Como si no fuera suficiente con el mero hecho de vivir, encima también debemos pasarnos la vida siempre bajo la incesante sombre de la muerte; suceso que, tarde o temprano, acontecerá irremediablemente. ¿Cómo entonces poder ser feliz en algo que, a lo más, se trata únicamente de una efímera y abyecta quimera? ¿Cómo disfrutar una vida que sabemos puede terminar en cualquier momento y sin que dependa del todo de nosotros tal situación? ¿Cómo creer que esta vida está hecha para nosotros cuando nosotros más bien parecemos estar hechos para la muerte? Todo habrá terminado muy pronto, lo queramos o no. No permaneceremos y cada día que creemos vivir estamos al mismo tiempo siendo asesinados en pequeñas proporciones por el más sanguinario e indiferente de todos los asesinos: el tiempo. Y no es que el tenga algo en contra de nosotros, es más bien que nuestra esencia es demasiado inferior para imponerse. Estamos destinados a una sola cosa: la extinción. Pretender que no es así es el acto de un sacrílego bufón quien se ha enamorado de sus propias falacias y quien, a través del horrible acto de la reproducción, ha delirado con perpetuar el mayor de todos los horrores: la execrable esencia humana. El resplandor no se elevará más en el firmamento donde las serpientes se retuercen alegremente. ¡Oh, pero nosotros ni siquiera rozaremos los niveles más etéreos del caos infinito y sempiterno! El león que ruge en su inmanente divinidad ha devorado nuestras sombras y ha taladrado nuestros corazones sin piedad ni rencor. La tristeza es, ciertamente, el más puro y benevolente de entre todos los estados posibles; pues solo ella nos hace sentir que vale la pena todavía llorar por algo y soñar con aquello que ya jamás volverá a ser. No podemos hacer nada: estamos totalmente indefensos y expuestos a cualquier berrinche o terremoto de lo que sea que nos haya colocado tan siniestramente en esta dimensión de anomalías rientes.
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Solamente experimentando en plenitud la dulce esencia de la soledad es que podemos apreciar cuanto nos estorban y molestan las personas a nuestro alrededor. Y, una vez habiendo saboreado esta magnífica esencia, nos resultará ya bastante difícil volver a tolerar las absurdas pláticas y ridículas acciones de los tontos que intentan devolvernos a la supuesta vida social. ¿Con qué fin querríamos esto? ¿Es que, a nosotros, los poetas-filósofos del caos, nos interesa todavía la humanidad, el mundo o esta sórdida pseudorealidad? ¡No, por supuesto que no! Nosotros nos hallamos convencidos de la inutilidad de todo progreso aquí, por rimbombante que pueda parecer ante la estúpida mirada de las masas adoctrinadas. Nosotros preferimos hundirnos en el halo de la desesperación, aunque esto nos cueste el alma y la mente en un santiamén de exótico y apocalíptico réquiem. La verdadera fatalidad es concebir que podríamos permanecer con vida todavía muchos años, pero incluso el tiempo nos ha abandonado y se muestra indiferente cuando le suplicamos un ápice de cordura. ¿Es que la locura ha devorado a los anhelos más profundos en mi lúgubre y melancólico interior? Aquellas voces dicen que sí, pero solo una dice que no: la chispa divina que aún no ha muerto en mí y que desata todas las fantasías en las cuales imagino superar mi propio reflejo erguido y deprimido más de lo normal.
