No hay tiempo para nada, tan solo para seguir siendo consumidos por la pseudorealidad y sus fabulosas tácticas de control mental. ¡Cuán funesta es la monotonía de los días que pasan y solo refuerzan nuestra inutilidad! Y ¡cuán cobardes somos al no aceptar que la muerte es lo mejor para nosotros en un mundo donde la esperanza jamás ha existido!
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Debo decir que le deseo mucha suerte a esos valientes que aún tienen la desfachatez de luchar por lo que quieren (aunque en el fondo sea un mero espejismo, como todo). En mi caso, yo ya no poseo esa voluntad y no me interesa lograr ya nada. Todas las cosas con las que alguna vez soñé y todo lo que alguna vez anhelé se ha desvanecido para jamás volver… Esa supuesta pasión ante lo que en teoría me hacía ser yo mismo se ha ido para siempre. Mi mente está acabada y mi personalidad fragmentada en pedazos tan pequeños que su insignificancia me deprime tanto. La culpa, creo, no es solo mía, sino de la existencia, de la vida y del oneroso modo en que acontece; también de las horrorosas personas que he conocido y, principalmente, de la estupidez colectiva. No importa cuánto me esfuerce por seguir adelante, pues, bien lo sé, yo ya estoy muerto por dentro y tan solo me queda morir también por fuera.
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Juro que intenté encontrarle sentido a algo, a alguien o incluso a mí, pero resultó más que imposible. Ahora solo espero que mi fracaso inspire a otros a rendirse también y que mi suicidio, desde luego, motive a otros a abandonar esta luctuosa vida también.
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Incluso de manera inconsciente, siempre estamos buscando escapar de la pseudorealidad. Por eso jamás pensamos en el hoy, sino en el ayer o en el mañana. Nos asquea experimentar el presente y buscamos desesperadamente refugiarnos en el pasado o delirar con el futuro. Justificamos nuestra miseria actual con supuestas metas y/o sueños que jamás cumpliremos y pretendemos que todo estará bien más adelante cuando no tenemos ninguna certeza de ello. ¡Qué tontos somos los seres humanos! Si fuésemos más inteligentes, nos mataríamos tan pronto como entendiéramos que nuestra felicidad es imposible en un mundo como este diseñado exclusivamente para causar sufrimiento de maneras tan diversas y sutiles que ni siquiera podríamos llegar a imaginar en nuestras más delirantes pesadillas.
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Prometo que, cuando mamá muera, no derramaré ni una sola lágrima; no haré ningún drama ni tampoco me pondré triste. Todo lo contrario, me sentiré feliz por una vez en toda mi horrible existencia. Y será así porque me causará gran satisfacción saber que el ser que más llegué a amar ya no estará más en esta pesadilla existencial que nunca debió haber ocurrido. Lo que pase después, no tengo forma de saberlo; si es que pasa algo. Pero, al menos, abandonar esta prisión carnal ya es algo por lo cual sentirse mínimamente feliz.
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Infinito Malestar