Ya ni siquiera recuerdo la última vez que me sentí mínimamente bien, pues hasta me parece que siempre han sido la tristeza y la depresión mis únicas acompañantes en este fúnebre panteón de ilusiones carcomidas que es mi vida. Y, pese a todo, aún continúo luchando, aunque sé que carece de sentido todo lo que hago. Es tan contradictorio intentar un cambio cuando lo único que quiero es terminar con esta existencia absurda, sea mediante la navaja, la cuerda o la pistola. Cualquier opción es buena cuando todo se torna gris y la melancolía es la única que impera. Jamás pude escapar de mí mismo, pues siempre, estoy consciente de ello, fue mi contradictoria mente la que más me lastimó; incluso aún más que la asquerosa pseudorealidad. Desafortunadamente tuve que vivir, aunque siempre me repugnó hacerlo, aunque siempre fue el desasosiego existencial el que guio mis pasos hasta el día en que finalmente me entregué con inaudito vigor al encanto suicida.
Me sigo hundiendo y cada vez es más complicado alcanzar la superficie; de hecho, hace tanto que no lo hago. Los breves instantes donde alucino con el exterior y con volver a respirar parecen más una ilusión de mi enferma constitución. Pues aquí abajo, donde me hallo ya enclaustrado, solo hay una sórdida sensación de náusea y vacío. Ninguna mano vendrá y me rescatará, ya que se ha tornado en un delirio esta pesadilla de infinita mundanidad. ¿Qué caso tendría salir? ¿Para qué fingir que me interesa volver a la pestilente civilización cuando lo único que quiero es ahogarme eternamente? Lo único que me asusta es saber que tal vez no hay un punto final, que este abismo podría perpetuarse aún más allá de la muerte; porque entonces mi sueño no podría ser cumplido y eso sí que sería una execrable tragedia. Mas ¿acaso importa lo que yo quiera? ¿Quién o qué soy yo sino un trastornado miserable cuyo sufrimiento es demasiado insignificante como para tener sentido alguno?
Hablo, desde luego, de la inexistencia absoluta; de ese dulce sueño que tengo cuando imagino que puedo fundirme con la nada. Pero divago, pues aún sigo aquí, aunque incluso me parece como si estuviera ya muerto, ya que creo que he olvidado toda sensación placentera en esta infame e irrelevante existencia. La soledad es testigo de que cada minuto es más complicado; cada día es una nueva señal de agonía, cada noche es más intolerable que la anterior. Y ni la mejor combinación de mágicas pastillas consigue ya difuminar la insipidez con que escupo en esta laguna de inverosimilitudes y locuras obscenas. Pese a todo, llevo ya tanto tiempo ahogándome que me he terminado por acostumbrar, que he aceptado la muerte como la única forma de bienestar, que he olvidado lo que se siente ser yo y respirar. Ahora tan solo sigo ahogándome, desvaneciéndome en el absurdo de mi sempiterna miseria existencial. Nadie vendrá a salvarme ni tampoco a condenarme: yo mismo soy mi salvador y mi torturador.
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Melancólica Agonía