Todas las personas de este mundo son unos cerdos, unos malditos y viles depravados sexuales ahítos de parafilias y de aberrantes fantasías. Y es tragicómico ver cómo se rehúsan a aceptarlo tan solo por seguir los ominosos principios de una sociedad cada vez menos inteligente.
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Si pudiéramos, todos seríamos violadores, asesinos, pederastas, zoofílicos, voyeristas y demás cosas que se creen deplorables. El único impedimento son las absurdas leyes que el propio humano se ha impuesto para pretender que no es malo por naturaleza. Pero, en las sombras, donde podemos ser nosotros mismos, esos deseos blasfemos nos consumen y nos impelen con una fuerza inaudita a cometerlos una y otra vez. Es ahí entonces cuando nos entregamos a nuestro verdadero yo, a nuestra execrable esencia humana.
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Cuando se tiene dinero o se es poderoso (banquero, presidente, político, actor, músico o cualquier otra cosa que hoy en día se considera gente superior), se pueden cometer los actos más deplorables y, aun así, salir bien librado. ¿No son todos los anteriores personajes también sinónimo de pederastia, violación, ignominia y todo tipo de excesos que se condenan públicamente, pero que en las sombras se promueven sin ningún recelo?
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¿Por qué se seguirá recurriendo a una moral ficticia para esconder lo que en realidad somos? Es verdaderamente una estupidez fingir ante la sociedad que no poseemos deseos sexuales trastornados y anhelos homicidas. Y luego, en soledad, donde nadie nos ve ni nos juzga, entregarnos a las más bajas y degradantes prácticas.
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Si pudiéramos, todos follaríamos con todos sin importar si se tratase de nuestra madre, padre, hijo, hija, tío, tía, primo, prima o cualquiera que sea el vínculo. ¿Qué lo impide, pues? Sencillo: la hipocresía y la falsa moral a la que tanto nos gusta recurrir con tal de no aceptar lo que somos en el fondo de nuestros corazones: unos monstruos.
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Es fácil engañarse, intentar darle un sentido a nuestra existencia mediante sexo, alcohol, drogas, personas, objetos, dinero o materialismo, entre otros. Pero, al final, debemos aceptar que nada es trascendente, que todo es absurdo y que solo el suicidio puede liberarnos de esta infame pesadilla.
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El Halo de la Desesperación