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Corazones Infieles y Sumisos XIII

Pasaron los días y llegó el viernes, ese en que las personas se emborrachan inútilmente y los niños intentan ser adultos. La tristeza de los corazones una vez enamorados pendía en el colgante del visitante añejo, el amor moría mientras los enamorados intentaban arrancarse las cadenas del alma. Los encuentros fastidiaban a las personas, quienes solo deseaban perderse en la dulce y mortífera fragancia de la sexualidad ataviada con el falso dios y el pantano viviente de los recuerdos melancólicos y subyugados.

–La prostitución es una buena forma de satisfacer los deseos de los hombres y, quizás, igualmente de las mujeres– afirmaba el profesor G durante la clase.

–Y entonces ¿no es tan malo como se cree? Mis padres dicen que sí todo el tiempo, pero yo no lo sé –preguntaba uno de los alumnos que era católico.

–Todo depende de la perspectiva, comúnmente se indica como algo execrable y pecaminoso –exclamó sarcásticamente el profesor G–, pero eso es de gente anticuada. Hoy en día la prostitución es tan aceptable como el ser mismo.

–Pero ¿qué hay de las infecciones? Dicen que esas mujeres tienen muchas y muy graves –inquirió otro de los más avezados que nunca se callaba.

–Y ¿qué el mundo no es una enfermedad? ¿Acaso no todo lo que comemos, respiramos y creemos adorar resulta dañino? El punto es solo tener cuidado, es un placer válido. Pero ¡ustedes qué van a saber, si esas mujeres son excelentes personas! Les apuesto a que deben ser los seres más puros de esta existencia.

En el fondo, Alister no sabía qué criterio formarse respecto a tal coloquio. Seguramente sus padres no lo aprobarían, pero ¿eso qué importaba ya? Él no era producto de las costumbres familiares, o ¿sí? De algún modo, no se sentía libre de las ataduras a las cuales se sometían las personas. De pronto, tan fulminante como aquella noche con Cecila, sintió una insostenible erección, la cual emergía desde su cerebro, incitada por el hecho de la prostitución.

–Y esas mujeres ¿no sufrirán? ¿Cómo puede ser que no se cansen? Mi abuelita dice que son cosas del diablo –exclamó una chiquilla con lentes opacos.

–Nadie dijo que no sufrieran, lo hacen como todos. Pero el mundo es un sufrimiento sin fin alguno, así que esas mujeres solo representan la viva imagen del absurdo. Y ¿qué si se cansan? Quizá todos estemos cansados de vivir; no obstante, seguimos adelante, ya sea por obligación, ya sea por indiferencia al suicidio y por el rechazo al fulgor del descanso prometido.

Los jóvenes estudiantes nunca entendían la forma de hablar del profesor G. Él no era como ningún otro profesor; de hecho, ni siquiera sospechaban que fuese como algún otro humano, excepto como Alister. Ellos dos eran grandes amigos, siempre charlaban sobre temas incomprensibles para los demás. La chica de los lentes opacos, en una de las asesorías, contó que el profesor G hablaba abiertamente sobre religión, política, ocultismo, misticismo, teosofía, conspiraciones, sociedades secretas, la banca judía, los complots, el existencialismo, la filosofía, la metafísica, libros extraños, viajes en el tiempo, universos paralelos, el alma, los sueños, los alienígenas, entre otros.

–Y ¿cómo es que puede saber tanto? –se preguntaban los demás jóvenes al escuchar las asombrosas historias sobre el profesor G.

–Pues eso no lo sé –replicaba la chica–, pero, si uno va a su cubículo, él habla de cosas aún más raras.

Alister y el profesor G se habían conocido no hace mucho, sin embargo, habían entablado una amistad peculiar. El 11 de septiembre Alister había asistido a una asesoría sobre probabilidad. Ya entrados en la plática, Alister postuló que era un absurdo que todos estuviéramos siendo controlados por personas que ostentaban riqueza, que los alimentos estaban contaminados con químicos, que los animales eran inyectados, que en el aire era esparcida una droga para idiotizar a las personas, que la banca era controlada por sectas cuyo fin era el dominio mundial, que las vacunas eran dañinas, que los famosos hacían rituales para preservar su poder, que el mundo estaba tan jodido, y que los alienígenas y los espíritus realmente existían.

