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Sempiterna Desilusión 03

En toda mi vida, me pareció tan curioso que nunca conocí a alguien como yo. Pero ¿cómo iba a hacerlo si ni siquiera me conocí a mí mismo? Ahora, mientras medito amargamente en el manicomio, tengo la firme convicción de no ser más que mi propia alucinación. Pues ¿qué pruebas tengo de existir realmente? ¿Cómo hacer a un lado la fabulosa idea de que no soy más que un fantasma errante cuyos días están condenados a la locura y cuyo único crimen fue haber asesinado a su propia sombra? Dicen que hablo en monólogos incomprensibles y que mis sentidos están atrofiados por la esquizofrenia que suponen tengo. ¡Ilusos, si tan solo pudieran ver y escuchar lo que yo! Indudablemente, de hacerlo, sus patéticas mentes colapsarían en un santiamén y sus putrefactas almas se suicidarían al verse tan iluminadas, acaso por vez primera, por la fábula de la realidad inmaterial. 

Pasa la mayoría de las veces que, entre más nos fascina el mundo de la verdadera literatura, más nos asquea el mundo real. Las personas y sus charlas mundanas no pueden sino hacernos sangrar los oídos y quisiéramos en verdad tener un hacha a nuestra disposición para desmembrar sus cerebros; aunque acaso no habría nada que desmembrar y el hacha estaría mejor en nuestra propia cabeza. 

Es natural y hasta indispensable para todo espíritu sublime alejarse cuanto le sea posible de sus ominosos semejantes. No solo porque no tienen nada que aportarle más allá de problemas y chismes, sino porque su inferioridad se volverá un lastre. Es mejor dejar a estos ignorantes en su mundo y envileciéndose con sus miserias. Nuestro trabajo, por otro lado, consistirá en disolver todo aquello que nos ate a lo que tanto repugnamos y abrazar, casi como se abraza a la más hermosa de todas las tragedias, la exquisita tragedia del suicidio. 

Nunca tendré suficientes palabras para expresar mi desprecio hacia todo lo humano. Ni yo mismo sé por qué es así, pero me parece que acaso mi mente debía haber sido depositada en un ser de otra galaxia o en una piedra. El caso es que me cuesta ya demasiado abandonar mi soledad, especialmente cuando está implicado en ello el funesto hecho de volver a habitar mi propio cuerpo. Preferiría que se pudriera al igual que las mentes y las almas de todos a mi alrededor y que los gusanos se regocijaran con un manjar de contradicciones para luego vomitar todas mis penas. Pero, en fin, lo único bueno es que dentro de poco dejaré al fin de soñar y entonces tal vez pueda descubrir una fractura en el reino de las pesadillas vivientes. 

Basta de muy poco tiempo, acaso minutos y a veces hasta segundos, para saber que no queremos volver a interactuar con una persona jamás. A mí, por ejemplo, esto me pasa muy seguido cuando hablo con los otros. Cuando hablo conmigo, me parece que el tiempo me juega una broma pesada y que el maestro de la ironía ríe sinceramente. 

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Sempiterna Desilusión


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