Obedeciendo mi instinto y muy en contra de mi voluntad, decidí virar para guardarme mi cosa y proseguir con lo planeado. No obstante, enorme y escalofriante fue mi sorpresa cuando descubrí a la infame Jicari mirándome con los ojos abiertos de par en par y estremecida en grado extremo. Por suerte, estaba muda y tiesa cuando logré guardarme mi miembro y me acerqué hacia ella, de otro modo habría estado en graves problemas. Sin mencionar palabra alguna sobre lo que había presenciado, la tomé de la manita y ambos bajamos mecánicamente los derruidos y húmedos escalones en espiral. Luego la saqué de aquella lóbrega tienda de antigüedades y la persuadí para que me acompañara de vuelta al condominio.
Se negaba a seguirme sin importar lo que yo argumentase, al menos hasta que le prometí comprarle un helado, no con el señor de las nieves rancias, sino en la heladería donde el más barato costaba al menos lo de diez nieves rancias. Sin más opciones accedí y nos retiramos caminando raudamente bajo la lluvia, la cual había disminuido como por arte de magia. Llegamos al fin a la heladería y ella ordenó uno de chocolate, en tanto yo pedí uno de nuez y, para poner las cosas en claro con respecto a mis futuros planes, pedí una costosa paleta de piñón para Akriza, pues la mugrienta Jicari me contó que era la favorita de su momi, pero que rara vez la comía debido a su alto precio. Se mostró sorprendida y sonrió con cierta malicia cuando me escuchó pedir una de estas paletas para llevar. Después, caminamos lo que faltaba para el nefando condominio y ahí nos sentamos en el parquecito, donde, una vez más tranquilos ambos, charlamos mientras comíamos nuestros helados.
Desde luego que Jicari cuestionó lo que yo ya sabía que querría saber, así que tuve que inventar algo para enmascarar mi descuido. En cierta manera, aquella interrogante abrió una puerta que, de otro modo, hubiese sido muy difícil siquiera empujar un poco.
–Oiga señor, ¿qué era eso que estaba haciendo mientras yo lo miraba detenidamente al final del pasillo? –preguntó mientras lamía su helado con su simiesca y odiosa fisonomía.
–Bueno, son ciertas cosas que a veces las personas hacemos cuando estamos estresadas o desesperadas. Tú eres demasiado pequeña para comprender.
–Eso es lo que usted cree, pero la verdad es que no –replicó sin apartar sus ojos negros de mí–. ¡Yo sé que usted se estaba jalando la verga!
–Pero ¿qué dices? –exclamé en un paroxismo total–. ¿Dónde has aprendido tales cosas o quién te ha instruido acerca de ello?
–Si usted supiera las cosas que miro diariamente, no me tomaría por una ingenua criatura. O ¿acaso piensa usted que soy ignorante solo por estar tan sucia y harapienta?
–No, para nada –mencioné dubitativo, pero mostrando interés en el tema–. Yo no creo que tú seas eso, sino todo lo contrario. Pienso que eres una niña demasiado despierta y astuta; de hecho, vendría bien si me hablases de lo que sabes, pues yo podría ayudarte a comprender.
–¡No necesito comprender! ¡Tampoco quiero contarle nada! ¡Solo quiero que pare ahora mismo! –expresó con furia y dando brincos.
–Está bien, no preguntaré más acerca de lo que vives, si así te sientes menos incómoda –afirmé lamiendo mi helado.
–No importa, usted tampoco entendería, es igual a los demás. O ¿acaso puede usted hacer que se vaya y que me deje en paz? ¡Claro que no! ¡No puede, estoy segura de que no!
Me volteé y esperé antes de responder. Tal vez me había equivocado en mis suposiciones, pues claramente Jicari, aunque imberbe, no ignoraba lo que yo deseaba saber. Seguramente le contaría a su momi lo que yo había hecho, aunque esto no era del todo desalentador. Sin embargo, me inclinaba más a seguir el plan original y hacer que aquella criatura me confesase todo cuanto ocurría en aquella habitación cuando su padre llegaba borracho con esas dos gordas cabareteras, así como cualquier otro detalle concerniente a Akriza.
