Una vez más lamentaba mi condición, pues la sensación de miseria absoluta y de vacío existencial no menguaban ni un poco, pero, al mismo tiempo, tampoco tenía aún el valor de abandonar esta absurda pesadilla llamada vida. Tal era mi situación, tal era mi inmanente sufrimiento y tal era la forma en la que me veía condenado a seguir existiendo hasta que mi cuerpo se pudriera y mi alma enloqueciera por completo.
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Estaba triste, pero mi tristeza iba más allá de las cosas de este mundo: mi tristeza era este mundo.
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Mi corazón, mente y espíritu simplemente ya no soportaban seguir en esta falacia de realidad. Todo era tan absurdo y ridículo, todas las personas tan estúpidas y todos los lugares tan aburridos. Solo me quedaba una posibilidad para escapar, aunque ello implicase destruirme por completo; aunque, de hecho, sabía que eso era lo mejor para mí y para todos: morir.
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Cuando los problemas mentales son la desesperación de existir, el hartazgo existencial extremo y el anhelo de la inexistencia absoluta, no existe ningún medicamento, terapia, libro, religión, creencia ni ninguna otra bagatela que pueda salvarnos; ninguna salvo quizá solo el encanto suicida.
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La muerte es acaso el único placer real y permanente que podemos experimentar en nuestra miserable y patética existencia.
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¿Por qué diablos existía este mundo? Me parecía incomprensible tal abundancia de sinsentido y estolidez, tan repugnante desfachatez de humanidad esparcida. Pero no había respuestas, ni siquiera indicios que mostraran un camino. Quizás entonces este mundo era solo consecuencia de un caos nauseabundo que convergió en la peor pesadilla alguna vez soñada.
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La Agonía de Ser