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Sempiterna Desilusión 21

¿Por qué debería permitírseles a esas personas que no se sienten inconformes con su humanidad el seguir existiendo? Es decir, simplemente retrasan lo inevitable mediante todo tipo de ridículos mecanismos y falsas doctrinas. ¿Cómo pueden andar por ahí tan tranquilamente sin sentir infinita desesperación de cuán mediocres, ignorantes y absurdos son? No cabe duda de que esta vida es el infierno mismo donde el peor crimen ni siquiera es la bestialidad o la traición, sino la mentira. Y el mono parlante, ciertamente, es experto en ello. No tanto en mentirle a otros, sino en mentirse a sí mismo; el arte del autoengaño, así podríamos denominarlo. La verdad es que yo ya no puedo hacerlo y tampoco quiero; prefiero continuar sufriendo antes que volver a experimentar un falso bienestar proveniente de una persona, una ideología o una teoría demasiado mundana. Eso y no otra cosa es lo que la gran mayoría de simios subdesarrollados hacen con tal de no aceptar que sus vidas son una porquería y que más les valdría pegarse un tiro esta misma noche. ¿Cuál puede ser el sentido de este viaje aberrante por esta pesadilla carnal? Tanto sufrimiento por todas partes, impregnándolo todo con su vaho inmundo y escupiéndonos en la cara con cinismo avasallante. ¿Es que alguien en serio considera la felicidad como un estado asequible y permanente? De ser así, ¿por qué siempre es lo externo lo que parece ocasionarnos mayor placer? ¿Es que en nosotros mismos no queda ya nada o quizá nunca lo hubo? Si todo esto no es otra cosa sino un sueño demente dentro de un holograma casi perfecto, entonces la auténtica broma sería no suicidarse de inmediato y con una benevolente sonrisa en nuestro afligido rostro impostor.

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¡Qué profunda tristeza siento por aquellos pobres diablos que ni siquiera pueden percatarse de la inmensa equivocación que significa su superflua existencia! Actúan como tontos, cumpliendo a la perfección el absurdo rol que les ha sido designado por la pseudorealidad. Se enamoran, se casan y se producen asquerosamente; engendran más títeres que en el futuro seguirán el mismo sendero de estupidez y sinsentido que ellos. ¿Hasta cuándo se prolongará este ominoso y blasfemo ciclo? ¿Hasta cuándo se permitirá que el sufrimiento y el hastío sean más embriagantes que la inexistencia absoluta? Sé que ellos no pueden verlo, que nunca podrían entenderlo… Los humanos están ciegos, están todos encantados con su nefanda y horrorosa esclavitud. No hay forma en la que puedan despertar todos esos peones de la máxima irrelevancia, pues incluso creo que, a estas alturas, resultaría más bien peligroso el intentar un cambio de tal envergadura. Todos ellos, indudablemente, merecen ser exterminados sin compasión alguna; merecen una existencia todavía peor que esta en la que puedan purificar sus almas corrompidas. No sé si para tales criaturas la vida o la muerte es lo más adecuado, pues todavía hay demasiadas cosas que desconocemos y que acaso jamás averiguaremos. Lo cierto es que la raza humana parece a todas luces ser solo un cruento error, una equivocación desmesuradamente absurda que por desgracia se ha reproducido y ha infestado este lamentable planeta. ¿A quién le importa el destino de la humanidad? ¿Qué más da si este mundo se va al carajo hoy, mañana o nunca? Tal parece que la indiferencia es la principal característica de quien sea que nos haya diseñado para un propósito meramente experimental y de lo más siniestro. ¡Ay, cuánto daño nos hemos hecho a nosotros mismos al habernos asignado una importancia capital en la creación! Vivimos tan poco y de manera tan estúpida que incluso deberíamos sentirnos agradecidos porque se nos permita hacerlo.

