Es verdaderamente superfluo y avasallante contemplar de manera plena la infinita cantidad de sufrimiento y agonía que imperan en este mundo deplorable sin importar lugar o momento. Y es aún más desconcertante, teniendo en cuenta lo anterior, observar a tantos miserables peones que se dicen agradecidos de estar vivos y que, llevando al límite su infame estupidez, todavía tienen el descaro de reproducirse. ¡Oh, no cabe duda de que la humanidad es algo realmente lamentable!
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Matar a una mujer embarazada es algo fantástico, pues cumplimos a la perfección el dicho “dos pájaros de un tiro”; y evitamos así la nauseabunda existencia de otro execrable ser que bien podría contaminar demasiado este ya de por sí corrompido y putrefacto mundo. La reproducción sí que es la madre de todos los pecados y quienes lo cometen son unos atroces pecadores para los que ningún infierno podría ser suficiente.
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La humanidad aún no está preparada para grandes cosas y tal vez nunca lo esté. Quizá, por lo mismo, lo mejor sea exterminar de una buena vez a esta raza absurda y patética que no tiene pies ni cabeza y cuya existencia representa solo una blasfemia universal. De cualquier modo, pareciera que, en lugar de mejorar, la humanidad se empeña en envilecerse y estupidizarse cada vez más. Toda nuestra tecnología, ciencia e historia palidecen ante nuestro nimio intelecto, atrofiado espíritu y subdesarrollada consciencia. El ser humano no podría ser otra cosa que un experimento fallido abandonado a su suerte en este planeta y sin ninguna esperanza por trascender o evolucionar.
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No era bueno ponerse a reflexionar seriamente sobre la vida, el mundo, la humanidad, la existencia, el universo, el ser o yo mismo… Pues, irreparablemente, estas reflexiones no podrían conducir a algo más que no fuera una insaciable necesidad de suicidarse cuanto antes. La muerte sabe muy bien cuando todo en la vida únicamente te produce náuseas y malestares sin fin; tal es el axioma que impera en el magnificente halo de la desesperación donde el caos deja de ser una probabilidad y se convierte en la única deidad.
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Todo el tiempo estamos en una constante lucha interna, fluctuando entre el bien y el mal, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad. Esta lucha, ridícula en sí, se mantiene mientras nuestra percepción permanezca abierta; por desgracia, en el mundo actual se busca que nos inclinemos hacia un lado u otro demasiado pronto de acuerdo con los intereses de aquellos quienes gobiernan esta repugnante pseudorealidad. Entre más adoctrinadas estén las masas, más fácilmente será para ellos absorber su energía y perpetuar el holograma que tanto nos aterra vislumbrar.
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No tengo ninguna prueba suficientemente convincente de que existo o de que no, tan solo me hallo suspendido en un limbo infernal del cual no puedo, por más que lo añore, escapar. Me encuentro atrapado entre la vida y la muerte, debatiéndome constantemente si debería rendirme de una vez o si debería proseguir en esta avasallante querella que día con día se vuelve aún más ridícula e intrincada.
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Catarsis de Destrucción