No tenía caso intentar hacer que otros comprendieran mi sentir, pues sabía a la perfección que solo yo mismo podía tratar de entenderme, o quizá ni yo podía. ¿Qué más daba ya? ¿Acaso importaba? ¡No, ya no importaba! Ahora lo único que importaba era dejarse caer para siempre en las profundas y dulces aguas del olvido eterno y, con ello, despedirse para siempre de un mundo que siempre odié y de seres que siempre detesté.
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¡Qué tan deprimente debe ser esta tortuosa existencia para que el único consuelo real al que podamos aspirar sea el de la muerte! Y es que no importa cuánto lo intentemos, estamos destinados a fracasar irremediablemente. Los momentos de éxito o de bienestar siempre serán efímeros y no compensarán en absoluto cada agonía que nos aguarda pacientemente como un ave de rapiña en cada rincón de nuestra miserable cotidianidad.
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Mi objetivo no es cambiar el mundo, sino largarme de él para siempre. Y, a estas alturas, la inexistencia es lo mejor que podría pasarme; la muerte, lo sé perfectamente, es mi único camino hacia la verdad, la libertad y el amor.
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No odio la vida, solo detesto a quienes la poseen absurdamente; es decir, a la gran mayoría de la patética, miserable y estúpida raza humana. ¿Por qué tuvo que existir tal aberración? ¿Acaso es dios o el diablo el peor diseñador alguna vez soñado? ¿Quién daría vida a una criatura de tan blasfema y repugnante esencia sino es él mismo igual?
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Soportar la vehemente imbecilidad de los demás se vuelve un juego de niños cuando somos plenamente conscientes de lo infernalmente difícil que es intentar soportar la propia.
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Y, si de cualquier modo todo se va a terminar algún día, ¿por qué no hoy? ¿Qué caso tiene seguir adelante? ¿Por qué no tomar la navaja e incrustarla lentamente en mis muñecas hasta llegar al antebrazo? ¿Por qué no acabar con mi infinito malestar de una vez? ¿Por qué no matarme siendo que, en realidad, nunca ha habido ni habrá razones para seguir existiendo?
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El Réquiem del Vacío