Capítulo XXXIX (EEM)

Creo que, por vez primera, sentí compasión por esa mujer. Si se le miraba de un modo especial, no parecía tan fea, tenía cierto encanto. Pero había que mirársele desde un ángulo muy específico para poder atisbar esa belleza, pues no era muy fácil de percibir que digamos. Como sea, pensé que ya había tenido suficiente de tonterías y acepté su propuesta. Si se quitaba la vida, ¿qué más me daba? ¡Que se fuera al diablo! ¡A mí no me interesaba en lo más mínimo! Además, yo también me mataría pronto, entonces realmente carecía de sentido todo lo que pasara en mi patética existencia. Si Virgil se quería suicidar, pues qué bueno, ¿para qué impedírselo? No, lo mejor era dejar que cumpliera su voluntad.

–Adiós, cuídate mucho. Tal vez nos volvamos a ver…

–No lo creo, pero quizás… Hasta pronto.

Y me retiré paulatinamente, pero no por completo. Cuando estaba a punto de abrir la puerta de mi departamento, Virgil comenzó a gritar como una loca.

–¡Monstruo! ¿Cómo puede ser posible? ¿Es que acaso puedes llegar a ser tan indiferente?

–Tú dijiste que me fuera, que querías matarte…

–Era solo una prueba para ver cómo reaccionabas, pero he comprobado que verdaderamente no te importo en lo más mínimo.

–Yo… no sé qué decir en realidad.

–¿Harías lo mismo si se tratara de cualquier otra mujer?

–Supongo que sí.

–Bueno, está bien.

–¿Qué harás ahora? –inquirí tras un sepulcral silencio.

–Si decides irte, me mato. Si decides quedarte, llama a una ambulancia y sálvame.

–¿Salvarte?

–Sí, eso. ¡Anda, decide! No digas nada, solo actúa.

Para presionarme aún más, sacó una navaja solo dios sabe de dónde, que colocó en su cuello. Sin duda, estaba trastornada y decidida a todo con tal de comprobar que realmente yo era indiferente ante la existencia propia y la ajena.

–¿De verdad no te importa mi vida? Que no se te olvide que estoy embarazada… Porque aún lo estoy, creo que el aborto no funcionó. Al menos aquí y ahora, sigo siendo una mujer embarazada. Si te vas, estarás acabando no solo con mi vida, pero tú sabrás. Te juro que, si sales por esa puerta, me cortaré la garganta, te lo prometo… Así que ¡decide ahora mismo!

Qué cosas tan más aburridas. En aquellos momentos juro que estaba pensando en cualquier cosa menos en que Virgil se suicidase por mi supuesta culpa. ¿Quién lo diría? Tendría un final más repentino de lo que esperaba. Supongo que las aberrantes acciones de su madre la habían trastornado más de lo normal. Bueno, todo dependía de mí. Quedarme o irme, viva o muerta. ¿Qué hacer? Nunca en mi vida había sido bueno tomando decisiones, ni siquiera por una sola vez había podido decidir algo de forma natural, pura, sin recurrir a intereses posteriores o a criterios torpes. Incluso elegir si quería o no comer era una querella interna. Y es que todo me había dado igual hasta entonces; sí, casi todo. Quizá solo Melisa había cambiado mi vida, pero ese periodo había terminado, y, con su suicidio, había muerto esa parte de mí. ¡Suicidio! Eso era, también Melisa se había quitado la vida, y supuestamente por mi culpa. Por eso Virgil decía que yo era un monstruo, ¿no era por eso? Sí, debía ser así.

Y, mientras reflexionaba todo eso, miraba con ternura a Virgil. Sería bueno dejar que continuara en este mundo con su miseria. Después de todo, ¿tendría la muerte algún sentido para ella? Quizá más que su vida sí, pero… ¡Qué intrincado! No podía decidir, como nunca pude antes. Un solo titubeo hubiese bastado, maldición… Lo último que vi fue a una mujer, una niña, un ser humano temblando y apretando con tristeza la boca, crujiendo los dientes ante el impensable y desconocido halo de la muerte que llega para esparcir su sublimidad y poner fin a una existencia triste, marchita y parte de la cómica novela humana. Sí, pues cuando menos pensé, me encontraba dirigiéndome hacia la puerta, sosteniendo mi abrigo y con toda la disposición de abandonar mi departamento. Antes de cerrar por completo la puerta todavía pude observar, a través de un espacio muy reducido, cómo la navaja se hundía en la carne del cuello de Virgil para finalizar el tormento de una vida más sin sentido. La decisión estaba tomada, ahora la muerte era quien debía suplantar a aquel cadáver que una vez sostuve entre mis brazos y cuyo vientre, creo, contenía parte de mí.

