La triste verdad es que estaba tan asqueado de todo y de todos que incluso mi muerte me fue absolutamente indiferente, acaso incluso más de lo que siempre me pareció mi insulsa vida. Morir fue mi única alternativa, pues entendía a la perfección que, si permanecía vivo, simplemente prolongaría algo que jamás tuvo razón de ser y que jamás la tendría sin importar cuanto me esforzara o qué tipo de creencias nuevas adoptara. ¡Estaba harto! ¡Estaba loco! ¡Era solamente un muerto viviente cuyos latidos quemaban más que el fuego de todos los infiernos!
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El suicidio es casi una obligación cuando se reflexiona un poco más allá de la falsedad en la que tan estúpida y ciegamente hemos decidido creer. La muerte nos parece entonces la única salida, el único consuelo ante la abrumadora y devastadora influencia de la pseudorealidad que consume nuestros cuerpos, mentes y almas con una fuerza incomparable. ¡Oh, en verdad todo está perdido! ¿Acaso estuvo siempre perdido y fuimos nosotros quienes pretendimos que no era así? Al final, sin importar cuanto luchemos, nuestros sueños serán devorados por la nada y nuestros corazones serán engullidos por el abismo del falso dios.
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Ante la delirante estatua del sufrimiento se plantaba mi ser, acongojado y en llanto: sin ningún deseo por volver a respirar, sin ningún sueño que cumplir, sin ningún mañana por vivir… ¡Únicamente con un revólver en la mano derecha y con una nota suicida en la otra! Esta vez nada ni nadie evitaría que cumpliera mi cometido, se podían ir todos al diablo: el psiquiatra, mi familia, mi novia e incluso Dios.
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En mi existencia no había ninguna sorpresa, ningún motivo que me hiciera desear estar vivo. Todo era monótono, absurdo y ridículo. ¡Cómo odiaba esa infernal sensación! Lo único que quería era vomitar mi vida, ahogarme en mi propia sangre, olvidarme para siempre de mi maldita miseria y, en último término, disolver esta insana desesperación mediante el acto suicida. Yo era infeliz, siempre lo sería y nada podría nunca hacerme cambiar de parecer mientras estuviera vivo y fuera humano.
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Sonrió antes de rajarse el cuello, pensando que al fin todo sería felicidad. Sí, encontraría en la muerte una felicidad que en la vida jamás pudo ni siquiera rozar; una inmensa sensación de bienestar y alegría que nunca persona alguna le hizo experimentar y que solo en el más allá aguardaba por él como una poesía de la mayor sublimidad aguarda por ser leída y recitada por el más divino de todos los demonios.
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Catarsis de Destrucción