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De hecho, lo que comúnmente creemos que es la verdad no es sino otra mentira más de la pseudorealidad; y acaso una aún más brutal que todas aquellas de las que nos hemos servido para cobijarnos patéticamente hasta ahora. Tan avasallante será el impacto que caeremos de rodillas como esos tontos religiosos quienes se inclinan absurdamente ante cualquier ídolo o historia de fantasía extrema. Así nosotros caeremos también, pues, al igual que las religiones, cualquier otra perspectiva, por sublime o decadente que pueda parecernos, puede ser mentira en su totalidad o parcialmente. He ahí el gran dilema: todo puede ser verdad y nada puede serlo. ¿Cómo exigir que algo esté en su totalidad constituido únicamente por la verdad y no por la mentira? En todo caso, ¿habría una única verdad absoluta y universal? ¿Le creeremos a aquel que dijo tenerla y que fue silenciado en la cruz sin mayor cautela? O ¿acaso a aquel que promulgó una nueva especie de humanos mediante la teoría del superhombre? Con el paso de los años, nos percatamos de que ninguna teoría, doctrina o ciencia podrá nunca albergar todas las respuestas. Cuando uno ya no espera nada de la vida, empero, esto, más que un problema o un tormento, se convierte en un alivio. ¿Para qué queremos verdades? Si la única verdad que contemplan mis deprimentes ojos es la de mi absurda, patética y humana existencia… Más allá de eso, ¿debería importarme acaso algo o alguien más? Fuera de lo que concierne a mi propia vida, ¿hay algo que sea cierto o falso? ¿Hay siquiera algo que sea real o ilusorio? ¿Cómo podríamos determinarlo si no nos ha sido conferida siquiera la habilidad de conocer nuestro origen y mucho menos nuestro destino? Lo único que tenemos para quebrarnos la cabeza durante las madrugadas más frías y solitarias es un tenue murmullo de brutal e infinita incertidumbre sangrante.
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La imposibilidad del amor verdadero surge al comprender que la faceta más natural del ser no es otra sino la del egoísmo y la posesión, y no la de la libertad y la independencia. Dicho de otro modo: todos quieren ser libres y amados, pero no amar ni conferir libertad. Siendo así, es inconcebible que un mono diga amar a otro; puesto que estaría yendo en contra de su propia esencia y hasta podría enloquecer. El amor humano es una tontería, un desatino funesto; un capricho del ego que no tiene parangón. Buscamos supuestamente amor puro y sincero, mas en realidad lo que queremos es despojarnos de nuestra libertad y, en paralo, encarcelar también al ser amado. Creo que, si algo puede parecerse al verdadero amor, es únicamente la más absoluta libertad; el desapego más sublime y que no exige ninguna explicación o compromiso de por vida. Claramente, los seres que habitan este horrible mundo no están preparados para algo así; y quizá no podemos culparnos, pues su origen los condena de antemano. Ahí donde contemplen a la hermosa y resplandeciente rosa, se aglomerarán como cerdos envilecidos y buscarán, a toda costa, arrancarla e inútilmente conservarla. Pero nadie le pertenece a nadie; nadie está destinado a encontrar a nadie. Este absurdo nace solamente de la incapacidad tan grotesca del mono para intentar amarse primeramente a él mismo y establecerse como un ser que, a partir de la libertad, puede acaso llegar a amar. ¡Si el ser humano no es libre siendo solo él, menos lo será estando acompañado de otros!
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No, no me maté por cobardía… Me suicidé porque cada día era más difícil soportar la realidad, a las personas y a mí mismo; y porque cada día el vacío, la tristeza, la nostalgia, la agonía, el malestar, la repugnancia, la melancolía, el hartazgo, la desesperación y la desilusión dentro de mí eran más y más grandes hasta el punto de no añorar otra cosa que no fuera mi completo exterminio. Ya no me interesaba la humanidad y acaso jamás lo hizo; esta nefanda raza de tontos adictos a la más sórdida irrelevancia no puede sino causarme náuseas. Lo que yo busco no se encuentra en esta horrible realidad, quizás en ninguna otra; me gustaría averiguarlo tan pronto como me sea posible. Mi búsqueda no culminaría tan fácilmente, sino que se prolongaría hasta dejarme inerte, hasta haberme arrebatado el último aliento y haber desfragmentado mi alma en pedazos que no podrían volverse a romper por ningún motivo. El silencio es mi único guía, la única respuesta que escucho una y otra vez proveniente de los recovecos menos conocidos dentro de mi naturaleza humana. En aquellos murmullos de inadecuada infelicidad me cobijo todavía, pues no encuentro otro reino en donde arrojar mi corona y escapar riendo con las sombras de mi sempiterna melancolía. Quizá yo soy un asesino, quizá no… Lo que necesito es estar a solas conmigo un largo tiempo, al menos el suficiente hasta que la melodía de la esquizofrenia suicida termine de conquistar el origen de mi travesía terrenal. ¡Ay, ojalá aconteciera antes aquello que yo más añoro desde lo más profundo de mi ser! Debo apuñalar todas mis versiones y hacerles el amor a todos mis desvaríos; solo así conseguiré que la llave se deslice a través de mis ojos y que la sangre fluya libremente hasta que la oscuridad envuelva todo lo existente.
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El Réquiem del Vacío