Una entidad hermafrodita, que ni siquiera podría ser denominada así por una raza tan terrenal y mísera como la humana, se gestaba en un universo sumamente inquietante y excéntrico, tan oscuro y nauseabundo como ningún otro. Era una divinidad demoniaca que, sin duda, estaba más allá de la vulgar concepción humana del tiempo y el espacio. Entre los rutilantes y ostentosos, dorados y cegadores bosques del bardo, aquel ser se elevaba rebosante y opacaba cualquier halo de luz y esplendor en las dimensiones inferiores donde los seres blasfemos experimentan la razón existencial de tan mundana carga física. Atravesando las dimensiones superiores y recorriendo incalculables eones en el pseudotiempo se encuentra aquella sublime esencia que es negada por los mismos dioses del Hipermedik. Dicha entidad, según se dice, carece de forma física reconocible en los planos del multiverso. Se desternilla y se regocija con los giros dimensionales que da el destino en las existencias humanas. Se alimenta del alma y extiende todo su gashi por el plano dorado, a un costado del lugar en donde se purifican las almas. Además, brama ansiosamente por recuperar su infinito poder. Sin embargo, solo la tristeza, la soledad, la melancolía, el rencor, el odio, la frustración y cualquier otro término sentimiento con gran carga de energía negativa atraen los tentáculos de los destinos tergiversados.
Esta entidad tan misteriosa se solaza con las encarnaciones sucesivas de la superalma, porque habita en el plano más inaccesible del TODO, ese que muchos se complacen en llamar Mempherato.Ahí es donde ruge impasible aquella monstruosidad que en sí misma encierra el halo de la creación: Silliphiaal. Nadie sabe cuándo llegó, si es que llegó, ni tampoco cuando se irá, si es que se irá alguna vez. Existe incluso por encima de la existencia misma, por designio absoluto. Se simboliza como el suceso ante en cual todo espíritu se doblega, el ápice de la incertidumbre que corroe y arroja a la demencia. Enfrentarse a ella requeriría una cantidad de energía desconocida hasta ahora, pues su vibración insana supera por mucho la comprensión misma de la última evolución espiritual. La entidad divino-demoniaca y hermafrodita es el punto de convergencia, el signo de la retribución cósmica, aquello que impide que las almas envenenadas se purifiquen en sucesivas reencarnaciones. La humanidad, obviamente, desconoce su inefable existencia y, sin embargo, ha impregnado de razón los equívocos senderos de la anomalía conocida por los seres inferiores como vida.
…
En la vida de un joven que detestaba su miserable existencia por el hecho de saber lo absurdo e injusto que todo era, no había realmente nada interesante. Tal vez por eso últimamente le costaba tanto levantarse por las mañanas, pues sabía lo aburrido que era el mundo humano. Cada día era más difícil de soportar que el anterior, siempre lidiando con la estupidez de las personas que lo rodeaban y a quienes deseaba aniquilar a como diera lugar.
–La alarma sonó hace 20 minutos, Mertin. Es la tercera vez en la semana que llegarás tarde a clase –dijo una señora con voz apresurada y enfermiza–. Además, tendrás que explicarme qué pasó con los crucifijos que compré la semana pasada, no los encuentro por ninguna parte. Y no olvides ponerte tu reloj, lo compré especialmente para ti. Sé que no es el que querías, pero para ese me alcanzó.
–¡Ya voy, mamá! ¡Con un demonio! Siempre es la misma joda, levantarse tan temprano para ir a un lugar a que te laven el cerebro –farfulló Mertin con disgusto, pues cada vez odiaba más existir y se sentía más aburrido de la vida y de las personas.
–Nos vemos en la noche, mi cielo. Recuerda pasar a recoger tus trajes a la tintorería. ¡Ah, cierto! ¡No olvides llegar temprano para el cumpleaños de Yatzi!
–No, no lo olvidaré, lo prometo. De hecho, pienso abandonar esa estúpida reunión con el subdirector de compuestos químicos –aseveró el señor Laguerre, al tiempo que vaciaba la sexta cucharada de azúcar al café.