El profesor G miró a aquel curioso con cara de incredulidad en aquel momento. Y fue entonces que su semblante, siempre serio, callado y con un halo de eternidad y tranquilidad, se tornó más frugal, esbozando una ligera sonrisa. Pasó el resto de la tarde discutiendo punto por punto lo que aquel muchacho de cabellos rizados y dorados había expresado. Desde ese día ambos fueron grandes amigos y conversaban al menos cada viernes, al menos hasta hace un tiempo, pues Alister había dejado de ser constante en sus visitas, parecía distraído.

Por otra parte, Erendy pasaba sus días tocando la guitarra, perfeccionando su técnica y su habilidad. Le gustaba dibujar los animales que Alister había ayudado a rehabilitar, aunque últimamente no fuese algo que hicieran seguido. También pensaba en que este había estado muy distraído, parecía siempre cavilar otros menesteres cuando estaba en su compañía. Estaba ansiosa por comenzar ya sus estudios en criminología y sentirse parte de algo, aunque, en el fondo, lo detestaba y lo añoraba. La puerta crujió y alguien entró para interrumpir su libre albedrío, era Vivianka.

–¿Qué haces, hermana? ¿Nuevamente tus melodías raras?

–Pues algo así, es mi distracción. ¿Sabes si mamá ya regresó del mercado?

–Creo que ya, ¿qué necesitabas? ¿Te puedo ayudar en algo? Recuerda que la otra semana te toca revisión.

–¡Ah, sí! Casi lo olvidaba. Oye, por cierto, ¿crees que podrías revisar a Alister? Es que al parecer tiene problemas con una muela.

–¡Oh, claro! Él puede venir cuando quiera, y, además, es gratis. De hecho, puede venir diario, si así lo desea –afirmó mientras sonreía con esos ojos del mismo color que su cabello, creando un contraste con su blanca e impecable piel blanca. Sus cejas lucían radiantes, sus dientes inmejorables, y, en esa bata blanca, incitaba las pasiones de cualquier doctor seguramente.

–Sí, yo le diré. Muchas gracias, eres muy amable.

Erendy no sospechaba, ni siquiera en lo más ínfimo, que, muy en el fondo, más allá de esa amabilidad, Vivianka sentía una enorme atracción por Alister. La máxima intemperie de sentimientos encontrados resaltaba entre la sinfonía de las trompetas doradas.

Mientras tanto, en el bosque de los árboles rosas, Alister permanecía recostado y dormido. Súbitamente era despertado por una niña quien tenía un ojo colgando, sus cabellos eran castaños, su piel pálida, su cara triste y con voz entrecortada. Parecía sumamente asustada.

–Pero ¿qué te ha ocurrido? ¿Quién te ha hecho esto? –preguntó Alister sobresaltado por el deplorable aspecto de la chiquilla.

Sin embargo, esta parecía no poder articular palabra alguna, así que se limitó a señalar hacia un rincón de una habitación en la cual se hallaban ahora. Alister abrió la puerta y pudo ver como un laberinto se cernía sobre ellos, parecían estar atrapados en aquel demencial sitio.

–¿Qué diablos? Y ¿en dónde está el bosque? ¿Cómo llegué aquí?

Sin siquiera darle tiempo a la niña de intentar una explicación manual o escribir algo, de la nada surgió una criatura que se partió en varias. Eran como unas sanguijuelas o gusanos que poseían tentáculos y garras con pezuñas, sus dientes sangraban y tenían una infinidad de ellos hasta donde la vista alcanzaba a atisbar. Sus ojos eran rojos y ahítos de odio, se contorsionaba y gemían como una mujer en celo. Además, estaban cubiertas de pequeñas florecitas, parecidas a las bugambilias, y daban el aspecto de ser una primera evolución de algo más elevado, ya que a lo lejos se observaba un árbol, como si estuviese en otro plano. Al parecer, era el origen de todo cuanto se hallaba en esa dimensión totalmente bañada por el gris y sin una sola mancha de esperanza.

Alister sujetó a la pequeña del brazo y corrieron tanto como pudieron, se esforzaron demasiado en verdad, pero fue inútil, aquella oruga casi evolucionada era demasiado rápida. No era una oruga ciertamente, pues sus movimientos eran contrarios a cualquier ley conocida en el mundo físico. Finalmente, el maldito símbolo atroz de la nauseabunda oscuridad alcanzó a los infelices, pescando a la niña con sus pezuñas.

–¡No, déjala! ¡No le hagas daño, por favor! –suplicaba Alister.

La criatura parecía comprender lo que Alister indicaba, pero, sorprendentemente, hizo una especie de mueca, como de chanza, y escupió ácido en la cara de la niña, desfigurándole todo el rostro en un pestilente escenario. Luego, procedió a machacarla con sus infinitos y vomitivos dientes, destazando parte por parte, lo cual ocasionó un enorme dolor al amo de la tragedia amorosa.

