¿De qué servía luchar por algo en esta vida mundana sabiendo de la inutilidad de cualquier intento por dilucidar la verdad? Lo mejor era permanecer el mayor tiempo posible bajo el influjo del sueño y, cuando definitivamente llegara el día en que no se soportase más este castigo infame que era existir, recurrir al regalo divino solo obsequiado por el suicidio.
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La existencia de este mundo ha estado condenada desde un principio, tan solo el tiempo nos ha concedido la mayor mentira en este sinsentido: creer que trascenderemos más allá de este plano nefando y, encima de eso, que la muerte nos tiene algo preparado.
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No creo que ese tal dios de quien se dice diseñó todo cuanto observo sea tan divino ni sabio, pues considero que un error de tal magnitud como lo es la existencia de este mundo y sus repugnantes habitantes solo podría ser obra de un loco o de un tonto, o ambos.
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Y es que, ¿quién cree aún en la humanidad y el mundo? Únicamente esos a quienes las mentiras han obnubilado la razón hasta el punto de hacerles sentirse felices y cómodos en esta inmunda y abundante miseria.
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Si algo detesto de la existencia es el hecho de tener una, ya que hubiese preferido ser parte de la nada o lo más parecido a ello, pues, habiendo comprendido lo absurdo de mi condición humana, considero que la nada hubiese sido infinitamente más útil y reconfortante.
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La humanidad era tan miserable, insignificante y absurda que nacer para formar parte de ella no era, desde ninguna perspectiva, ninguna bendición, sino todo lo contrario: debía ser una demoniaca maldición.
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Encanto Suicida