También sabía que, en estos precisos instantes, la madre de aquella niña desaliñada estaba siendo desflorada y chorreada por aquel viejo abyecto. Me cuestionaba si no sería conveniente ir a mi habitación, tomar el revólver y regresar a aquella tienda de antigüedades para matar al pestilente viejo rabo verde y hacer mía a aquella zorra. Un trueno y un relámpago anunciaron una tromba y así aconteció, pues el cielo se cayó sobre la funesta ciudad para purificarla un poco de toda la podredumbre y miseria humana. Tomé a Jicari de la mano y ambos subimos a mi departamento, tenía la esperanza de que ahí pudiera revelarme algo de mi interés.
Al principio me costó que aceptara entrar, pues no se sentía segura con un extraño como yo. Pero una vez dentro le ofrecí una taza de café que aceptó gustosa y algunas galletas. La lluvia había aumentado y parecía no cesar, las densas nubes grisáceas no ofrecían tregua. Noté que la sucia Jicari miraba la ventana cada 5 minutos, posiblemente había comenzado a preocuparse por su momi. Sin cuestionarle nuevamente, se puso elocuente de manera súbita y me contó lo que tanto añoraba averiguar, no sin estafarme con una galleta extra cada vez que devoraba la que tenía entre manos. Me causó un poco de repulsión mirar sus uñas largas y ahítas de mugre, pero toda ella era un amasijo de podredumbre, así que ignoré el asunto. Lo único que por ahora me concernía era que me hablase de los horrores que presenciaba y a los que su madre se había resignado desde hacía quién sabe cuánto.
–Te contaré lo que quieres saber, pero debes prometerme que de ninguna manera se lo contarás a nadie, pues es muy delicado. Además, si momi se entera de que yo te conté, me matará –comentó entre murmullos matizados de una melancolía inusual.
–No tienes de qué preocuparte, puedes estar absolutamente segura de que mi boca permanecerá sellada respecto a lo que sea que me cuentes.
Una vez dicho esto, se colocó en la posición donde habitualmente la encontraba en las escaleras aquel estado lamentable.
–La vida es horrible y hubiera preferido nunca haber existido de saber que esto era vivir… Hace ya algún tiempo desde que este martirio comenzó, aunque parece como si se tratase de eones en vez de simples semanas o meses. Como sabes, en el departamento vivimos mi padre, momi y yo, y, aunque estamos apretados, no existe algún otro lugar en donde se nos permita retrasarnos tanto con el pago de la odiosa renta. A decir verdad, yo no comprendo muy bien qué es todo eso del dinero, pero observo que momi siempre está preocupada por él y procura tenerlo en abundancia, lo adora. Ella dice que, cuando yo sea más grande, podré ganar mi propio dinero sin tener que recurrir a los ardides y juegos que ella se ve forzada a llevar a cabo por unos cuántos billetes. También me ha comentado que soy demasiado inocente como para comprender lo que ella hace o dice, pero no es así. Sé que momi deja que otros hombres hagan cosas repugnantes con su cuerpo y por eso le pagan. Yo quisiera que no fuera así, pero, de otra manera, no tendríamos para malcomer, pues mi padre se gasta todo en estupideces y hace mucho desde la última vez que dio el gasto. Estas cosas de adultos me enfurecen y me molestan puesto que no las comprendo, aunque siento que, generalmente, cuando uno es grande, pierde la capacidad de razonar o se vuelve imbécil en gran medida.
“Como sea, momi me cree ignorante de sus asuntos y está bien que así sea. Sin embargo, yo sé a la perfección en qué anda metida y, cuando puedo, robo lo que esté a mi alcance para no ocasionar molestias. Si hay algo que me irrita es la dádiva y la compasión con la que me mira la gente, además de que todos se tapan las narices puesto que mi olor es repugnante, pero realmente apenas y tenemos agua, pues no la hemos pagado y lo poco que obtenemos solo cubre las necesidades fundamentales. Hace ya tanto que no tomo una ducha y que uso las mismas ropas sucias que he olvidado la sensación de estar limpia. Supongo que esto me traerá infecciones y enfermedades, pero me mantengo fuerte y, de cualquier manera, si me muero, será lo mejor; seré una carga menos para momi y nadie me extrañará. De hecho, debo confesarte que, en varias ocasiones, he estado a nada de arrojarme a las vías del tren, pero siempre me acobardo cuando las luces parpadean en la oscuridad.
