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Lamentos de Amargura 13

Si siempre me guiara por completo por la razón, muy probablemente nunca habría escrito ni una sola palabra. Y es que yo no proclamo, a diferencia de tantos otros ingenuos, tener la verdad. Todo lo que yo comparto es sencillamente mi opinión, tan válida como la de cualquier otro. Si a alguien le gusta lo que escribo, ¡qué bueno! Y, si no, ¡qué bueno también! Últimamente ya solo escribo con el corazón, porque creo con toda honestidad que así es como han escrito desde siempre los verdaderos filósofos, los poetas sublimes y los pensadores más profundos. La razón ayuda, claro que sí; pero los sentimientos son siempre lo más importante cuando se intenta plasmar un fragmento de la existencia mortal en un verso inmortal. ¡Qué horrible es la vida! Y ¿cuánto no he pospuesto ya mi sublime suicidio? De hecho, yo ya debería estar muerto; no sé cómo es que he llegado tan lejos siempre estando deprimido y desolado en el interior. La desesperanza ha sido mi símbolo hasta ahora, ¿por qué? ¿Cómo puedo estar tan seguro de que nada de esto tiene sentido alguno y de que la muerte siempre será lo mejor? No puedo ver sino con ojos humanos, percibiendo a las criaturas sórdidas que, a veces, atormentan a los mortales en el calvario sempiterno. El creador acaso no se encuentra más aquí, acaso él también decidió pegarse un tiro antes de que fuese demasiado tarde… ¡Qué complicado es tener la voluntad, sin embargo, de hacer algo por un largo periodo! Por ejemplo, la voluntad de amar o de odiar. Lo que creemos son conceptos opuestos no son sino quizá divagaciones de nuestro etéreo recuerdo en un desconocido antes de.

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Tal vez lo nuestro nunca tuvo un futuro, pero ahora tiene un pasado… Y eso, amor mío, ¿cómo se puede olvidar, omitir o eliminar de nuestras atormentadas mentes? ¿Cómo puedo no deprimirme un lluvioso domingo por la tarde-noche al recordar, con una nostalgia que masacra mi corazón, que hace unos cuantos meses alucinábamos al besarnos, desnudarnos y embriagarnos juntos mientras nuestras almas palpitaban incesantemente y nuestros cuerpos se entrelazaban inexplicablemente? Quizá esa sea la verdadera tragedia: habernos amado con tanta intensidad alguna vez para ahora simplemente tratar, por el resto de nuestras vidas, de olvidar todo lo que alguna vez compartimos, prometimos e hicimos. Mi eterno e imposible amor, ¿acaso podrás olvidarme algún día? ¿Acaso no asistirás este próximo domingo a mi hermoso funeral? Me embriagaría contemplarte ahí desde el otro lado: con tu hermoso rostro encarnando el de un ángel y con tu eviterna melancolía desgarrando los cielos oscuros.

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¡Qué lástima siento por aquellos pobres infelices que jamás han dudado de sus creencias! ¡Por todos esos que jamás han cuestionado sinceramente todo lo que son y lo que los rodea! Estos patéticos seres no solo aman las mentiras, sino que, si fuera posible y aunque les azotaran la verdad en la cara, continuarían abrazando sus autoengaños e ilusiones en un desesperado intento por proteger aquello que la todopoderosa pseudorealidad tan majestuosamente ha incrustado en sus débiles mentes y que han creído del modo más ridículo y abyecto. La humanidad, en su gran mayoría, es una raza hecha para ser dominada y no para dominar. El remedio a todo este galimatías no podría ser otro sino el exterminio, la purificación espiritual de la que surgirán chispas de luz eterna. Eso es lo que me indican aquellas voces, ¿debería hacerles caso? O ¿debería intentar endulzarme el alma con sermones imposibles de concebir en la modernidad? ¿Por qué todo debe ser tan complicado? Pareciera que nos balanceamos sin cesar en un carrusel de infames contradicciones del que no podemos escapar por completo sin importar lo que hagamos, sin importar cuánto sufrimiento se impregne atrozmente en nuestros ecos inmanentes. El romance con lo invisible, la paradoja sangrienta es lo que nos mantiene a la expectativa; ¿de qué otra manera podríamos soportarnos si no es mediante la ausencia de verdad? En este infernal pantano de miseria inaudita es donde he sido conminado a divagar tristemente, al menos hasta que pueda volver a contemplar las alas centelleantes e inmensas de aquella entidad ante cuyo fulgor no soy sino sombría estupidez.

