El suicidio llegó en el momento más preciso, justo cuando la desesperación de existir había ya empapado por completo mi alma, cuando tus labios se habían enfriado para siempre, cuando la bebida ya no podía proporcionarme un pasaje donde reconfortarme y cuando las mujerzuelas ya habían dejado de excitarme. Pues solo entonces comprendí que verdaderamente había muerto mi espíritu y que solo quedaba de mí un pedazo de carne que me negaba a continuar manteniendo con “vida”.
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Contigo creí ser feliz, en tus labios creí vislumbrar algo más maravilloso que en la muerte misma. Pero solo era yo engañándome, pues todo fue un funesto sueño, pues aquel patético soñador era yo recordándote por última vez, antes de meterme una bala en la cabeza.
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Una vez que la desesperación de existir ha conquistado nuestro ser, ya no hay ningún remedio que pueda hacernos volver a nuestro anterior estado. Y es donde comienza la verdadera tortura: la de ser plenamente conscientes del sinsentido en que se sostiene nuestra miserable existencia.
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Los humanos no querrán escuchar ni ver nada que no tenga que ver con sexo, dinero y entretenimiento. Así son felices aquellos títeres, siendo esclavos de la pseudorealidad, sin percatarse del gran engaño que guía y nutre sus ominosas vidas. Y, si por casualidad llegan a percatarse un poco de esto, preferirán ignorarlo, afirmando que así son “felices”, aferrándose con la mayor fuerza posible a su propia ignominia.
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El hecho de entender que la existencia de seres como nosotros, los humanos, no es sino un absurdo o, acaso, una enfermedad, no es sino la fase de entrada al halo de la desesperación.
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Los padres generalmente fungen como ese agente adoctrinador, si así se le quiere ver, que luego pasará a ser la escuela y que culminará con el trabajo, para completar así un ciclo perfecto de miseria y absurdidad existencial.
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El Halo de la Desesperación