“Es sumamente extraño, pues aquella luminiscencia parece impregnarme de un aliento vital muy cálido y sugestivo, el cual me retorna a mi cotidiana miseria con mayor voluntad. Lo que no tolero es aquella gente que mira morbosamente cuando me siento en la orilla de las vías, esperando el día en que accidentalmente caiga o sencillamente me arroje por decisión propia. Por ahora creo que viviré mucho más, así que deberé abandonar mis visitas a la estación de trenes. No importa, mi existencia es miserable e irrelevante, y las personas nunca miran más allá de sus deleites y pasiones. A todos les interesa solo complacerse a sí mismos a cualquier precio y a costa de lo que sea, pero está bien, ¡que se joda el mundo!
“Y bueno, como te decía, en diversas ocasiones robo cuanto puedo, y, dada mi condición de niña pobre, las personas casi nunca reclaman. He tomado frutas, verduras, semillas, panes, carne, pescado y demás; también algo de ropa, como estos calcetines que tomé a escondidas y que son los únicos que tengo. Así me he hecho de mis cosas, tomando lo ajeno y escurriéndome o poniendo cara de lástima. Lo que jamás he robado es dinero, me aterra pensar que yo podría contaminarme de esa suciedad y envilecerme como todas las personas. Puedo robar casi cualquier cosa, excepto efectivo, me enferma la simple idea. Y los alimentos que tomo los como a escondidas, o a veces le doy algo a momi argumentando que me lo encontré tirado en la calle o que me lo obsequiaron en uno de mis solitarios paseos, pues momi frecuentemente se la pasa tirada en una vieja hamaca y yo me salgo sin avisarle.
“Creo que ya se le ha hecho costumbre que le lleve algo de comer diariamente y, aunque sospeche que lo robo, o en verdad acepte que me regalan las cosas, le da igual. No espero permanecer mucho tiempo en esta vida, pues me parece grotesco que alguien como yo exista; tan solo contemplar la repulsión con que las personas me observan me basta para sentirme de tal manera. Sé que parezco un simio, que soy horrible, apestosa y huraña, pero solo soy una niña de diez años que existe sin ningún sentido. Detesto sobre todas las cosas a aquellos engreídos oficinistas que siempre andan en sus lujosos automóviles o que viven en zonas residenciales y pueden deleitarse con las mejores comidas y vestirse con joyas y ropas caras.
“Sin embargo, no creo que te interese lo miserable que es mi existencia, así que me disculpo. Lo que debo contarte es todavía más vomitivo, considero yo, pero lo haré. Pasa que mi padre, el señor Golpin, a quien todos conocen aquí por sus escándalos, su vida nocturna, su desconsideración, su perfidia y su estupidez, no siempre fue así. Él abandonó a mi madre cuando se enteró que estaba embarazada, y desde entonces momi ha tenido que vivir en las calles sobreviviendo de sus juegos y las limosnas, pues no tiene familia alguna, ya que mis abuelitos murieron muy jóvenes y mis tíos desaparecieron sin dejar rastro. El punto es que, cuando yo tenía aproximadamente 5 años, mi padre volvió y afirmó estar arrepentido, prometiendo no sé cuántas cosas y suplicando por una nueva oportunidad. En un principio momi no lo aceptó, pero, al ver lo difícil que era sobrevivir en este mundo obsceno siendo una triste mujer inútil, terminó por ceder e irse a vivir con su “renovado” hombre. Recuerdo que durante los años siguientes todo estuvo de maravilla, mi padre trabajaba y nos mantenía, mientras momi tejía y cocinaba, preparaba todo en el hogar, limpiaba y sonreía más a menudo. Yo estaba feliz y a todos les contaba lo fabuloso que era tener a papá de vuelta, y cuánto me quería.
“Por desgracia, lo bueno termina demasiado pronto y nuestro caso no fue la excepción. Tras habernos mudado a este condominio, mi padre comenzó a embriagarse de forma frecuente, a fumar y drogarse. Llegaba demasiado noche, si es que lo hacía, y a veces desaparecía durante varios días, pero cuando regresaba siempre se notaba muy demacrado. Su salud se deterioró y nos evitaba a toda costa, está de más decir que intentamos conversar con él en infinitas ocasiones, pero siempre nos esquivaba. Parecía que, con cada día que transcurría, olvidaba un fragmento de lo que había sido y se imponía en su ser la nueva esencia, por así decirlo. Se entrometió en asuntos de brujería, magia negra y oscuros rituales, pues en sueños solía gritar pavorosamente, y a veces balbucía de modo sórdido que algo se estaba apoderando de su cabeza y que lo estaba devorando desde dentro. No recuerdo qué tantas otras cosas solía decir, pues su contacto con nosotras se tornó nulo y enfermizo. Asistía a raras reuniones y supuestos retiros y limpias, realizaba sacrificios de animales y ritos repugnantes.