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No estoy para nada interesado en relacionarme con gente de inclinaciones religiosas, políticas o deportivas; de hecho, no estoy interesado en relacionarme con gente de ningún tipo. Haré una excepción con los filósofos de la libertad y los poetas sublimes, pero no más. Después de todo, ¿acaso necesito relacionarme con alguien más que no sea yo mismo? ¿Por qué lo haría? ¿Para qué? Simplemente, no me interesa ya la humanidad. Ni siquiera sé si todavía me interesa amarme por encima de todo. ¿Qué se supone que debería hacer alguien para quien la existencia se ha tornado en un tormento inexorable? Tal vez he asesinado en mí el equilibrio entre el bien y el mal, la extraña catarsis que aún me confería un ápice de benevolencia ante los astros confusos. ¡Todos hemos nacido absurdamente y moriremos en el más sórdido vacío! Algo me lo dice, me lo susurra desde los rincones más oscuros de la horrible y absurda realidad. No importa cuántos dioses nos inventemos, cuántas doctrinas usemos para autoengañarnos ni cuántas ideologías adoptemos para evadir el mañana… Al final, sucumbiremos como todos los que lo han hecho antes. El destino no se fuerza, simplemente se acepta; al menos es algo en lo que puedo encontrar con qué entretenerme mientras el insomnio devora inexplicablemente mi espíritu roto y abatido. La desesperación de existir es únicamente el preámbulo del auténtico despertar, acaso tan solo la execrable bienvenida a esa especie de locura que tanto sabe a muerte y a verdad.

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Después de todo, quizá yo mismo me he mentido mucho también en estos tiempos y desde siempre. Sí, quizá me he mentido más de lo que cualquier otro idiota se ha mentido a sí mismo y he añorado las caricias de una hermosa mujerzuela cuando la soledad menos soportable me apabulla hasta el trágico amanecer… Digo que quiero morir y sigo con vida; digo que odio todo y a todos, pero aún creo en el amor. Digo que soy pesimista, pero aún creo que algún día la humanidad se atreverá a ser libre de todas las cadenas físicas, mentales y espirituales que la mantienen adormecida y prisionera en esta cárcel invisible llamada existencia. Tristemente, cada vez esta posibilidad me parece más distante y brumosa. Parece que nos vamos hundiendo placenteramente en nuestro sacrílego abismo de depresión y amargura, y sin que nada ni nadie pueda salvarnos. No hemos tenido la fuerza para salvarnos a nosotros mismos, ¿por qué? Y quizá por eso tantos han buscado en doctrinas irrelevantes o ideologías anodinas aquello que pueda mitigar efímeramente su inmanente calvario. Mas tal vez la vida misma siempre estará impregnada de este sufrimiento en todas sus facetas, mismas que nos vemos obligados a experimentar entre más conscientes nos volvemos de nuestro aciago entorno y sus múltiples paradojas. No creemos ya en nosotros mismos, ¿en qué creeremos entonces? Es que la fe hasta ahora ha servido de muy poco, acaso de nada… El mono parlante continúa hundiéndose y pudriendo su ecosistema, pero al parecer ya nos hemos acostumbrado a nuestra penumbra donde ningún rayo de sol podría volver a alcanzarnos. De mi parte, no entiendo cómo es que todavía me hallo atrapado en esta ominosa dimensión; dado que, desde hace mucho, no he añorado otra cosa que no sea mi inmarcesible réquiem de muerte. El vacío en mí jamás ha cesado de incrementarse, sino que me devora silenciosamente y me hace sentir una angustia solo equiparable a la de un mártir maldito. ¡Oh! A él también lo aniquilamos, él también conoció el dolor en su más pura esencia… ¿Quién soy yo en realidad para confesar tales pensamientos? En especial, mientras otro fatal anochecer se asoma por mi ventana ensangrentada y la terrible sensación de un nuevo día comienza ya a perturbarme… ¡Qué asqueado estoy de todos los placeres, de los vicios y de las mujeres bonitas! Sobre todo, quisiera vomitar cuanto he experimentado y separarme de este putrefacto cascarón con la irrisoria esperanza de, ahora sí, conocer un poco de eso que supuestamente es la libertad. Más mentiras pintorescas y menos deseos de habitar este cuerpo son lo que obtengo, pero es ya inminente reconocer que me he perdido a mí mismo y que todo lo que hago es posponer mi irrefrenable y oscuro peregrinaje hacia la horca. El inefable grito del suicidio no puede esperar más, sino que azota mis pulmones y desgarra mi garganta; la oscuridad vuelve con más fuerza que nunca y me atrapa con sus garras de eterna nostalgia.

