Podía hacerme miles de autoengaños, contarme todos los cuentos habidos y por haber o cegarme tanto como pudiera; pero, al final, siempre terminaría, de un modo u otro, torturado por el implacable absurdo de la existencia. Al final, siempre estaba esa maldita pregunta que no podía ser respondida por nadie ni con nada: ¿para qué existir? Mucho menos podría responderla un absoluto enfermo y extraño mental como yo, que había decidido aislarse por completo del mundo entero y cuyos ecos suicidas ya no podrían ser jamás escuchados por ninguna entidad divina o superior (de existir). Creo que, en realidad, todo fue siempre en vano. Algunos casuales encuentros con el destino me hicieron atisbar la profundidad e inmensidad del asunto, la imposibilidad de ir más allá en mi forma humana. Debía escapar de esta prisión carnal que era mi cuerpo, ese era el primer paso para un auténtico despertar. Mientras así no lo hiciera, mientras me aferrase a los placeres más mundanos, nada cambiaría verdaderamente… Mas ¿qué era la verdad? Era esa otra de las grandes interrogantes que durante toda la historia de esta grotesca y blasfema raza no había podido ser respondida. Lo único cierto era que el ser parecía no poder vivir en paz y sin querer dominar a otros; no le bastaba creer en alguna ridícula doctrina o ideología, sino que, para sentirse realizado, requería que otros aceptaran sus perspectivas como la gran verdad universal. ¡Oh, qué horrible era esto! La tonta y triste humanidad en sí era un vomitivo despliegue de ignorancia atroz; un cúmulo de monos subdesarrollados quienes, en su inenarrable estupidez, habían alucinado con ser la creación de un Dios demasiado humano.
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Nada más putrefacto y lamentable que la ridícula monotonía de los días, con ese matiz de insustancialidad tan inmenso que terminaba por opacar cualquier alegría o dolor. Una indiferencia insana se apoderaba entonces de mi contrito interior y únicamente fantaseaba con formas cada vez más grotescas de homicidio o suicidio. Sin embargo, todas mis fantasías eran inútiles; pues, pese a todo, yo seguía vivo. ¡Maldita sea! Ese era el gran problema siempre: mi sombrío origen, el crítico instante en que se originó mi contradictorio nacimiento. ¿Era concebible que alguien como yo viniese a esta dimensión plagada de monos sin sentido? ¿Por qué no podía pensar como todos ellos? ¿Qué había en mí que era tan diferente al resto? ¿Estaba enfermo, loco o era muy tonto? En verdad, ninguna respuesta parecía llegar a mí por ningún medio. Había buscado en libros, teorías, doctrinas y prácticas de toda índole aquello que pudiese explicar tal divergencia; todo había sido de una futilidad bárbara, dejándome en un estado de paroxismo suicida. Creo que lo mejor es solo tirarse en cama, deprimirse dulcemente y esperar la gloriosa venida de la muerte. Al menos para mí sería lo más adecuado y lógico, algo que iría bien con mi personalidad decadente. Sé que nadie me comprendería, que para ellos sería yo algo así como un extraterrestre; ya me he resignado a ello y no busco consuelo alguno en lo humano. Lo que me gustaría es conversar, aunque fuese solo unos segundos, con un ser superior; con algo o alguien que estuviese más allá de todas las limitaciones, percepciones y contradicciones que gobiernan repugnantemente esta nefanda pseudorealidad.
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Ser… pero ¿por qué o para qué? ¿Qué propósito tiene lo que hacemos, decimos o pensamos? ¿Hacia dónde va este barco viejo y deprimente que anda a la deriva y que jamás toca puerto? ¿Qué clase de bestiales contradicciones nos tiene aún preparadas la existencia en la muerte? ¿Qué especie de delirios debemos hacernos para no aceptar que el suicidio será siempre la mejor opción para ser feliz? Pero no, no estamos todavía listos para algo así; para una teoría de tal envergadura que considerase a la muerte como lo más divino, el mono no estará listo acaso jamás. Todo lo que esos parásitos infaustos añoran es reproducirse sin sentido alguno, para luego contaminar a sus engendros y cumplir así con su papel de títeres manipuladores. La pseudorealidad, desde luego, se beneficia inmensamente con ello. De ahí que, pase lo que pase, siempre será una prioridad para el mono el instinto sexual y la fornicación. El malsano engranaje no puede ser detenido, sino que solo se refuerza cada vez más y perfecciona las incuantificables argucias mediante las cuales nos atrapa en sus ominosas entrañas para ya jamás soltarnos. ¡Ay, si tan solo pudiésemos percibir más allá de la superficialidad con que estamos tan acostumbrados a mirarlo todo! Más de uno enloquecería o se mataría de inmediato, puesto que el infinito haría trizas su endeble razón y fulminaría en un santiamén su putrefacto espíritu. No, el caos y todas sus vertientes detrás de las cuales reían los dioses no estaba hecho para todos; de hecho, para casi ninguno. ¿Quién soportaría tal presión? ¿Quién podría adentrarse en el cósmico y sibilino halo de la desesperación para conocerse a sí mismo y saborear el elíxir divino? Nadie, casi nadie… Mucho menos seres tan torpes e infames como los humanos actuales: prisioneros irremediables de cada uno de sus placeres y viles consumidores de todo aquello que envilecía sus almas.