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No vale la pena intentar salvar a la humanidad, ya que quizás ha estado condenada desde su lamentable y repugnante origen. Quién sabe si entonces valga la pena intentar salvarnos a nosotros mismos, puesto que, después de todo, siempre seremos demasiado humanos como para aspirar a algo más. Pobres diablos como nosotros merecemos únicamente la extinción, la extirpación de cualquier estado de la materia que pueda volver a conformarnos y conferirnos consciencia alguna. De hecho, es esta nuestra eviterna maldición: el ser cada vez más conscientes de nuestra ignorancia, irrelevancia e insensatez. ¿De qué sirve entablar pláticas con otros? ¿Qué sentido tiene conocer a alguien e intentar reproducirse? ¿No estaríamos con ello solamente alimentando a la pseudorealidad y reafirmando, así pues, lo humanos que todavía somos y seremos? ¿Por qué no mejor matarse? ¿Qué de inmoral o malévolo puede haber en el acto suicida? Quizás hemos creído hasta ahora todas las tonterías propagadas por religiones, doctrinas y demás basura que se ha encargado de limitarnos y adoctrinarnos de manera fantástica. Pero la verdad es que en el sublime acto de quitarse la vida veo yo el acto de amor propio más desinteresado y divino al que pueda aspirar un mono trastornado y demente como el ser humano. La suerte parece una contradicción atemporal, mas la muerte habrá de revelarnos un susurro mediante el cual podamos iluminar brevemente la sibilina oscuridad detrás de cada sonrisa fingida y amargo recuerdo de inexistente verdad.

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Lo que el ser entiende por felicidad, bienestar o plenitud no es sino el reflejo de cuán efectivo ha resultado al adoctrinamiento en su patética y fatal existencia. La verdad es que los dos estados más plausibles en esta realidad son el sufrimiento y el aburrimiento; y si es que existe algún posible bienestar debe hallarse únicamente en la muerte. Mientras vivamos, innumerables horrores nos aguardan y diversas cortinas henchidas de agonía esperan que ilusamente penetremos en ellas con bárbara ingenuidad y doloroso azar. ¡Qué increíble es la anómala fuerza con la que no aferramos a este imperante sinsentido cósmico en un desesperado intento por prolongar solo un poco más nuestro inevitable ocaso! No podemos concebir que la vida no nos pertenezca, que no seamos algo más que un pasajero desvarío en las garras del tiempo indefinido y la tragedia irreconocible. Tal vez, si no fuésemos tan necios, podríamos contemplar otras perspectivas y sentir que le pertenecemos irremediablemente a la muerte. La locura entonces es el querer siempre más de lo efímero y perecedero, de todo aquello que decae y está condenado a desaparecer; nosotros mismos somo parte de esta irreal solicitud, de este peregrinaje innombrable al que ya nos hemos costumbrado a falta de algo mejor. Mas pronto, quizá mucho más de lo que imaginamos, seremos raptados por la nada y dominados por extrañas ensoñaciones más allá de la razón. ¿Qué haremos entonces? ¿Seguiremos añorando la infausta cotidianidad de nuestra mísera existencia o reconoceremos al fin la futilidad de cada uno de nuestros sórdidos actos? Comenzando, claro está, por nuestro horripilante y deprimente nacimiento.

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No sé por qué siempre me abrumó tanto la intrascendencia de este sórdido mundo y de sus nefandos habitantes. No sé por qué siempre tuve la extraña convicción de que lo humano era algo inferior que debía ser masacrado, destruido y superado para dar paso al superhombre. Pero estas quiméricas concepciones se veían ultrajadas sin parar por la triste e infausta realidad de las cosas. El ser humano estaba cómodo en su ominosa miseria, en su infierno latente; se sentía pleno siendo lo que era y no veía nada de malo en continuar envileciéndose y existiendo del modo tan patético en que lo hacía. Entonces yo era el que estaba equivocado, yo era el tonto antes los hechos. Ellos simplemente se entregaban a los execrables designios de su terrenal naturaleza humana, puesto que no conocían nada más y no querían hacerlo. Entonces sencillamente me quedaba un camino: callarme, aislarme, enloquecer y finalmente suicidarme. Ese y no otro era siempre el destino de los espíritus sublimes y la historia lo corroboraba así. Dejemos, pues, que estos monos se regocijen en su absurdidad hasta su aciaga muerte y busquemos nosotros la nuestra, pero mediante la sublimidad y la soledad. No necesitamos sus doctrinas arcaicas que proclaman una salvación totalmente incompatible con nuestros ideales supremos; tampoco estamos interesados en las prácticas tan obsoletas mediante las cuales pretenden justificar sus anómalas invenciones en la anulación del yo. El yo no debe ser anulado, simplemente purificado y unificado con lo divino. ¿Por qué anular lo más real que tenemos, y acaso lo único, en nuestra inconmensurable, trágica e infernal desesperanza?

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Sempiterna Desilusión


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