Molesto y sin grandes deseos de contentarse con el mundo, Mertin hizo un esfuerzo mayor que el que hacía cuando levanta las pesas en el gimnasio de la escuela, pero finalmente se levantó y fue a darse una ablución. Unos instantes más tarde, se encontraba comiendo hot-cakes y bebiendo un ingente vaso de licuado, mientras pensaba en aquello que siempre lo atormentaba.
–¿Qué te ocurre Mertin? –inquirió Yatzi, su hermana.
–Nada que te importe. ¿Por qué no me dejas en paz? ¿Es que acaso no tienes que llegar temprano a la ceremonia, niña metiche?
Su hermana lo miró unos instantes y, sin esperarlo, le jaló los cabellos recién peinados, al tiempo que corría lo más rápido que podía al automóvil, donde su madre la esperaba.
–Lo bueno que no me gustaba ese peinado –pensaba Mertin–, mientras miraba fijamente a una mosca que pasaba frente a sus ojos y se cuestionaba si la vida humana realmente vale más que la de la mosca. A final de cuentas, la concepción del tiempo variaba para cada ser viviente, cada quién vivía en su cápsula temporal, hasta una mosca se ajustaba a ello. Sin embargo, en vez de seguir cavilando perogrulladas, tomó su mochila y salió, seguido de esto subió al autobús y se preparó para otro banal día escolar.
Risas y charlas vulgares impregnan la atmósfera escolar. Nuevamente, el profesor de física había faltado y ahora solo quedaba esperar para la última clase. ¡Qué absurdamente ridículo era todo! Además, ni hablar del calor insoportable.
–¿Por qué el mundo es así? ¿Qué sentido tiene vivir en un mundo que detestas con todo tu ser? –meditaba Mertin–. No tiene sentido alguno, eso es. ¿Qué propósito tiene vivir una vida que ni siquiera se sabe hacia dónde converge, soportando la imbecilidad de la gente, sus actos, sus pláticas, sus risas? Indudablemente, todo es tan estúpido. Supongo que, si fingiera ser feliz como toda esa caterva de gente acondicionada, al menos tendría atisbos de una errónea felicidad, es solo que ni eso bastaría ya para dispensar todos los juicios en contra de la estulta forma de vida humana.
Por este cauce iban los razonamientos de Mertin cuando un golpe lo sacó de su misántropa concentración.
–Mertin, te estoy hablando desde hace un par de minutos y solo puedo imaginarme la clase de cosas que estás cavilando. ¿Aún tienes ganas de acabar con la humanidad? O ¿ya se te pasó esa idea? –inquirió Koko.
–Vamos Mertin, no deberías de sentirte así por el mundo. Dime, ¿qué obtienes pensando que el mundo es una porquería? Aun si así lo fuera, ¿qué podríamos hacer nosotros para cambiarlo? Incluso si fuésemos las mejores personas en el mundo, todo seguiría pudriéndose –afirmó con simpatía Patty.
–No digas eso Patty –interrumpió Koko–. De por sí Mertin ya ha perdido la fe en este mundo y tú te pones a alimentar su imperante misantropía.
Patty y Koko eran los únicos amigos de Mertin y los 3 se conocían desde que iban a la secundaria. Sin embargo, eran muy distintos entre sí. Patty era enjuta, de pelo chino y color castaño, ojos negros y solía dejarse influenciar por todo aquello que le parecía interesante, ¡vaya que era idiota! Por otra parte, Koko tenía un carácter amable y sentía un gran amor por Jesucristo, pensaba que la biblia era lo más sagrado del mundo y siempre trataba de convencer a Mertin de que el mundo algún día cambiaría; físicamente, era un chico promedio.
–Bueno, eso no importa –respondió Patty–. Últimamente Mertin ha estado muy extraño, ¿no crees, Koko?
–No exageres, Mertin siempre ha sido raro. Es algo natural en él.
–Pero así te queremos Mertin, no es para que nos mires de esa forma.
Mertin observaba a los que un día llamó amigos y a veces lo hacía. Eso era algo de lo más inusual. En ocasiones, pensaba que sus amigos deberían de ser tragados por los leones; en otras tantas, se divertía con ellos. Ese tipo de superchería caracterizaba a aquel chico de estatura mediana, tez blanca, cabello despeinado e ingentes ojeras.
–No importa. De todos modos, no asistiré a la fiesta de Halloween del viernes –dijo Mertin.
