Llegó el momento en que fui incapaz de apreciar que había buenas personas, momentos valiosos y lugares interesantes. Todo se había tornado infernalmente gris y la agonía de ser era lo único que imperaba en mi remordida alma. No tenía ya ninguna esperanza, sueño o meta. Todo estaba consumido por el vacío, el sinsentido y el hastío. Quería escapar cuanto antes no solo del mundo, sino también de mí mismo. Me arrepentía de cualquier acto cometido y me asqueaba de cualquier persona que conociera. Me parecía que la vida en sí misma era un absurdo y que la humanidad debía ser una especie de experimento fallido al que por desgracia me veía obligado a pertenecer. Pero ya no más, pues esta noche al fin habría de reunir el valor suficiente para emprender la indispensable huida hacia el misericordioso cielo de los poetas suicidas. Ya demasiado tiempo había divagado en el sinsentido y me había arrastrado por el pantano de inmundicia sin fin; demasiados eran los días que había desperdiciado tirado en cama y derramando lágrimas inútiles. La melancolía era lo único que me acompañaba entonces, lo único que desplazaba temporalmente a mi sempiterna soledad. La sombra de tu recuerdo también venía a veces, pero solo para recordarme cuán inmensa era mi lóbrega tristeza y cuán fútil resultaría cualquier intento por intentar sonreír o fingir que no era tan infeliz.
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Una vez que el hartazgo existencial extremo ha conquistado nuestro ser, ya no podremos deshacernos de él de ninguna manera. Por el contrario, se irá incrustando cada vez más profundamente y taladrará nuestra mente de modos insospechados. Ensanchará la herida ya de por sí abierta por la insustancialidad de la vida y, cual infección espiritual, no dejará de punzar en todo momento. Luego, llegará lo peor: la más sórdida depresión. Y no importará ya cuantas personas nos insten a vivir ni cuántas influencias externas nos intenten convencer de seguir adelante. De hecho, entre más se nos anime a seguir viviendo, más profunda será nuestra desesperación por la inexistencia absoluta y el suicidio. Esto, empero, creo que está muy bien; es, de hecho, la señal más evidente de que nuestro camino es el correcto. Y es así porque, para los verdaderos poetas-filósofos del caos, sentirse bien en un mundo como este donde todo está mal y cada vez peor sí que sería el verdadero y único pecado. No solo debemos sentirnos orgullosos de la náusea y el odio que experimentamos hacia nuestros semejantes y hacia todo lo humano, sino que incluso deberíamos hacer de esto una doctrina y proclamarla a los cuatro vientos. Pero no lo haremos, porque nosotros no somos así; no somos como ellos. No, claro que no… Nosotros preferimos tragarnos nuestro infinito sufrimiento, ahogarnos en nuestra agónica miseria y hacer del silencio nuestra más hermosa sabiduría. ¿Para qué proferir sermones? ¿Para qué ir a un templo y escupir nuestras perspectivas? ¿Para qué juntar multitudes y adoctrinarlas? No, nosotros estamos ya por encima de todo eso. De cualquier manera, es mejor no intentar comunicárselo a los humanos: no creo que seres como ellos (tan irrelevantes y estúpidos) pudieran entenderlo.
