto como para emprender ese tipo de locuras, aunque sus fluidos me supieron exquisitos y la muy zorra no cesaba en venirse, pasando de un orgasmo a otro. También me encantó cuando metí mis dedos en sus dos agujeros. Primero fueron dos dedos, luego tres, y al final la mano completa, tanto en el ano como en la vagina que estaba increíblemente dilatada y chorreante. Pero el asunto no finalizó ahí, pues la puta pelirroja me pidió que introdujera mi pie en sus dos agujeros. En un principio dudé pensando que podría lastimarla, pero abandoné esta ridícula preocupación inmediatamente, impulsado en parte por las confesiones que me hizo acerca de que cuando era niña solía ya meterse todo tipo de cosas, desde pepinos, botellas de refresco, latas y hasta globos.

Nunca había sentido un placer como el que experimenté cuando mi pie se sumergió enteramente en su vagina, con mis dedos sentía correr aquellos fluidos mezclados con orina. Eskira gemía a tal punto que temí que fuese a morir en el acto, aunque esto era secundario. Luego, me pidió que la golpease, pero me sentí incapaz y mejor la arrojé al suelo y le abrí las piernas por completo, arremetiendo contra ella cual bestia salvaje y eyaculando como jamás en mi vida en su interior. Era absolutamente delirante sentir el esperma saliendo y mezclándose con el calor y el río de fluidos que Eskira emanaba en sus orgasmos.

Finalmente, decidí meterme en las cobijas tras haberme masturbado recordando cómo hace unas horas había tenido la mejor relación sexual hasta ahora, y muy posiblemente en toda mi vida. Pero era absurdo, todo seguía siendo ridícula y estúpidamente absurdo. Me terminé aquel maldito cigarrillo, intenté que la borrachera se me bajara un poco mojándome con agua fría la cabeza, pero nada. ¡Qué aburrido era vivir! Y ahora pensaba en lo repugnante e intrascendente que era fornicar con una prostituta, sin importa lo hermosa y caliente que pudiera ser. ¡Cómo odiaba este sensación! Pero no era arrepentimiento, o no sé. Creo que antes de cerrar los ojos por completo y escapar por unos momento de esta horrible realidad, sentí como si hubiese derramado unas cuentas lágrimas, pero no, era imposible. En fin, otro día menos, otra noche más de soledad y tristeza. Pero así era la existencia, una melancólica pesadilla de la que era imposible despertar mientras uno no se suicidase.

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