Y puede que tal vez solo continuemos viviendo por pura inercia, pero sin sueños, ganas ni deseos ya de nada. De ser así, creo que nuestra muerte sería incluso más vida que muerte. De ser así, creo que entonces seríamos los más grandes mentirosos que la vida o la muerte hayan conocido. Nos aterra la idea de paladear el más allá, mas no somos capaces de vislumbrar el infinito horror existencial en el que nos sentimos tan paradójicamente seguros y del que no queremos, por cobardía o tontería, escapar. Si pudiéramos percibir el esquizofrénico cúmulo de aberraciones, contradicciones y tragedias en el que vivimos, quizá nadie dudaría ni un segundo en abandonar esta abyecta e incomprensible realidad.
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Creo que he llegado a mi límite, pues realmente ya no soporto a la humanidad. Me molesta todo: que me hablen, que me pregunten cosas, que me vean. Tan solo quiero desaparecer por la eternidad, irme a otro mundo donde no haya personas. Quiero estar solo y en verdad odio a todos por ser tan estúpidos y absurdos. Odio esta asquerosa realidad y este nauseabundo cuerpo que juntos forman la prisión perfecta. Odio haber nacido, porque ahora debo preocuparme por matarme. Y, en fin, creo que moriré en los brazos del inmenso odio que siento conquistar cada recoveco de mi ser cuando pienso en que no me suicidaré al anochecer. Otro fracaso más, otra promesa arrastrada ferozmente por el silbido anómalo del tiempo. Y yo que sigo aquí, que aún requiero de este cuerpo y de esta consciencia sin merecer ya su regazo. ¡Y la muerte que no viene, que se escabulle como una serpiente sabia entre el ramaje de mi intrincada tristeza existencial! ¡Y yo que ya no puedo más, que me solazo con mujeres de belleza excepcional cuyas caricias son todavía más breves que mi propia felicidad!
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Creo que en verdad odio ser yo, pero quizás odiaría más ser alguien más. Si no fuera yo, indudablemente me habría ya suicidado hace tanto. Lo único que evita mi suicidio, al menos temporalmente, es la efímera idea de que todavía me amo, aunque sea un poco; al menos un poco más de lo que me odio. Pero debo invertir esta proporción, debo reunir todo el hastío que siento y hacer de él el brebaje sagrado que habrá de desvincularme para siempre de este sueño tan mal hilvanado.
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Nada ha cambiado hasta ahora ni cambiará mi postura sobre la vida, pues cada mañana que despierto mi percepción es que estoy siendo humillado y torturado física, espiritual y mentalmente. En fin, ¿cómo no sentirme así si la miseria y el sinsentido son lo único que impera en esta existencia infernalmente repugnante y banal? Ese pobre y patético optimismo al que tantos asnos se aferran sin razón alguna es muestra fehaciente de que el ser está diseñado para percibir oro donde solo existe basura; o, inclusive, donde no existen ni siquiera migajas qué mendigar o qué barrer.
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Si la vida no fuera algo detestable, tal vez podríamos tener opción de elegir si estar en ella o no. Pero tal no es el caso y desde ahí ya podemos percatarnos de la ridícula y horrible imposición que vivir significa. Simplemente no tenemos elección, somos forzados a existir sin tener en cuenta si queremos o no hacerlo. Entonces, por lo menos, deberíamos poder elegir si queremos o no seguirlo haciendo. Mas tal elección ha sido ya determinada por alguna fuerza desconocida que, en su inicuo sinsentido, nos ha puesto en contra de nosotros mismos al atormentarnos con cada decisión, variable y situación ante las cuales no podemos sino quebrarnos la cabeza. El infinito se apodera del pasado y obscure el futuro; nuestro presente es entonces una atemporal e irónica broma de mal gusto.
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Manifiesto Pesimista