“Y llegó un día donde mi padre enfermó al punto de perder demasiado peso y pasársela encerrado en el departamento durante trece días. Había perdido su empleo y su deterioro era bastante evidente. Tras reponerse ligeramente, consiguió el empleo actual, y desde entonces ha estado así. Lo peor es lo que hace cada noche, pues siempre trae a dos señoras obesas al departamento y… ¡Se las folla frente a nosotros! El muy desgraciado obliga a momi a mirar aquel acto y, si se distrae durante unos segundos, hace que una de las señoras cachetee a momi. La verdad es que es horrible lo que pasa, pero momi parece haber enloquecido también. Estas señoras son trabajadoras del burdel aledaño al trabajo de mi padre y seguramente él gasta todo su dinero y su tiempo ahí, bebiendo y fornicando, pero no le basta con eso, sino que también daña a momi y a mí me asquea.
“Y eso no es lo peor, pues a veces hace que momi pase de ser una simple espectadora a ser partícipe de sus deplorables fantasías. La amarra como si fuese un animal y deja que las gordas cabareteras la orinen y defequen sobre ella, o la obliga a oler sus gases y a lamer sus traseros. Algunas ocasiones deja que ellas le peguen a momi hasta sangrarle la boca y ponerle las mejillas moradas, o hace que la manoseen asquerosamente e introduzcan toda clase de cosas en su vagina. Lo cierto es que ese señor, que antes llamé mi padre, y que ahora detesto con todo mi ser, jamás penetra a momi ni tiene el más mínimo contacto sexual o deseo por ella. Pienso que le agrada mantenerla consigo solo para satisfacerse a sí mismo y cumplir sus fetiches, pues nunca deja que momi cierre los ojos, ella debe ver todo lo que él hace con aquellas dos gordas asquerosas. Durante el transcurso del acto acumulan fluidos en un vaso que dan a tomar a momi o que avientan en su cara. Además, arrojan toda clase de cosas y le escupen o la insultan tremendamente. A él parece excitarle mucho que estas gordas destrocen a momi con golpes o palabras, y las alienta para que la degraden y la humillen de cualquier forma.
“Cuando el suceso blasfemo acaba, él desata a momi y se caga en su cara mientras propina fuertes golpes en su estómago que la hacen toser desagradablemente. Esta es la realidad que día con día ocurre sin falta, sin que yo pueda hacer algo para cambiar las cosas. En verdad amo a momi y no sabes cuánto me destroza verla en tal estado, pues yo soy quien la anima y la cuida. Creo que, de no ser por mí, ya estaría muerta, pues ahora ha enloquecido y se la pasa recostada, salvo cuando salimos por las tardes al parquecito. Constantemente escucho que llora y eso me entristece. No sé qué hacer para cambiar la situación y solo momi evita que me arroje a las vías del metro. He pensado en sugerirle que nos arrojemos juntas, pero seguramente se negaría. No entiendo por qué no deja a ese execrable hombre y hace una nueva vida, en verdad no comprendo nada. Tal vez porque, después de todo el horrible bacanal, aquel señor repugnante siempre deja una bolsita llena de algo que momi más tarde se fuma, para sumergirse en su delirio. He notado que momi necesita diariamente de esa cosa, pues sin ella se pone furiosa y odiosa. Supongo que esa es la razón por la cual permanece junto a mi asqueroso padre, tan solo espera recibir aquello para fumárselo y luego olvidarse de lo que es su miserable existencia.”
Cuando la pequeña y sucia Jicari terminó de contarme todo aquello, sentí náuseas y a la vez una insaciable curiosidad. Había tanto que me desconcertaba en aquella narración que preferí no hacer preguntas e intentar dilucidarlo en la oscuridad de mi habitación.
–Y eso es lo que sé. Creo que es precisamente lo que querías saber. Entiendo que tendrás algunos cuestionamientos, pero el porqué de las cosas es algo complicado.
–No importa, así está bien –me apresuré a contestar sin prestar demasiada atención a su simiesco rostro–. Ahora veo que has sufrido demasiado y que tu momi necesita escapar de las garras de ese sujeto vil cuanto antes.
