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Colores

Los colores me hablaban cuando el sueño agitaba mis triviales viajes hacia lo inhumano. Sentía perderme en un inenarrable abismo donde lo ignominioso y lo cerval era propiciado por mi propia cabeza. Ellos gemían y supuraban un hedor cuya fetidez adormecía mis dubitativos anhelos por vivir. Y, aunque jamás quise hacerlo, ciertamente me parecía una molestia el percibir mi propia existencia y la genuina obviedad de mi inutilidad como un ser terrenal. Lo que más me estorbaba era mi cuerpo, esta banal forma en la cual me sentía encapsulado y preso por la desconcertante ilusión de la vida. Ni hablar del tiempo, pues hacia tanto que me había olvidado de que, entre los de mi especie, existía tal factor. Pero oler, degustar, atrapar y experimentar aquellos colores sempiternos era algo más que mágico; era algo adimensional. Y, aunque a ciencia cierta no sabía qué podría significar tal cosa, entendía que aquello estaba, por mucho, más allá de mi humano entendimiento. 

Decir que existía algo además de aquello que los colores susurraban en las cimas de la locura era atrevido, sacrílego y superficial. La belleza que llegué a atisbar se tambaleaba al igual que mi cordura; todo era desfragmentado y confeccionado en las rocas más elevadas de la montaña del olvido. Estaba desconectado, atrapado en mí; pues, entre más pensaba, menos percibía. Mi cuerpo padecía los enervantes y apocalípticos arranques en que me sumergía al volver del viaje ilustre al que partía cada vez que no era yo quien ocupaba el principal ropaje. Multiplicidad y concordancia eran conceptos anómalos y rechazados por los cromáticos colores que se agitaban en la imperfecta oscuridad de mi interior. Y yo, en mi pobre y mísera humanidad, no hacía otra cosa sino suspirar y reír como un alienado, puesto que me sentía absorbido por sensaciones que en vida jamás creería como reales. La fantasía y la realidad eran una sola, y mi triste razón había sido raptada por el caos. 

Nunca quise liberar a la bestia, pero mis reducidas herramientas fueron mis más mortales quimeras. Atravesado por las dagas inmundas de los desterrados, preste mayor atención a las voces que luchaban por el control en mi interior. ¿No eran acaso representantes de los iridiscentes colores que habitaban en el infinito y etéreo mar de la soledad? ¿Estaba importunando a los inquilinos con los espejismos que reflejaban mis delirantes escritos? Estaba acabado, hacía ya tantos y tan insulsos siglos que buscaba un incentivo para entregarme a los colores demenciales y embriagarme del dulce almizcle que únicamente podía emanar del laudatorio recuerdo de mi renovadora muerte. Pero olvidé lo más importante: aún poseía un cuerpo, aún no había mi alma de este averno emancipado. Entonces lloré, sangré y volví, tan subrepticiamente como me fui, a mi deplorable y absurda realidad. Los colores se habían apagado, las luces estaban encendidas. El viaje había terminado, la magia ya no era suficiente; mi carne putrefacta apestaba a muerte viviente. 

***

Repugnancia Inmanente


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