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La Execrable Esencia Humana 41

Las banalidades y contradicciones del nefando mundo humano distraían mi trastornada mente por unos instantes, pero no los suficientes como para evitar mi sublime suicidio, pues realmente ya nada quedaba para alguien como yo que vivía detestándose tanto a sí mismo y añorando cada noche no volver a abrir los ojos jamás. Nunca me había sentido parte de esta absurda realidad y cada vez la náusea era más fehaciente e intensa. Debía colgarme cuanto antes, no debía soportar este funesto tormento ni por unos segundos más.

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Y así, esta tarde lluviosa y siniestra de este lóbrego domingo, culminaba una pequeña porción de las inquietudes de otro espíritu atormentado por la execrable existencia y sus deprimentes vertientes. Era otra vez esa caterva de reflexiones pesimistas y absurdistas cuya convergencia no podía ser otra sino el Hartazgo Existencial Extremo y la única solución posible ante tal dilema: el suicidio. ¿Qué caso tenía posponerlo? ¿Para qué envolverme en la fatal telaraña de mentiras y autoengaños en la que se hallaban todos tan cómodamente enredados? Yo era uno más, pero no por mucho…

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Ya no quería hacer nada, puesto que ya no había nada que me interesara en este repugnante mundo humano. Tan solo mantenerme alejado de todo cuanto en él imperaba y de sus ominosos habitantes era mi única alternativa; huir tan lejos como fuera posible de este caos atroz y blasfemo hacia el cual no podía sentir otra cosa que no fuera desprecio, asco o intolerancia. Era una locura no enloquecer después de algún tiempo mezclándose con la humanidad, pues todos ellos eran unos idiotas sin alma a quienes debería arrojárseles por siempre al abismo más profundo y lamentable. Monos sin cerebro y sin consciencia, delatores de lo más inmundo y adoradores de lo más trivial.

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¿Era mucho pedir que la muerte llegase precisamente esta noche? En verdad no podía saberlo y tal vez no dependía de mí la dolorosa elección, pero estaba ya muy cerca; tanto que podía sentirla respirándome en la nuca y susurrándome en la oscura sombra de mi soledad, tanto que hasta toleraba seguir viviendo un día más. Su llegada debía disolver todas mis dudas, mis lamentos y mis tormentos; debía proporcionarme aquella felicidad imposible de percibir en las cosas del mundo terrenal. O ¿era yo un demente cuyos pensamientos se habían fragmentado al mismo tiempo que los espejos en su interior? Mi sangre no soportaba ya la miseria, mi corazón quería detenerse ahora mismo… Y yo tan solo deseaba que la vida fuera un poco menos trágica y que la melancolía de la muerte viniera en mi auxilio esta noche.

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El suicida reflexivo, paradójicamente, no tiene razón más elevada para matarse que el amor hacia una existencia que cree odiar y que, a través de su desaparición en este aciago mundo y de su unión con la muerte, busca purificar en un desesperado intento por hallar un ápice de verdad, pues comprende lo falso y absurdo de la esencia humana y todo lo relacionado con ella. Cuando uno se mata de este modo, no puede haber ni una pizca de cobardía en ello; sino todo lo contrario. Y en verdad creo que casi nadie, si no es que nadie, a lo largo de toda la historia, se ha matado mediante el suicidio purificador, reflexivo y sublime que devuelve al alma sus verdaderos colores, sonidos y formas.

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