–Yo pienso lo mismo, pero ella se resiste y se aferra a permanecer con él. Cuando la interrogo sobre esos asuntos dice que yo no sé nada de la vida y que él, en el fondo, es bueno y tierno, pero por ahora está atravesando una fase un tanto lunática. Momi afirma que se le pasará y que todo volverá a ser como antes. Además, ante cualquier cosa, ella lo ama, aunque juegue con el señor de la tienda de antigüedades y otros más, eso no importa. Ella ama a ese señor vil que es mi padre y no lo dejará. Dice que la mayor prueba de amor es precisamente quedarse a su lado soportando todos sus desvaríos y deslices, pues al final será feliz, incluso si él nunca se percatase. Y, si en su lecho de muerte él llora o no, le dará lo mismo, ella morirá contenta y complacida por haberlo amado.
–Vaya cosas, al parecer tu padre no es el único al que se le han cruzado los cables.
–¿Cables? ¿De qué cosa estás hablando?
–Nada, mejor olvídalo. Espero que tu madre no tarde tanto en regresar, aunque con esta lluvia…
–Seguro que vendrá pronto, mientras tanto háblame un poco de ti. Siempre te veo cuando amanece y yo estoy recostada en las escaleras, pasas muy de prisa y tan pensativo que me pregunto qué clase de cosas son las que ocuparán la mente de los mayores. Momi dice que sería mejor que me quedase así para siempre, pequeña e inocente, pues, según ella, este mundo es un lugar terrible para vivir, y yo creo que en parte tiene razón.
–¿Por qué en parte solamente? ¿A ti te gustaría vivir y permanecer en este mundo?
–No, desde luego que no –replicó ensimismándose y haciendo gestos grotescos–. Lo que yo quiero es morir cuanto antes, pero me parece muy improbable.
–¿De verdad? ¿No estás bromeando?
–No miento, es la auténtica verdad. De hecho, he intentado en vano aguantar la respiración, pero nada pasa. También he querido aventarme desde el techo de este edificio, pero considero que podría sobrevivir y quedar peor. Y ahorcarme, pegarme un tiro o cortarme las venas me parece muy trágico. Quisiera morir quedamente y sin alboroto, donde nadie note ni se entere de mi muerte. Tal vez tú podrías ayudarme en algún momento, ¿lo harías?
–Sí, ¿por qué no? –respondí con franqueza–. Para mí la existencia no vale nada, y es interesante que a tu corta edad tengas en tan elevado concepto el suicidio, pues siempre lo he visto como el néctar prohibido solo bebido por algunos elegidos.
–Y ¿si ahora te pido que me mates del modo que mejor se te ocurra?
–Bueno, supongo que tendría que hacerlo, si así es como lo quisieras.
–Eres extraño, pero me agradas. Eres el extraño mental a quien una vez soñé matándose a sí mismo, pero también observándose.
–¿Por qué lo dices? Usualmente no le agrado a la gente.
–Lo sé, es natural.
–¿Cómo? ¿Por qué?
–Por tu mirada y tu semblante. Inspiras sensaciones inmensamente decadentes y a la vez sentimientos encontrados y sombríos. Tus ojos son distintos a los del resto de las personas. Tus ojos arden y luego colapsan en un matiz espectacular. Me parece que eres sincero y arrogante, pero en lo profundo de tu ser sufres como ninguna otra criatura en esta contradictoria existencia. Y sé que a las personas de este mundo les fascina mentir y aparentar, pues es todo lo que sus corrompidas esencias alcanzan a discernir en este caos. Por eso me agradas, porque eres la primera persona que conozco que no ha dudado ni un poco en ayudar a alguien más a consumar su suicidio.
–No esperaba eso –musité sobresaltado cuando me percaté de que me miraba fijamente con su rostro simiesco y enseñándome de modo repugnante sus dientes putrefactos.
–Y puedo ver más, pero usualmente me lo guardo. Siempre creo que las personas son estúpidas, y casi nunca me equivoco, por lo cual me reservo mis comentarios para no herirlos en su ridícula concepción de la vida.
–¡Tú pareces robarme las ideas, porque exactamente eso suelo pensar yo!
–No es tan complicado, solo debe uno ser sensato y sincero para saber que el mundo se ha ido al carajo y que las personas que lo habitan son carentes de sentido.
–E, incluso en esta náusea, todavía luchamos por algo, por dejar huella en esta paradójica pseudorealidad que creemos es la vida.
–¿Te consideras decadente? Porque yo creo que, pese a todo, todavía tienes algo que los seres de este mundo ya han perdido –dijo Jicari con su rostro mugroso y tosco, verdaderamente parecía más un simio que un humano.
***
El Extraño Mental