Salí sin demasiado entusiasmo. Me hallaba de un humor muy extraño, como ebrio y deprimido a la vez. Sentía ganas de reír y eso hice. Sí, reí como un demente, no sé por qué. Salí corriendo del condominio y comencé a desternillarme. Las personas me miraban, pero nada me importaba. De alguna manera, el suicidio de Virgil me producía una satisfacción incomparable. Quizás esa era la sonrisa de la muerte, pues precisamente era lo que yo deseaba, lo que se reflejaba en mi cara mientras un sonido estridente imperaba en el lugar: el de mi risa trastornada. Sin percatarme, todo me parecía como un juego. Tanto lo vivido y lo que me esperaba, lo pasado y lo futuro, todo era un vil juego de niños. Y entonces ya no había nada que temer ni qué sufrir, pues un juego es solo eso y nada más. No importaban la clase de cosas que en la sociedad se podían considerar ominosas e indeseables, ni tampoco las borracheras que me pusiera, las juergas a las que asistiera y las putas con las que me acostase. Nada de aquello considerado malvado podía realmente alterar mi ser, pues éste permanecía inmutable. Era solo la esencia humana la que se corrompía, pero jamás el verdadero yo, jamás esa parte incomprensible y profunda que nunca sería desvelada ni por la ciencia ni por el arte, esa que solo concernía a lo que en tantas doctrinas y creencias se llamaba alma.

Por ahora, yo estaba encantado con mis acciones. En parte rebeldes, en parte ignominiosas. No importaba, todo sería purificado con la dulce y poderosa armonía de la muerte que a todos nos acompañaba en el último instante de la vida, aunque fuese de una tan vil y absurda. Pues indudablemente la mía lo era, y no era así como lo había sido siempre, no era así como lo había imaginado. Únicamente me había dejado llevar, había sido arrastrado por mi propia naturaleza y no había tenido la fuerza ni la voluntad de resistirme. Y, aunque pensaba que la mayor parte de la humanidad era mediocre y miserable por su manera de vivir, no hacía absolutamente nada para actuar diferente. Ver, escuchar y convivir con las personas se tornó imposible. Mi relación con Melisa, ya de por sí bastante afectada por discusiones anteriores, terminó por colapsar. Pero, curiosamente, todo ello me hacía bien. Sí, todo aquello que se rompía en mi vida lo sentía como indispensable para acceder a otro estado, a uno superior.

Mediante cada malestar me purificaba y alcanzaba la redención. Así es como continúo mi vida hasta el instante en que recibí esa carta acerca del suicidio de Melisa. Y, para esos momentos, ya nada me importaba; todo me era indiferente. Tal vez había dejado de sentir, pero eso no era posible. Más bien todo lo que sentía se quedaba en un nivel insuficiente para afectarme, salvo cuando estaba borracho. Notaba que en este estado podía volverme sumamente sensible y sentimental. De hecho, tras una borrachera y noche de putas, despertaba imaginando que estaba en los brazos de Melisa, pero me consolaba saber que ahora ella estaba muerta y que yo pronto también lo estaría, que toda esta vida se había convertido en una ficción a la cual pertenecía solo por obligación.

Mientras pensaba así me percaté de que finalmente había llegado a las orillas de la ciudad. Mi celular sonaba, pero lo ignoraba porque así lo quería. No sentía deseos de hablar con nadie. Recién había comenzado a atardecer y me preguntaba qué podría hacer para matar el resto del día. Podría ir a Diablo Santo y embriagarme como tantas veces, pero al regresar todo se complicaría. El suicidio de Virgil había arruinado mis planes, ¡qué fastidio! Al fin y al cabo, había salido a despejarme un poco, y lo había conseguido. Solo restaba averiguar quién me estaba llamando. Saqué el celular y vi que era mamá, ¿qué diablos querría ahora? Ir a casa de mis papás era bastante tedioso desde cualquier perspectiva. No solo estaba lejos de la ciudad y en un lugar no muy agradable, sino que el precio del bus era excesivamente caro y, además, había que tomar un tren ligero; también muy caro, por cierto. ¿Qué hacer?