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Desde que comencé a vivir, únicamente una idea ha reinado en mi vagabunda mente: la implacable idea de que absolutamente nada de lo que haga tendrá nunca ningún maldito sentido. Me hallo ya en un sinsentido mayor: el de la existencia humana. De ahí parte toda mi condena, el muro que jamás podré superar sin importar cuánto lo intente. Lo más que he hecho es asfixiarme con mis propias perspectivas y atormentarme con la supuesta lucidez de mi consciencia superior. ¿De qué ha servido todo esto, al fin y al cabo? Sigo siendo humano, sigo atrapado en este cuerpo y sigo siendo un esclavo del tiempo y el espacio. Nunca conoceré la verdadera libertad mientras no me cuelgue y quién sabe si con ello la conozca; ¡tal es la incertidumbre tan abrumadora que carcome mi alma! Son tan pocos los momentos donde puedo descansar un poco, donde la vorágine de miseria y depresión no me arrastra tan violentamente para luego vomitarme en un estado mental aún peor. ¿Es en verdad todo esto necesario? ¿Simboliza este paseo por el averno un paso hacia algo que no puedo todavía dilucidar? O quizá simplemente, como todos, intento ver algo increíble donde no existe ni existirá absolutamente nada. Nada sino solo agonía, sufrimiento y tristeza; nada sino solo más y más humanidad enfermando esta triste y lúgubre realidad. Tal parece que, en efecto, solo hay tiempo para una sola cosa: seguir nuestro enloquecedor descenso hacia la insignificante perdición de nuestras almas masacradas por el vacío eterno.
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Jamás sentí aprecio por mis semejantes y en verdad no me arrepiento de ello. ¿Cómo podría sentir aprecio por seres totalmente plagados de vicios, obsesiones absurdas y metas ridículas? Encima, estos idiotas insolentes se atreven a proclamarse libres y racionales; cuando son tan prisioneros de todo a su alrededor que es hasta tragicómica su postura ante la realidad. Por lo tanto, veo que hice bien en siempre despreciarlos a todos y en nunca haberme relacionado de ninguna manera con nadie más allá de lo mínimo indispensable. Y sí, es cierto que siempre estuve solo. Pero ¿acaso no es mucho mejor la soledad que la compañía de toda la humanidad en conjunto? ¿No es mejor estar siempre solo que acompañado de viles marionetas del azar y del tiempo? ¿No es mejor estar muerto que seguir viviendo en un mundo donde nada tiene el más mínimo sentido y donde todo está diseñado para causar desesperación y sufrimiento? Incluso la felicidad que pudiera experimentarse aquí tan efímeramente era solo el preámbulo de una agonía mayor, pues el ciclo nunca se detendrá hasta habernos consumido por completo, hasta haber extraído de nosotros hasta el último resquicio de amor y posible alegría. Quien quiera salvarse a sí mismo, así pues, tiene solamente dos opciones: terminar de enloquecer o cortarse las venas esta misma noche.
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No importa cuán bien creamos que van las cosas, la realidad siempre tendrá algo especialmente siniestro aguardando para nosotros. Y justamente esto es parte de la fatídica trampa: la ilusión de un falso bienestar que a veces experimentamos con el único objetivo de incrementar nuestra agonía cuando llegue algo mucho peor que lo anterior. La vida es un constante ciclo en el que llevaremos siempre las de perder y en el cual la desesperanza parece ser lo más verídico que pueda ser experimentado. El final se acerca, cada vez nos encontramos más a la deriva y sin ánimos de sonreír para aparentar que no estamos ansiosos por matarnos. Mentimos casi todo el tiempo a otros y más a nosotros, pero quizá no tenemos de otra; quizás es nuestra aciaga naturaleza la que nos arrincona en una celda llamada tiempo. No podemos huir, aunque así lo quisiéramos con todo nuestro ser. Estamos condenados y lo estaremos hasta que el ocaso de nuestro tormento se haga latente. Entonces acaso descubriremos algo que romperá con todas las limitaciones de nuestra lamentable condición humana, algo que nos volará la cabeza y nos pondrá en guardia contra una nueva amenaza en el plano del cual tanto nos costó escapar. Por el momento, solo podemos añorar que no exista el mañana; solo podemos llorar amargamente hasta que el anochecer nos haga olvidar que aún estamos aquí. ¡Ay, si tan solo hubiera algo de esperanza! ¡Si tan solo todas nuestras dudas no se encajarán tan profundamente en nuestro atormentado y deprimido corazón! Para suicidarse quizá no hace falta tanto valor, sino simplemente llevar la náusea existencial al extremo.
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Infinito Malestar