Solitario y adusto me acuesto en el suelo de esta habitación fúnebre, lánguido y absorto con el recuerdo de tu rostro y sus facciones espirituales. El polvo me cubre y oculta las dolorosas llagas que esta enfermedad concupiscente evoca. Un pianista parecido al maestro del fuego se embriaga con la sinfonía demoniaca y remarca la marca que vibra en mi humana alma. De nuevo soy yo elucubrando sobre cuestiones de las que nada sé, analizando con meticulosidad el blasfemo entorno del mono, reconfigurando las piezas del rompecabezas en que se tornó mi vida vacía desde el día en que murió la fantasía de besarte. Sé que tus labios jamás en los míos volverán a posarse, que todo fue una mentira en la que tan estúpidamente decidí creer. Pero no me arrepiento, ciertamente, pues amarte ha sido lo más hermoso que me pudo haber pasado en mi triste y virulenta existencia. De lo que me arrepiento es más bien de haber configurado mi mente para necesitarte incluso más allá de la muerte.
Un cuadro en la pared, telarañas cayendo sobre mis pies y tus pinturas catárticas derramándose en el antiguo vergel donde solíamos matar este sinsentido con eficacia y beatitud al recostarnos y soñar con el mundo del ser sublime. Quedan la nostalgia y la felicidad de haberte perdido en este galimatías absurdo, pues, con tu ausencia, vino la muerte para hacerme suyo en el centelleante cielo de las auroras septentrionales cuya inefable contemplación me acercó hacia tus huellas. Pero no conseguí sino lo contrario: alejarme de ti como nunca, hacer infinita la distancia que jamás nos permitiría volver a abrazarnos. Y ese vacío terminó por hacerse costumbre, por quebrantar cualquier esperanza. Tú lo aceptase y yo también, pues nada puede hacerse cuando el amor se torna en monótona aflicción. ¡Qué humano me parece ahora todo lo que vivimos y soñamos! ¡Qué tontería haber creído que dos seres tan rotos podrían hacer menos latente su infierno uniendo sus cuerpos!
Continúo tirado, borracho y nostálgico, disfrutando sin merecerlo de las notas musicales del triste y melancólico ahorcado, del fantasma que vuelve una y otra vez con la esperanza de verte abriendo el útero y ya nunca más fenecer en este cerúleo atardecer de intrascendente y lastimoso dolor. Llega la noche, también la lluvia, y todo se ensombrece aún más. No sé si permanecer en mi habitación o salir, si vivir o morir, si pensar en ti u olvidarte. Realmente no sé ni me importa ya lo que pase conmigo, pues lo mejor sería, sin duda, no contemplar otro pesaroso amanecer sin tu mirada deleitándome. Donde quiera que estés, con quien sea que ahora te acuestes y sin importar lo mucho que juraste odiarme, quiero que sepas que aún te amo y que siempre lo haré. Y, en fin, quiero solo confesarte que moriré recordándote mucho más de lo que recordaré mi propia existencia; que en verdad siempre quise estar contigo hasta el final, aunque eso implicase mi propia condena.
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Locura de Muerte