El único consuelo posible que me quedaba ya en la vida y el único que me brindaba un ápice de auténtica felicidad era saber que, sin importar lo que sea que aconteciera y sin que nada ni nadie pudiera evitarlo, al final de todo este espantoso y vomitivo circo existencial solo una cosa me esperaba: la muerte y, por ende, la nada.
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Y, cuando peor estaba, era cuando más me recriminaba por no haberme suicidado todas esas veces en que tuve tan espléndida oportunidad. Pero era yo demasiado necio y ridículo en esos tiempos para comprender que la vida y la muerte terminaban por ser la misma cosa, y que el suicidio es tan hermoso como el más bello y melancólico poema.
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La existencia no es para nada algo adecuado, sino todo lo opuesto; es algo de lo que, ciertamente, deberíamos deslindarnos tan pronto como nos sea posible o, sino, resignarnos a ser humillados por ella una y otra vez hasta que la muerte se digne en recogernos.
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La muerte no es una tragedia, sino la purificación de todas nuestras miserias; por el contrario, la vida no es un regalo, sino el emblema de todas nuestras desgracias.
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Honestamente, el único alivio que me queda en la existencia es tener plena certeza que algún día ya no estaré vivo. Así es, algún día ya no estaré en este patético mundo y no habrá ningún otro ser que vuelva a asquearme con su pestilente compañía.
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Infinito Malestar