–¿Por qué te la comiste? ¿Qué rayos eres tú?

Una voz profunda, como artificial, salió de la criatura diabólica.

–Yo soy una creación solamente, y existo paralelamente. Tú no sabes si eres creado o solo eres, ni siquiera si existes. Escucha humano, yo soy el símbolo de la angustia y de la decepción, todo cuanto has hecho es caer por error en un plano inferior del astral. Ahora ya nada puede salvarte.

El gusano ominoso se aproximó a Alister, vaciando sobre este un hedor a muerte y a rosas, como si aquella porquería pudiese guardar algo de belleza en su interior. En ese momento, la oquedad se expandió y refulgió, soltando un haz de luz que impactó en el lomo de la blasfemia, ocasionando que esta enloqueciera y, entre su locura, rompiera una pared de aquella dimensión, mediante la cual Alister se apresuró a saltar. Lo último que pudo atisbar fue cómo de aquella oruga maldita salían unas alas, parecían de mariposa, y su color era azul, uno muy oscuro. Pensó que en alguna ocasión ya había observado esas alas, solo que no llegaba a su mente dónde y cuándo, así que saltó por el recodo que se acaba de abrir hacia el vacío. Descendía por un tubo de colores extraños, nunca vistos en su mundo, parecía que habían sido extraídos de él, pues ahora todo cuanto miraba era doloroso. Despertó de un brinco, percatándose de que todo había sido un sueño, o eso creía.

–Pero ¡qué suerte que todo ha sido un sueño! –se dijo Alister limpiándose el sudor de la frente.

–La vida es un sueño, tan irreal como la existencia y tan abstrusa como la muerte –exclamó una voz muy sabia y profunda.

Alister giró y le sorprendió que no había alguien más con él. Esa voz había provenido de algún lugar, quizás estaba solo paranoico. A un costado suyo, yacía entre el pasto un papel con una dirección. Lo tomó y pensó si sería oportuno ir. Quizá, después de todo, encontraría algunas respuesta a su dolor, probablemente era un mensaje oculto.

En casa de Erendy, los destinos de las personas con energía negativa en su interior se mezclaban con la pureza de una chica que cada vez se sentía más corrompida por pensamientos repugnantes.

–¡Ven a comer, Erendy! ¡Ya está servido! –le gritó su madre, quien siempre parecía preocupada por todo.

–Ya voy, gracias. Solo guardaré unas cosas y enseguida bajo.

Erendy procedió a guardar su libreto de escalas musicales, pero decidió que lo haría regresando de comer, así que fue a preparar el agua. En la ventana, antes de salir, nuevamente sintió alucinar, pues de forma circunstancial pudo observar parte de una sombra que se retorcía; no le dio importancia y bajó. En su imaginación, se formaban escenas de una niña con múltiples heridas siendo destazada por una oruga horrible, mientras que alguien observaba. Aunque la cara de este espectador nefando no estaba terminada, tenía todo el perfil y el físico de alguien cercano a ella, muy cercano.

Ciertamente, Erendy siempre se había sentido ajena a su propia familia. Si bien es cierto que se preocupaban por darle todo lo elemental, no creía que en verdad la quisiesen y la apreciasen en todo sentido. Justamente se veía opacada por su hermana Vivianka, pues era esta última quien constituía el orgullo de sus padres y quien siempre se robaba todo el crédito. Era Vivianka la consentida, la que tenía dinero, la que cuidaba y ayudaba a sus padres, la que les pagaba paseos caros y caprichos tontos. Y, precisamente por eso, la querían, porque había actuado tal y como sus padres habían querido, sin jamás cuestionar qué era lo que realmente ella deseaba. No obstante, Erendy sabía que Vivianka, aunque era muy inteligente en cosas académicas, jamás podría tener una visión más profunda de las cosas, y nunca le había hecho saber sus ideas. Finalmente, creía que la quería como su hermana mayor, y que estaba en su derecho para hacer con su vida lo que quisiera. Al menos, si es que teníamos libre albedrío.

Alister caminaba sin percatarse de su alrededor, tan concentrado iba que no cayó en cuenta de dónde estaba. Cuando creyó llegar al número indicado, su sorpresa fue inmensa al descubrir que no existía ya esa dirección, pues habían demolido hace años esa casa.