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En el momento en que nos cerramos a una perspectiva de la realidad y depositamos todas nuestras fuerzas en ello, en ese momento la pseudorealidad ha ganado. Precisamente es lo que ella busca a toda costa: convencernos de que nuestra creencia, cualquiera que sea, es la única verdad. Nos hace pensar que nuestra ideología es superior, que no podría ser parte del sistema. Y, cuando esto pasa, naturalmente la gran mayoría dejará de cuestionarse y se enfrascará en aquello que cree como la verdad. No importa si se trata de religión, política, ciencia, literatura, filosofía o cualquier otra cosa; la pseudorealidad es demasiado poderosa y siempre sabe cómo atraparnos. Este es el método perfecto para encarcelar la mente de los rebaños y que se puede resumir en la siguiente frase: quien ya no duda, ya está acabado. Y, quien ya está acabado, jamás volverá a perseguir la libertad. Creo que ya todo está perdido, pero por alguna razón este mundo prosigue. Como dije antes, esto también es parte de una especulación sombría. Pero ¿qué más puedo pensar? Necesito analizar todo lo que es, lo que no es, lo que podría ser y lo que no. Únicamente tras haber analizado todas las perspectivas posibles es que podría atreverme a imaginar algo mínimamente parecido a una verdad universal. Claro que mi humanidad me ha limitado de antemano y me ha hecho prisionero de un cúmulo finito de ideas y contradicciones mediante las cuáles creo existir en esta pesadilla atroz. Después de todo, me hace falta demasiado amor; como a casi todos, como al mundo entero. El amor puede ser la respuesta para todo, principalmente para el caos existencial que tanto abruma el alma. ¿Queremos amar o ser amados? ¿Es posible conseguir un equilibrio en este sistema de destrucción perfectamente confeccionado para trastornarnos? Quizá mi problema realmente es que estoy enfermo del alma, que mi espíritu no puede ni quiere soportar un minuto más atrapado en esta triste ilusión tridimensional. Las palabras ya no son suficientes para expresar todo lo que siento, para ilustrar el inenarrable tormento que nace y muere cada día en mi halo acorralado por la más sacrílega desesperación. ¿Es posible que ese y no otro sea el camino hacia la iluminación? ¿No estamos en el infierno y buscamos escapar a toda costa sin importar si no volvemos a sentir nada jamás? El ciclo de miseria se repite, aunque creo que esta vez no tendré el valor para mirarlo a la cara y ponerme una nueva máscara que sirva de consuelo. Las sombras y la luz se pueden fundir en un suspiro de melancólico sufrimiento, uno que me recuerde lo irreal que ha sido la pantomima de mi destino carcomido… Siempre más límites, más horas malgastadas en actividades absurdas. El reloj que no se detiene y la muerte que ya viene; que me susurra sentencias más que incomprensibles para mi alma devastada en mi inmortal aburrimiento. No tengo esperanza alguna y no la necesito, ¿para qué? Ahora ya solo siento que desfallezco cuando pienso que mañana todo será igual o peor, cuando imagino que mi sangre no se derramará pronto en el capricho cósmico de aquello que inunda el cielo multicolor.

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Lamentos de Amargura


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