–Pero ¿por qué no? –replicó Patty, en un tono de rara angustia.
–No estoy interesado en cuestiones tan pueriles, tal vez mi anterior yo lo habría hecho, pero el nuevo yo no puede hacerlo. Y, la verdad, ya no me importa si Lola va o no, ¡que se la lleve el diablo! –asintió Mertin con malicia.
Tanto Koko como Patty sabían que Lola le gustaba a Mertin y que este siempre había querido una oportunidad para conocerla mejor. La niña genio del salón, así es como se le conocía a Lola. Pero ahora Mertin estaba preocupado por cuestiones existenciales muy profundas y evidentemente que el amor estaba descartado.
–Como gustes, tonto. De todos modos, te guardaremos todos los dulces que juntemos durante la fiesta –concluyó Patty.
Luego de tan vulgar charla, los amigos de Mertin lo dejaron en paz y se fueron a jugar baloncesto. Mertin, por su parte, se quedó un rato tirado afuera del salón, en unas banquitas donde algunas chicas contaban chismes. Realmente no quería seguir existiendo, ese era su problema, que ya estaba harto de todo y de todos, especialmente de él mismo.
…
–¡Ya llegué! –gritó Mertin.
Otra vez sin respuesta y ya era el tercer grito. Pero no le extrañaba, pues nunca había nadie en la casa para recibirlo.
–Seguramente mamá y Yatzi se fueron de compras otra vez –pensó con desinterés.
Subió a su cuarto, se quitó los zapatos y, acto seguido, comenzó a pensar qué había ocasionado el repentino cambio que había sufrido en los últimos meses. Quizá la desaparición de su padre en circunstancias sospechosas, tal vez su creciente y extrema misantropía. Sin saberlo, Mertin había estado cosechando en su corazón un ángel oscuro, una semilla que germinaba lentamente. Sentía tanta repugnancia hacia las personas y la vida en general, hacia el dios en que sus padres le habían enseñado a creer, hacia las diversiones, hacia el sufrimiento, hacia la existencia misma. Estaba inmerso en un hondo mar de dudas acerca de la conciencia, el libre albedrío, la vida, la muerte y todo aquello que está oculto a los ojos de los profanos y aun de los más avezados. Pero, tal como es descrito, el pensamiento es el instrumento más poderoso de destrucción que posee el ser humano, y, desde aquél fatídico día, la oscuridad de su corazón había superado los límites. Se odiaba a sí mismo con todo su ser y no había nada que pudiera disuadir tal sensación.
Era aproximadamente la 1 pm, su padrastro estaba a unas cuantas horas de llegar a casa. Finalmente, después de haber pasado 5 años en el Hospital de Jejiski, su padre era dado de alta y considerado para vivir una vida normal. Y luego ¿qué pasó? ¿Qué clase de vicisitud endiablada y execrable evitó que su padre no volviera a casa? ¿Acaso prefirió comenzar una nueva vida? Muchas incógnitas rodeaban a Mertin desde aquel día. Primero su abuelo y luego su padre, ¿qué sería de él entonces? ¿Es que también desaparecería sin dejar rastro? Recordar aquella última vez que vio a su padre no le traía sino más dolor y deseos suicidas.
Sin duda alguna, su padrastro Laguerre era un buen tipo, le había dado todo lo que Mertin requería desde pequeño y su relación era modesta. En realidad, se limitaban a saludarse e intercambiar unas cuantas palabras los fines de semana. Su madre lo conoció 5 años después de la desaparición de su padre y le pareció un buen hombre; aún le parecía, de hecho. Esta vez el corazón de Mertin palpitaba fuertemente, sabía que estos días eran de gran carga espiritual y, de alguna forma, podía sentir algo acercándose, algo que lo acechaba desde el fondo de su alma. Muy lejanamente, sentía el llamado de algo desconocido y vetusto. Al fin su madre apareció, comieron con su padrastro y el día transcurrió normalmente. Sin embargo, en algún otro lugar de las dimensiones, comenzaban a moverse decolorados y largos tentáculos, y el Ojo de Manthys, junto con la Balanza de Ramile que Silliphiaal sostenía, comenzaban a despertar entre el gashi adormecedor que inundaba las orillas del bardo.
