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Encanto Suicida 34

¿De qué servía luchar por algo en esta vida mundana sabiendo de la inutilidad de cualquier intento por dilucidar la verdad? Lo mejor era permanecer el mayor tiempo posible bajo el influjo del delirio onírico y, cuando definitivamente llegara el día en que no se soportase más este castigo infame que era existir, recurrir al regalo divino solo obsequiado por el suicidio. ¿Qué otra perspectiva podría acercarnos lo más posible a la libertad en una realidad como esta abandonada por cualquier clase de Dios? ¿Dónde estaba el diablo, por cierto? Se le atribuían tantas fechorías y vilezas que el pobre debía estar exhausto de tanto mal… ¿No sería, más bien, que el ser humano era una criatura ruin, egoísta y horrible por naturaleza? Que en nuestra psique estaba enclaustrada cierta inclinación a la maldad y el sometimiento de los débiles, eso parecía casi un hecho. Resultaba innegable incluso que a lo largo de nuestra historia siempre el mono había buscado la manera de estar en constante conflicto y que para ello había siempre ideado la manera de armar guerras por una u otra razón. Cualquier concepto, por ridículo o estúpido que pareciera, resultaba adecuado para hacer correr la sangre y proferir así esa dosis tan menester para nuestros oscuros y sórdidos instintos asesinos.

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La existencia de este mundo ha estado condenada desde un principio, tan solo el tiempo nos ha concedido la mayor mentira en este sinsentido: creer que trascenderemos más allá de este plano nefando y, encima de eso, que la muerte nos tiene algo preparado. Y puede que quizá sí, pero eso no cambia, empero, nada de nuestra actual e imperante miseria. Al contrario, creo que la hace aún peor, pues sería una prueba algo contundente de que la vida solo puede resultar valiosa vista en retrospectiva y desde la óptica del observador. Uno mismo, mientras vive, nunca puede apreciar en plenitud los sucesos que fluyen en el tiempo y nos demuestran que nuestras mentes son en sí la ilusión. Muchas dudas pueden todavía agobiarnos, terminar de descuartizar nuestros nervios enfermos y de enloquecer nuestro espíritu atolondrado. Ni hablar de la muerte, aunque quizá tampoco algo así pueda ser entendido de modo humano. Simplemente nos vemos obligados a vivir y a morir, a experimentar esta entelequia funesta por un parpadeo; uno que, a veces, parece una eternidad en el averno de la más vomitiva devastación y de la más cruenta estupidez. ¡Qué grotescamente absurdo son este mundo y los monos que lo han infestado sin sentido alguno! Todo se va pudriendo lentamente y a veces esto nos reconforta, pues nos brinda una especie de extravagante esperanza en la cual refugiarnos temporalmente dentro de la tridimensionalidad de nuestros deseos homicidas.

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No creo que ese tal Dios de quien se dice diseñó todo cuanto observo sea tan divino ni sabio, pues considero que un error de tal magnitud como lo es la trágica existencia de este mundo y sus repugnantes habitantes solo podría ser obra de un loco o un tonto; o, ciertamente, ambos. ¿Qué clase de sublime y superior entidad se tomaría la molestia de crear algo tan sumamente defectuoso y anodino? Pareciera hasta irreal que esta sea su obra maestra, que nosotros seamos sus creaciones más elevadas; esto parece más bien una fábula ideada por unos cuantos petimetres que han querido apoderarse de las emociones y la esencia de las ovejas siempre dispuestas a adorar lo que no pueden ni quieren entender. Pero así es la humanidad en general: fácilmente corruptible, embriagada de los más irracionales autoengaños y deseosa hasta la insensatez de arrodillarse ante algún ídolo (verdadero o falso) que le haga el inmenso favor de despojarlo de su tan agobiante libertad. Porque, en efecto, nada puede atormentar más al mono que percatarse de su libertad, del infinito, de las probabilidades inauditas, de lo eterno… Y a esto le ha puesto el atributo de Dios, aunque sea solo para evitar hacerse él mismo cargo de asesinar al tiempo y tomar plena consciencia de cada uno de sus actos, pensamientos y, ¡por supuesto!, decisiones. Al ser esto le aterra, pues lo obliga a confrontarse con aquello que más teme, odia, evade y rechaza durante el transcurso de su insignificante y mundana existencia: con él mismo.