Seguramente querrían que fuera, creo que era una especie de reunión familiar por el cumpleaños de los abuelos. ¡Qué tontería! Si hay algo que no soporto, además de respirar, son los cumpleaños. Pero me alegran en cierto modo, pues significan un paso más hacia la única verdad: la muerte. Bien, tendría que regresar a mi departamento y prepararme para ir. Dejaría a Virgil en mi cama y me aseguraría de que hubiese escrito esa nota de suicidio que me libraba de toda culpa. El punto era saber en cuánto tiempo encontraría alguien su cadáver, en caso de que lo hiciese. No podía llamar a la policía o a la ambulancia, pues irremediablemente sospecharían de un asesinato. Había sido un imbécil al dejar que ella se matara en mi departamento, pero ¿qué más podía hacer? No tuve elección, aunque ahora sí que debía hacerlo. Elegir…, nunca existió algo más difícil para mí. Me propuse entonces a regresar a casa, pero algo me detuvo. O, mejor dicho, alguien, y era una niña, ¡era Jicari!

–Hola, ¿qué haces por aquí? –pregunté sin mucho ánimo de conversar.

–Hola, pero ¡si eres tú! –contestó como asustada de encontrarme precisamente ahí.

–Sí, soy yo. Pero dime ¿qué estás haciendo en esta parte de la ciudad?

–Nada. Bueno, escapando un poco.

–¿Escapando? De nuevo tu padrastro…

–No, él se fue. Hace semanas que no vuelve a casa. Momi está muy triste por eso, creo –exclamó mirándome con tristeza.

–Entiendo.

–Sí, y hoy hizo cosas muy desagradables… Al menos para mí.

–Ah, ¿sí? ¿Qué fue exactamente lo que hizo?

Jicari desvió la mirada hacia el piso mugroso de aquella calle apestosa. Nos hallábamos en los extremos de la ciudad, donde la pobreza era extrema y la delincuencia imperante. Precisamente al otro extremo se hallaba el pasaje boscoso donde tanto me gustaba ir a reflexionar durante mis paseos nocturnos. Pero mientras que aquella parte estaba infestada de árboles y medianamente limpia en comparación con la ciudad, esta se estaba pudriendo. Una reflejaba la lucha de la naturaleza por subsistir ante la industrialización y la otra denotaba los efectos de una sociedad capitalista y putrefacta. Como sea, ya había yo estado en ambas y ninguna me sentaba mal. Ahora, tras haber en teoría ocasionado el suicidio de Virgil, creía conveniente venir a esta parte de suciedad y miseria para sentirme en compañía. Lo que no esperaba era encontrar a Jicari aquí, llorando y al borde del colapso. Debía averiguar por qué actuaba así a cualquier precio.

–Vamos, cuéntame más. Sabes que somos amigos y tú lo necesitas. Si lo dices, puede que te ayude a superarlo.

–Está bien. Al fin y al cabo, ya te he contado casi todo –farfulló con la voz muy temerosa al tiempo que se levantaba.

Era fácil ver que aquello la había trastornado. Pero ¿qué podría ser? Jicari había presenciado casi de todo en aquella familia del demonio.

–Es momi –comenzó mientras se frotaba las manos–. Ya te he contado lo que hace, lo que le gusta comer… Bueno, pues hoy la vi. Parecerá extraño, pero en esta ocasión el impacto fue más atroz que otras veces. No sé por qué me afectó tanto, quizá porque momi llevaba ya sin comer dos semanas. La verdad es que no tenemos dinero, y ella hace lo que sea para conseguirlo. No obstante, los clientes son cada vez más finos. Y, además…

–¿Además qué?

–Se esparció un rumor infame.

–¿Cuál?

–Dicen que momi está infectada.

–¿De qué?

–De sida.

–¡Ah, eso! –expresé un tanto turbado.

–Creo que ya tenía otras enfermedades, pero esta es diferente. Por lo que sé, es casi mortal. Y, como momi no se alimenta adecuadamente, ya están empezando los síntomas. Puede que también tenga cáncer, pues algunas manchas raras y de color café han aparecido en todo su cuerpo, especialmente en sus brazos y piernas. Ella no lo admite, pero la he visto revisándose la vagina y los senos, y creo que tiene algunas bolitas. No me sorprendería, la verdad.

–Y ¿por qué no?

–Porque momi coge con muchos hombres, y casi siempre sin protección.

Sí, Akriza tenía relaciones íntimas con infinidad de hombres, pero conmigo se había portado tan diferente. De hecho, nuestra conversación había sido tan extraña, como si en mí atisbara a otro ser, uno más sublime del miserable en el que me había convertido la existencia.

–Bueno, pero aún hay manera de controlar sus malestares.