…
–El viejo… Habla con el viejo… Número 266, puerta azul…
Mertin despertó sobresaltado y sudoroso. Sin duda, había escuchado voces en sus sueños, pero no voces normales. De hecho, ni siquiera estaba seguro de si eran voces humanas. Además, un raro hedor impregnaba su habitación. ¿Qué demonios significaba todo aquello y por qué ahora? Sin ganas de pensar de más, Mertin retomó su sueño y lo atribuyó todo a alguna especie de alucinación.
–Ya me voy a la jodida escuela –dijo Mertin por la mañana.
–Ten un buen día, hijo. ¡Por favor, no olvides las medicinas que te encargué! O si no… –respondió su madre en tono irónico.
–No, para nada. Pasaré por ellas saliendo de clase, madre.
Durante las horas escolares, Mertin pensaba en aquellas extrañas y penetrantes voces que le llenaron la cabeza de ideas en la noche. Solo recordaba lo de la puerta azul, pero estaba seguro de que esas extrañas voces le habían dicho más cosas.
–Mertin, ¿estás ahí? Dime, ¿cuál es el resultado del cálculo que se quedó de tarea? ¿Hola? –inquirió la profesora con anómala insistencia.
–No sé. Digo…, 266 o eso creo…
–¿Cómo que eso crees? Bueno, pues es correcto. Esa es la respuesta, me extraña que nadie más pudiera encontrarla.
En ese momento, sonó la campana y las clases se terminaban en el Colegio Tristanmann. Todos los chicos salían rebosantes de energía y con ahínco de ir a jugar y embriagarse como cerdos en alguna de las cantidad aledañas al colegio. Casi todos lo hacían excepto Mertin.
–¿Cómo supiste la respuesta si tú me dijiste que no te había salido la tarea –preguntó Patty camino a casa.
–Simple intuición o sentido común, diría yo –replicó con desinterés Mertin.
Sin embargo, el chico en el fondo sabía que se trataba de algo más, solo que no recordaba qué. En ese instante, recordó las medicinas de su madre. Muy sorprendido, vio que la puerta adjunta a la farmacia era de color azul y tenía sobre ella el número 266. ¡Qué coincidencia tan bestial! O ¿se trataba acaso del destino? Por su parte, Patty se mantenía solazada viendo los doramas que vendían en el puesto contiguo. Lo único que quería era pasar tiempo con Mertin, pues no había algo que adorara más en el mundo que su compañía.
–¡Oye, Patty! ¡Ven pronto! ¡Tienes que ver esto!
–¿Qué ocurre ahora? ¿Otra vez estás matando abejas gigantes e invisibles como siempre?
–No, no es eso. Es que soñé con esta puerta y este número también. De algún modo, sé que hay algo aquí que debo dilucidar.
–Muy bien, solo te pido que no termines como la última vez.
–Descuida, ya sé cómo tratar con este tipo de corazonadas.
–Por tu bien, espero que así sea. No pienso volver a bajarte de un cable de diez metros, y menos pedirle a la hermana de Koko que te preste su plancha para el cabello.
Mientras tanto, unas sombras amorfas y turbulentas revoloteaban y rebullían en la oscuridad misma, aquella que solo el corazón de un ser lo suficientemente perturbado puede provocar. Pero esto acontecía en una dimensión muy lejana a la humana, casi imperceptible desde las perspectivas inferiores.
–¡Mertin, basta! ¡Por el amor de dios! Ya has llamado 3 veces y nadie sale a abrir. Jamás he visto que alguien salga de aquí, mejor ya vámonos y compremos un boleto para el cine del próximo viernes.
–Espera un poco, tal vez viva aquí un anciano o algo por el estilo. ¿Dije acaso un anciano? ¿Cómo puedo suponer eso? Creo que me estoy volviendo loco. Bueno, no importa, supongo que es algo fácil de intuir.
Justo cuando estaban a punto de retirarse, la puerta crujió y, a través de ella, se pudo ver el reflejo de un viejo andrajoso, sin calzado, con un sombrero de paja y una camisa roja de 7 botones, uno por cada color del arcoíris.
–Disculpe usted, no era nuestra intención molestarlo. En realidad, nos equivocamos de puerta y ya nos vamos… –exclamó con vergüenza Patty.
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Libro: Los Vínculos del Alma