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Y es que, ¿quién cree aún en la humanidad y el mundo? Únicamente esos a quienes las mentiras han obnubilado la razón hasta el punto de hacerles sentirse felices y cómodos en esta inmunda y abundante miseria. Por suerte o por desgracia, la mayoría de los insectos que existen tan patéticamente jamás podrán llegar a razonar lo más mínimo ni a percibirse como la auténtica plaga del planeta. Pero esto es más que evidente para aquel cuya percepción está mínimamente más desarrollada; esto es, para esa minoría de poetas-filósofos del caos quienes han tenido el valor de hurgar más allá del velo nauseabundo de la pseudorealidad y arriesgar su cordura en un frenético intento por vislumbrar un ápice de verdad. Y es que, ciertamente, la verdad y la libertad pueden estar más entrelazadas de lo que se cree; ambas son preámbulos de la muerte y mensajeros del destino. Y quien no puede sentirlas en el centro de su alma, ahí en lo más profundo donde también se halla lo más sombrío, naturalmente tenderá a entregarse a ideologías impuestas por otros aún más engañados de ellos. Así se puede resumir el que, hasta ahora, los nefandos rebaños no hayan hecho otra cosa sino renunciar a su amor propio y arrojarse de cabeza y con siniestro gozo al abismo de la más quimérica y fatal irrelevancia.

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Si algo detesto de la existencia es el hecho de tener una, ya que hubiese preferido ser parte de la nada o lo más parecido a ello, pues, habiendo comprendido lo absurdo de mi condición humana, considero que la nada hubiese sido infinitamente más útil y reconfortante. ¿Por qué tuve yo que existir? ¿Por qué tuve que conocer este mundo, a mis ridículos semejantes, a mis nauseabundos familiares, a mis estúpidos amigos? Si acaso, solo habría cierto tipo de personas que podría rescatar de toda esta miseria sempiterna: las mujerzuelas. Sí, solo a ellas las salvaría; y lo haría porque, sin duda alguna, me parecen los seres más hermosos, puros y acendrados que puedan habitar este infierno carnal. Ni siquiera concibo cómo pueden sus etéreos y bellos pies rozar esta tierra maldita; no quiero ni dilucidar el atroz e infinito sufrimiento por el que deben pasar sus almas cada vez que algún cerdo infeliz tiene la osadía de penetrar en sus sacrosantos recintos a cambio de un fajo de vomitivos papeles que han causado únicamente la ruina de la civilización moderna. ¡Oh, no puede haber tragedia mayor que esto! Yo a ellas, a las mujerzuelas, las pongo por encima de cualquier sacerdote, político, gurú, santo, asceta, místico, científico, filósofo, poeta, artista, pensador, músico o lo que sea… Sí, para mí esas hermosas mujeres de tacones altos, perfumes exóticos, vestidos cortos y labios escarlatas valen mucho más que el resto de la humanidad entera.

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La humanidad era tan miserable, insignificante y absurda que nacer para formar parte de ella no era, desde ninguna perspectiva, ninguna bendición, sino todo lo contrario: debía ser una demoniaca maldición. ¡Cómo odiaba yo ser parte de ella! ¡Cómo me odiaba a mí mismo por ser todavía tan humano, por no estar ni siquiera cerca de volverme un superhombre! Yo a la humanidad quisiera exprimirla hasta haber vaciado la última gota de su sangre; quisiera crucificarla hasta que su repugnante esencia fuera purificada mediante la agonía más recalcitrante. ¡Que se pudran sus cuerpos por la eternidad! ¡Que sus mentes sean vapuleadas por la verdad hasta que mueran cada una de las falacias que los mantienen cuerdos! ¡Que sus espíritus sean conminados a la oscuridad infinita en la biblioteca del demonio sonriente donde solo el silencio habla sin parar! No hablo aquí de irrealidad, no recurro aquí a jinetes ni a langostas surgidas debajo de ningún agujero infernal. Hablo sencillamente de lo que veo, siento y pienso cada estúpido día que debo seguir existiendo: este mundo es espantosamente horrible y ominoso; es una caricatura pésimamente diseñada en la que, desde luego, se trata de hacer padecer a sus personajes (nosotros) los peores tormentos y sin propósito alguno. ¿Por qué no nos hemos matado todavía? Quizá solo esa sea la única pregunta que tengamos que responder en medio de la madrugada, cuando el insomnio se filtra por nuestros ojos y la muerte parece hallarse más que dispuesta a abrazarnos.

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Encanto Suicida


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