–Ella no quiere. Se ha vuelto loca, o eso creo. No come y solo quiere estar dormida. Lo peor de todo es que… le ha dado por hacer cosas repugnantes.

–¿Las que me contaste?

–Sí, pero ahora es peor. Ayer por la tarde momi regresó sin un centavo. Tras saber de su enfermedad, los clientes que antes la solicitaban con vehemencia ahora la rechazan. La última vez que la acompañé vi como la pateaban, le escupían y le gritaban cosas desagradables: “maldita puta sidosa, vete a tu tumba con tu porquería de aborto”, “ya no nos sirves así, tu panocha está maldita y putrefacta”, “que el diablo se lleve a una golfa como tú, perra del mal, puta infectada”, entre muchas otras. Ahora todos la corren y se sienten con el derecho de humillarla. Incluso en la iglesia no la quieren, pues dicen que es una mala mujer y que “el diablo vive en su vagina”. Yo sé que todo eso tiene trastornada a momi, pero ella no lo admite. Pretende ser fuerte y lo poco que saca de las limosnas lo invierte en mi alimentación, aunque es insuficiente. Pero bueno, lo que verdaderamente me horroriza es que ayer, al volver de la calle con moretones y sangre escurriendo de la boca, se tiró en el sofá y se metió un polvo blanco por la nariz. Luego, se encerró en el baño y yo miré todo por una rendija.

–Y ¿qué fue lo que miraste?

–Todo… Momi comenzó a defecar y reía de un modo delirante. Vi cómo introducía la cabeza en el excusado y tragaba su propia mierda. Pero aquello no se quedó ahí, sino que se metió los dedos en la vagina y luego en el ano, para lamérselos y provocarse el vómito. Y, cosa que jamás imaginé, se tragó su propio vómito mezclado con su propia mierda, ambos directamente de la taza. También vi cómo sacaba una bolsa negra que traía de la calle y la olfateaba con gusto. Al revelar su contenido vi que eran papeles usados de baño, todos batidos de excremento. Momi los saboreaba con un gusto tremendo, como si se tratase de un manjar. Incluso eso le proporcionaba orgasmos, pues, mientras lo hacía, se masturbaba y se venía abundantemente. Y, entre más batidos estaban o más líquida era la consistencia, mayor placer experimentaba. Los lamió todos hasta que no quedó nada, tras lo cual comenzó a comerse los restos del papel, siempre y cuando tuvieran mierda. Finalmente, se provocó el vómito otras tres veces seguidas, esta vez sobre el suelo del baño. Terminó lamiéndolo todo y embarrándose el cuerpo de esa mezcla ignominiosa. Lo que me trastornó de verdad fue ver que momi lo hacía más por gusto que por necesidad, pues no dejó de reír en todo el acto, y en su rostro noté una sensación de sincera y plena satisfacción. Por suerte, ella no me vio, y, luego de que terminó, decidí salirme. Así fue como caminé sin saber hacia dónde y llegué aquí.

–Comprendo, parece ser grave –dije, pensando en aquel destello de fantasía en donde yo había hecho algo similar con Selen Blue. Por suerte, aquello no había sido sino un sueño, aunque se había sentido muy real.

–Supongo que sí. No sé qué hacer, me siento tan mal que podría matarme en estos momentos.

–¿De verdad? Pero ¡si eres solo una niña! ¿Cómo es posible que quieras morir?

–No importa, solo lo deseo. Tú me ayudaste a ver la verdad, ¿no recuerdas? Cuando platicábamos todos los días en el pasillo. Tú regresabas del trabajo y yo me encontraba sola y triste, leyendo o jugando con mi muñeca (y me la enseñó). Entonces conversábamos y todo era genial. Me gustaba escucharte hablando acerca de tu odio hacia la humanidad y del absurdo de la existencia. Supongo que no tiene caso decirlo, pero lo haré: me hubiese gustado haber tenido un papá como tú.

–¡Ah, bueno! Pues yo…

Pero no supe qué decir. Creo que lo esperaba todo menos eso. Incluso hacerme a la idea de que Jicari estaba enamorada de mí no me hubiese tomado tanto por sorpresa, pero esto… ¡Era una locura! Solo contemplar a aquella niña indefensa y trastornada, con una madre come caca de la que yo había quedado prendado me pareció sumamente interesante. La idea de ser padre nunca cruzó por mi cabeza, estaba en contra de la humanidad y de su reproducción, entonces ¿por qué querría ser padre? Precisamente odiaba a mi padre por haberme dado la vida, al menos físicamente. ¿No debía todo hijo hacer lo mismo?