–Pero ¡qué imbécil soy! –expresó al mirar bien el trozo de papel y atisbar que pertenecía a una dirección de hace ya muchísimos años, tantos que incluso parecía sorprendente que estuviese ahí.

Y nuevamente aquí acontecía lo que imperaba en la humanidad, un total egoísmo, una confianza absoluta en un supuesto libre albedrío, una certidumbre quimérica en una realidad defectuosa. Pero solamente es sabido por unos cuántos que en ocasiones las divinidades y los demonios logran unificarse en el máximo esplendor, consiguiendo así abrir paso a una fuerza llamada destino.

–Oye tú, ¿cómo te llamas? ¿Por qué un hombre tan joven viene hasta aquí solito? ¿No quieres algo de compañía? –exclamaban unas voces cínicas y petulantes.

Al virar, advirtió en qué lugar se hallaba. Sin siquiera pensarlo, o quizás imbuido por una fuerza de magnitudes desconocidas, había ido a parar al barrio bajo de su ciudad, al de las prostitutas.

–Vamos a divertirnos un poco, nene, ¿qué te parece? –dijo una de esas mujeres, ataviada con un elegante vestido violeta y perfumada más que una rosa.

Alister la miró y decidió saludarla, para luego huir de ese sitio. Pasó muchos bares y cantinas, escuchando imprecaciones, viendo nítidamente como las personas se pudrían, como el cielo se tornaba más y más gris, ya casi negro. Igualmente, podía percibir esos gemidos tan insolentes y aquellas lascivas frases que provenían de los hoteles y moteles ahí establecidos, donde aquellas mujerzuelas se vendían al mejor postor.

–¿Ya te vas tan pronto? ¿Acaso encontraste a una que te lo hizo desesperadamente? ¿No quieres más? ¡Te haré ver lo que es una mujer de verdad, mi amor! ¡Aquí está mi panocha caliente!

Las prostitutas se arremolinaban alrededor de aquel joven malogrado y confundido. Para ellas era carne fresca, una excelsa oportunidad entre aquel conjunto de viejos ponzoñosos, apestosos y sinvergüenzas que las visitaban y follaban día tras día, abriendo más y más su desgastada vagina.

–No quiero nada con ninguna de ustedes –sentenció Alister ya molesto por tanta vieja que le cerraba el paso–. Yo no vine aquí buscándolas, estoy en este sitio por otra razón.

Una razón que él no entendía, por supuesto, una que estaba más allá de su concepción. Y, entre aquel torvo espectáculo de cuerpos jadeando, de mujeres semidesnudas, de hombres malolientes pidiendo limosna, de perros orinando a algunos despistados dormidos en medio de la banqueta, de labiales, perfumes, esperma, enfermedades, sueños rotos, dinero, tristeza, resignación y demás, entre aquel inmenso castillo execrable, Alister sintió entonces que su falo comenzaba a izarse.

Y no era para menos. Constantemente miraba con repugnancia la masturbación, incluso cuando él mismo lo hacía, que era bastante común últimamente. Además, aquellas mujeres le habían atraído desde hace tiempo, pero había reprimido ese deseo por considerarlo inmoral. Una serie de preguntas surgían ahora: ¿qué había en esos cascarones sexuales que no podía atisbar en la sutil figura de Erendy? ¿Por qué esas pirujas le proporcionaban un goce mayor que el de una etérea presencia que lo cuidaba y prefería por encima de todo? ¿No sería jodidamente feliz si la misma excitación que le producían esas rameras la sintiera con Erendy? Y ¿qué había de Cecila y Vivianka?

–¡Vamos, no te resistas! ¡Yo sé que tú lo deseas! –manifestó una de esas pudientes maquilladas y perfumadas exquisitamente–. ¡Vamos, toca mis senos! ¡Son auténticos, nada artificial! O ¿es que acaso no te excitan?

Alister no podía ahora resistirse, incluso si su mente lo quisiese; su pene estaba a reventar. Decidió huir y corrió a toda prisa, tanto como pudo, hasta que, sin más remedio, se adentró en uno de aquellos bares, posiblemente elegido al azar.

–¿Qué se le ofrece, joven? Espero que no venga aquí sin dinero y tomado, porque así empiezan todos y luego para sacarlos es un martirio –declaró un viejo con bigote y un sombrero malgastado.

–No, desde luego que no. Yo solo pasaba por aquí porque esas mujeres querían…

–¿Ellas o usted? –formuló el anciano quitándose el sombrero–. Está bien, conozco a esas arpías. Que no se te ocurra hacerles el favor, o, sino, no vivirás más de unas cuantas semanas, ¡ja, ja!

