¿Por qué debemos pretender que somos buenos cuando en el fondo lo que deseamos es ser malos? Ese es el problema de esta existencia, que incluso debemos reprimir nuestra auténtica esencia porque alguien o algo ha dictaminado lo que es correcto y lo que no. Mientras sigamos cerniéndonos a todas estas limitaciones y reglas absurdas, jamás lograremos acercarnos a descubrir quiénes somos en realidad; por el contrario, nos alejaremos cada vez más hasta llegar al punto de no retorno. ¡Cuánto daño nos hemos hecho a nosotros mismos, cuánto hemos condenado a nuestro pobre corazón a las miserias de esta efímera travesía! Si tan solo sintiéramos lo divino en cada partícula del todo, nuestra autopercepción se metamorfosearía en un cántico que no es el de un ángel ni el de un demonio, sino el de una criatura que ya no teme más abrazar su hermosa y multicolor libertad.
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Por suerte, sin importar cuán estúpidos creamos ser, siempre habrá alguien que nos superará. Eso ya es un consuelo dentro de este inmenso desconsuelo existencial; o, cuando menos, deberíamos sentirnos menos solos… Pues la soledad puede no ser más que eso: un grito desesperado del alma que no encuentra resonancia en ningún espejismo y cuyo reflejo se ve a cada momento oscurecido por atemporales invenciones de nuestra atormentada consciencia. ¡Ay, si pudiéramos reconocernos un poco en nuestra más pura esencia! Creo que entonces seríamos felices por unos cuántos segundos antes de nuestro funeral.
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Tal vez lo que en realidad nos atemoriza tanto de morir no es lo que pueda pasar, sino lo que pueda no pasar. Naturalmente, buscamos controlarlo todo y humanizarlo. Pero ¿qué hay de aquello que está más allá de nuestro entendimiento, de lo sobrenatural? Sería ridículo pretender que nuestra limitada esencia podría ayudarnos un poco en este naufragio de incertidumbre y contradicción. O es tal vez que no queremos aceptar la libertad que nace justo en donde muere nuestro ego; tristeza y risa, lloriqueos de un recién nacido que se asombra ante el resplandor del sol.
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Cuanto daño nos hacen las cosas que no son reales, pero quizá no tanto como las que sí lo son. En nuestro interior hierven deseos por sentir, pero nos encarcelan todos los prejuicios que la pseudorealidad se ha encargado de solidificar con el único fin de mantenernos sumergidos en las oscuras falacias de la culpa y el miedo.
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¡Pobre e inmunda criatura es el triste ser humano! Vagando sin sentido alguno en el sinsentido universal y en el caos existencial, autoengañándose con cualquier bagatela que le permita olvidar su miseria y matizar un poco su vacío, pretendiendo que puede saberlo todo cuando en realidad no sabe nada. Milenios se han perdido siempre tras enmascarada racionalidad, pero cuyos resultados han sido el apocalipsis de la verdad. Nadie puede enseñar nada a nadie realmente, muchos menos cómo debe vivir. No existe un único camino, solo existe el infinito y sus formas de alterar el tiempo para crear la sugestión tan poderosa que es la realidad.
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Vivimos en una distopía llamada civilización que nos esclaviza al mismo tiempo que nos protege, y cuya única forma de libertad verdadera es el suicidio. Vida y muerte son aciagos intermediarios detrás de la danza cósmica cuyos sonidos alebrestan el firmamento y enloquecen a las sombras del ayer. Quien quiera que añore la auténtica libertad, deberá también primero aprender a danzar; danzar con el corazón, el alma y el espíritu.
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Manifiesto Pesimista