–Pero, si yo fuera tu padre, ¿no me odiarías por eso?

–¿Odiarte dices?

–Sí, pues, al fin y al cabo, yo sería el causante de todo tu sufrimiento.

–Nunca lo había pensado. Supongo que tú odias al tuyo.

–Quizá, pero eso es solo una tontería. ¿Recuerdas cuando te hable de lo absurdo que era querer a los padres, a la familia? Las personas se sienten forzadas a sentir algo, pero, en realidad, no tienen por qué. Detestar a tus padres es algo bueno, es un símbolo del hartazgo que experimentas al existir. Te apuesto que, en el fondo, la mayoría los repugna, pero no lo admiten porque sería incorrecto en esta farsa llamada sociedad. Aunque es natural si tomamos en cuenta que todo este mundo es absurdo y execrable.

–Sí, en esa ocasión diste un discurso similar. Y, a decir verdad, creo que te apoyo en gran medida. Tal vez por eso siento afecto hacia ti, porque realmente no somos nada.

–Bueno, somos amigos.

–Es extraño que alguien como tú lo diga. No pareces un tipo que tenga amigos.

–Bueno, la verdad es que no los tengo. Soy solitario, y así estoy bien. Siempre que conozco a alguien me parece que esa persona es estúpida, y casi nunca me equivoco. Por eso prefiero mantenerse solo, para evitarme tonterías. Sabes, no hay muchas personas en las que se pueda confiar, porque naturalmente el humano buscará siempre el beneficio propio sin importar a quién o qué dañe o sacrifique para conseguirlo. Pero así son los humanos: seres repugnantes.

–Y tú ¿te consideras humano?

–Por desgracia, debo serlo. Pero, si tan solo hubiera un modo de escapar de mí mismo, de evolucionar… Porque yo, yo merecería…

Y conforme hablaba los ojos de aquella niña inocente y pringosa se abrían cada vez más, como si presintiese lo que estaba a punto de espetar.

–Porque yo… ¡Yo merecería ser un dios!

–¡Lo sabía! –vociferó ella abriendo aún más sus ojos.

–¿Qué dices?

–Sí, sabía que dirías eso. Momi me lo dijo, ella lo sabe también.

–¿Qué dices? ¿Tu mamá cree que yo merecería ser un dios?

–No lo cree, lo sabe a la perfección. Ella me lo contó una vez.

–Pero ¿cómo? ¿Por qué?

–No lo sé. Solo me dijo que parecías amable, y que seguramente tratarías de ayudarla, pero que ella no lo aceptaría, pues tú eras muy superior para tratar con nosotros. Dijo que en tu interior llevabas la marca de la dualidad, aunque no comprendí a qué se refería específicamente, pero ahora creo comprenderlo mejor. Ella, según me parece, te ama desde el primer día en que te vio, pues siempre que te encontrábamos se ponía rara. Pero de alguna manera se sentía humillada ante ti. Me dijo que tú también hacías cosas repugnantes, que ibas con mujerzuelas y te embriagabas, pero que esa no era tu verdadera naturaleza, que solo lo hacías porque estabas aburrido y harto de existir. Me explicó que, al no encontrar sentido en nada y descubrir que todo este mundo era una mentira, habías decidido suicidarte. No obstante, aún no podías lograrlo, pues no era el tiempo indicado. En cambio, te entregabas a toda clase de crápula y vicios para compensar el sinsentido que imperaba en tu percepción. Para alguien como tú no quedaba ya nada en este mundo, y por eso temía que sintieras lo mismo por ella, pues solo los llevaría a un absurdo más. Además, el destino de ambos era incierto y estaba corrompido por la miseria humana, lo cual complicaría demasiado su amor. Por supuesto, ella jamás usó los términos relacionados al amor, pero yo lo supe por su manera de expresarse y por ese brillo tan peculiar que nunca había visto reflejado en sus preciosos ojos. Sé que te mira de un modo especial, y que le hubiera encantado haberte conocido antes, mucho antes, pues hubieran sido felices. Y, si eso hubiese ocurrido, yo no hubiera existido, y así hubiese sido mejor.

–Entonces ¿también te tortura tu existencia?

–Puede ser. Soy solo una niña, pero hay demasiadas cosas en este mundo que me disgustan.

–Ya somos dos.

–Dime algo, y quiero que seas muy sincero. Si realmente existiese algo divino tras la muerte, ¿cuáles serían las tres preguntas que le harías?

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Libro: El Extraño Mental


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