–Le agradezco, esperaré aquí un poco y luego me iré. ¿Puedo?

–Sí, claro. Pero no te quedes ahí, pasa a conocer el lugar. Ya que estás aquí, aprovéchalo. La diversión está por allá atrás. De hecho, si te quedaste con las ganas, ahí hay mujeres también, pero menos cínicas que esas otras. Diviértete, total estás vivo y eso es todo lo que importa, estás experimentado esta etapa carnal y aprenderás de lo intrascendente mucho más de lo que quisieras.

El anciano chasqueó los dedos y las luces se apagaron de nuevo a sus espaldas. Alister se dirigió hacia allá y encontró que se trataba de un club sexual. Una singular y familiar sensación penetró cada recodo de su ser, traspasando fronteras no reconocidas cuando intentaba ser él. Quizá, se le ocurrió por un momento, ya había estado ahí antes en algún universo tangente. Al menos eso recordaba de las intrincadas teorías no demostradas que gustaba repasar cada noche en la desolación de sus pensamientos, apestando a semen y con el vano deseo de un despertar que nunca llegaba.

–¡Vamos, pasa! Aquí tenemos de todo, cualquier deseo se te cumplirá con tan solo anhelarlo –indicó un señor con sombrero elegante, ataviado de traje y con máscara; de hecho, todos los integrantes del club usaban una.

Y es que ahí se encontraban diversas perversiones que nunca se hubiesen imaginado. Había mujeres que se introducían la parte de una boa en sus respectivos rectos y luego se pegaban lo más posible. Había enanos que follaban inmensas cerdas y las despellejaban. Había un espectáculo que parecía ser de los más vistosos, se trataba de un grupo de señoras preñadas y maduras que practicaban zoofilia con unos burros, los cuales habían sido inyectados para eyacular aún más allá de su capacidad. Luego, estaban las jovencitas vírgenes que eran desvirgadas por perros, totalmente pegadas y ensangrentadas. También estaban las orgías, donde ya se atisbaba un charco de esperma y otros fluidos. A algunas otras mujeres les excitaba hasta la locura vomitar en el pene de sus parejas y ser penetradas de esta forma. Y otras cambiaban dicho vómito por excremento que ellas mismas hacían y pedían ser folladas con todo el cuerpo embadurnado de este. Había, además, otro espectáculo élite: las mujeres a las cuales se les introducían toda clase de cosas, desde arañas, alacranes, cobras, pájaros, ranas, chiles, ramas, yogur, sopa, guisados, mierda de animales, químicos, etc. A estas dementes se les brindaban pastillas con el fin de que pudieran expulsar dicha mezcla, la cual era recibida por otra mujer que esperaba con la boca abierta y se lo tragaba todo.

Había otras tantas hembras que participaban en orgías con todo tipo de animales, recibiendo al final el semen del anfitrión, un tal Mister Mimick, considerado una deidad.Llevaba una capa roja y vestía de negro, uno más oscuro que la misma oscuridad. Parecía escurrirle una especie de sustancia azul, casi negra, por cada orificio nasal. Sus manos eran pezuñas de cerdo, sus pies patas de caballo, tenía la cola de una rata, cuernos de toro y usaba siempre una máscara de una cara hermosa con signos milenarios y antiquísimos. Se decía que se había injertado el pene de una criatura desconocida hallada en las cavernas y que le medía lo suficiente para destrozarle los intestinos a cualquier especie. Por dicha razón, las mujeres lo idolatraban y solo recibían su esperma como una bendición, pues, de otro modo, morían tras haber sido penetradas por este extraño ser completamente envuelto en el misterio. Al menos su cara al recibir la muerte era placentera, se decía de esas desdichadas zorras como epitafio.

Alister recobró el conocimiento después de un largo rato desmayado. Se percató de que ahora alguien lo había llevado amablemente a una mesa, donde los invitados esperaban turno para entrar en acción, o simplemente eran espectadores de aquel sacrilegio. Una mujer se acercó a él, parecía igualmente solo observar.

–Hola, ¿cómo te va? ¿Qué tal la estás pasando? –expresó.

–Pues estoy aquí por accidente –respondió Alister.

–Nadie llega aquí por accidente, eso es seguro. Todos caemos en este sitio por nuestros pensamientos, por un libre albedrío imaginario, pero con una mayor carga de probabilidades que las del destino.

–¿Qué dices? –preguntó Alister sobresaltado, mientras levantaba la vista, aunque más fue su sobresalto cuando contempló a aquella mujerzuela.

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