A veces pasa que, estando en un estado normal (no bien, solo normal), de pronto llega a nosotros una intensa descarga de depresión y hartazgo que nos sumergen en un colapso mental difícil de explicar y que nos sugieren, como susurros de ángeles al oído, abandonar esta impía realidad y este lamentable cuerpo tan pronto como sea posible. Por desgracia, tendemos a hacer caso omiso de esto y proseguir con nuestros ridículos actos en este absurdo e infame teatro.
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El ser es demasiado necio e, incluso si se le demostrara contundentemente que no vale la pena vivir y que sufrirá, aun así, elegiría vivir. ¿Cómo explicar tan ridículo comportamiento si no es con la más sórdida y aberrante estupidez? ¿De qué otra manera podríamos definir a la bestial naturaleza humana sino como el más recalcitrante despliegue de caos, miseria y ruindad?
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Pobres humanos, tal vez ni siquiera ellos mismos puedan darse cuenta de su miseria ni de cómo son usados para alimentar la pseudorealidad. ¿Qué se le va a hacer? Al final, todas las vidas son solo un infame desperdicio, un gasto innecesario de energía y materia, una absoluta blasfemia.
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El ser es el esclavo perfecto, pues jamás se podrá percatar de que ha nacido y morirá en una prisión existencial que su nimio intelecto no le permitirá nunca atisbar. Encima, considera a la muerte como su enemigo; cuando es más que nada la vida quien no deja de ultrajarlo una y otra vez hasta el cansancio.
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Tal vez la dominante sensación de vacío que experimentamos diariamente en esta estúpida realidad sea solo nuestra alma o espíritu intentando ser libre y sugiriéndonos el suicidio como la única manera de poner fin a esta vida de ignominia absoluta.
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Sin duda alguna, la mejor manera de intentar no ser tan humano es alejarse de esta especie lo más lejos posible y buscar consuelo en la sibilina esencia de la soledad para luego entregarnos sin más dilación a nuestro ineludible destino: la muerte.
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La Agonía de Ser