Punzante Reflexión

No había ningún motivo para seguir adelante, esa era la verdad. No obstante, lo negaba diariamente, ya fuese por temor o estupidez. Y entendía que también las personas estaban ciegas y que no podrían percibirlo nunca. Pero, al final, el posible sentido de la vida siempre terminaba por estar ligado a otras personas, a momentos y lugares ajenos a nuestro ser. Es decir, era lo externo lo que falsamente creíamos como importante. Y así era como conseguíamos vivir y engañarnos, pues nos rehusábamos con tonta necedad a aceptar que, en el fondo, todo era absurdo. Lo era desde que había que morir, pues, si bien es cierto que había cientos de teorías, ideologías y creencias acerca de por qué estábamos aquí, ninguna era del todo cierta, ya que todas se alimentaba de la incertidumbre y la especulación.

Y, si existía algo como el sentido de la existencia, no podríamos saberlo con seguridad en vida, acaso solo en la muerte. Pero entonces, ¿ya de qué serviría saberlo? ¿No sería mejor saberlo ahora que estamos vivos? Y bueno, creo que eso ilustra el punto: aquí y ahora, mientras estemos vivos, resulta imposible discernir el sentido de la existencia con certeza y, siendo así, se llega a lo mismo de siempre: que todo esto es absurdo. Sí, no podría haber otra explicación, no en el punto al que yo he llegado. El absurdismo de mi infame y vil existencia que ha conquistado cada rincón de mi ser, terminando por convertirme en un fantasma que ya ni siquiera respirar tolera. O, al menos, no sin sentirse abrumado por el infinito abismo del vacío más sórdido. Al final, lo único que me mantiene respirando en esta realidad asquerosa es tan solo la encantadora idea del suicidio.

Y, dentro de todo, recordaba el dilema de la jarra de agua. No había ejemplo más claro del absurdo de la existencia que ese: la jarra que se vacía. Entonces un sinfín de preguntas me atormentaban. ¿Por qué tenía que vaciarse la jarra? ¿Por qué tenía que volver a llenarla? ¿Por qué tenía que tomarme el agua de la jarra? Era un ciclo infernal y así con todo. Como los viejos dilemas de la cama que debíamos tender para volver a destenderla, de la comida que debíamos ingerir para desecharla, del aire que debíamos inhalar para exhalarlo, de la vida que debíamos vivir para, absurdamente, terminar muriendo. O, si no se era tan cobarde y vil, se podía aceptar el divino regalo al que aspiran los poetas sublimes en la cumbre del anhelo fulgurante: el suicidio. Pero todas estas locuras, bien sabía, no eran sino humanas especulaciones. Y, en el fondo, había algo que me torturaba mucho más que todo lo anterior: lo mucho que me odiaba a mí mismo.

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Locura de Muerte


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Capítulo VII (LVA)

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