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De nada sirve tomarse las cosas en serio ni preocuparse por absurdas responsabilidades, dado que todo es y será siempre carente de sentido. Incluso, a veces es hasta mejor divertirse con la miseria propia y más de la ajena. El mundo es un teatro y nosotros somos execrables marionetas, manejadas por oscuros intereses y cuya voluntad desde hace tiempo ha sido anulada. Creemos tener personalidad y ser auténticos, pero esto es tan solo un insano truco más del sistema: hacernos creer que somos libres e importantes ¡Nada más cierto que lo opuesto, nada más real que nuestra evidente irrelevancia! Ni siquiera podemos pasar un corto tiempo sin volvernos dependientes de algo o alguien, pues al instante sentimos la necesidad de ser escuchados por aquellos que decimos despreciar. Quizás es imposible aislarse del todo de lo humano, puesto que en nuestro sórdido interior bullirán anhelos silenciados que suplican por ser liberados y hacer de nosotros unos asesinos insaciables. Tal es nuestra esencia en su forma más pura: la dualidad entre lo que creemos es el bien y el mal. Mas acaso tales conceptos únicamente sean abstracciones que fungen como mecanismos de tortura emocional, ya que son aplicables siempre dependiendo de la perspectiva. ¿Quiénes somos sino seres brutalmente adictos a la mentira y el placer inmediato? Nos fascinan los cuentos de dioses que habitan en reinos celestiales, nos embriagan las fábulas de supuestos iluminados que quisieron guiar a la humanidad hacia su salvación. ¡Como si algo así fuera posible! ¡Como si cada uno no tuviera ya la oportunidad de ser su propio juez! No reconocer tal voluntad en uno mismo es, a mi parecer, lo mismo que no haber vivido hasta ahora.
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No puedo evitar pensar que hemos sido hechos solo para sufrir, sufrir y volver a sufrir hasta la muerte. Es casi como si todo en nuestra humana y sacrílega naturaleza estuviese confeccionado solo para experimentar el dolor más agudo en todas sus facetas: físico, mental y emocional. Quien sea que haya diseñado al ser, debe ser un maestro en el arte de la tortura; pues diseñó a la especie más perfecta en cuanto a sentir sufrimiento se refiere y le adjudicó la fantástica capacidad de experimentar toda clase de emociones con una intensidad avasallante. Quizá solo ese sea el gran mérito de este galimatías terrenal, de esa ridícula pesadilla que por desgracia nos vemos obligados a soportar. Si fuera posible no sentir, si pudiésemos anular nuestras emociones… ¿Qué caso tendría? Tal vez seríamos incluso más miserables y estaríamos aún más vacíos que ahora. Otra de las inmensas contradicciones que tanto nos rompen la cabeza y nos taladran el corazón; acaso porque somos demasiado débiles y no podemos (o no queremos) reconocer que nuestra razón es sumamente limitada. Nos cuesta tanto aceptar nuestra grotesca inferioridad, nuestro aturdimiento espiritual. Habíamos creído que éramos superiores, que nuestra ciencia y tecnología reemplazarían las mentiras de las religiones; nuevamente, espejismos encantadores nos hacen ver nuestra trágica suerte. El ser aún no está listo para mirar las cosas desde una óptica superior; por el contrario, parece que cada vez se hunde más en su aciago pantano de pintoresca ignorancia y deprimente obsesión por lo menos importante.
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A estas alturas, nada ni nadie logrará convencerme de que el sentido de esta execrable existencia no es el sufrimiento y/o el aburrimiento. Son muchas las horas invertidas ya en estos elementos como para preservar aún un ápice de esperanza o un resquicio de falsa salvación. Solo la muerte, con su misteriosa y mística esencia, será capaz de hacernos olvidar el infinito conglomerado de miseria, estupidez y hastío que nos vemos obligados a soportar durante nuestra absurda estancia en esta horripilante y vomitiva pseudorealidad. ¡Ay, la tragedia de la existencia nos invade con su todopoderosa melancolía! El horror de la rutina, la monotonía de cada interacción y lo insoportable de este funesto galimatías son algo capaz de trastornar al más cuerdo. ¿Qué podía esperarse de nosotros quienes ya de antemano estábamos dementes? El teorema del caos que azota nuestro interior es lo que jamás comprenderemos, el rompecabezas imposible de armar poseyendo una forma humana. Las terribles limitaciones a las que nos vemos sometidos son de una envergadura inenarrable, casi infernal. ¿Cuándo podremos percibir los ojos de Dios y no sentir que queremos matarnos al instante subsecuente? Si solo somos náufragos de lo divino y adictos al sufrimiento espiritual; nos fascina aquello que nos destruye porque estamos hastiados de una vida en cuyas redes solo podemos alucinar y deprimirnos. Soñamos con un cambio, con una mejora o una revolución; con un dulce melifluo capaz de envolvernos en su halo magnificente y no volver a depositarnos, ni mañana ni nunca, en esta abyecta dimensión tan de sentido carente. La pseudorealidad nos ha vencido, ha extirpado cada uno de los símbolos en los que creíamos hallar refugio. No quedan más espejismos, ilusiones ni mentiras; no queda ningún otro ser, momento o lugar que pueda impedirnos cumplir con nuestro inmarcesible destino: el suicidio.
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Infinito Malestar