Capítulo VII (EIGS)

Justamente cuando el camión se detuvo ante uno de los tantos semáforos, antes de cruzar un río de agua sucia donde podía observarse personas drogándose, la casualidad quiso que viera un anuncio. Al comienzo no le otorgué la menor importancia, pero luego me percaté de su rostro y su nombre. Leí de nuevo con más calma y observé más agudamente. No había lugar para dudas, era ella: Elizabeth. Distinguí al momento sus cabellos rojos que ahora aparecían rizados, tenía ojos perfectamente centelleantes, cejas tan bien distribuidas y ubicadas que, en combinación con sus pestañas largas y enchinadas, le otorgaban una belleza celestial, mística e implacable. Su rostro, además, expresaba la inefable convergencia de abismos indescriptibles en mi interior.

En conjunto, su imagen era la aclaración de que mi locura estaba pronta y de que debía encontrarla tarde o temprano. Era una estupidez enamorarse de una imagen, yo era un estúpido desde luego. Sin embargo, mientras el camión estuvo ahí parado, me asombraron tanto sus facciones lozanas y el aura iridiscente que la caracterizaba. Su cuerpo, pese a no observarse en su totalidad, lucía tan bien en un vestido negro y escotado. Sabía que era solo una imagen, pero era todo lo que yo requería para que fuese real. Así me había pasado con el mundo siempre, mi vida era solo producto de delirios expulsados.

Interrumpí mis abstracciones notando que tenía una erección y quería masturbarme. Antes de que arrancase el camión alcancé a leer un poco del anuncio. Decía lo que yo ya sabía, que Elizabeth era una eminente artista, muy exitosa y de una hermosura incomparable. Decía también que sus lienzos expresaban la dualidad del ser, del mundo, del universo y de la existencia: aquello que está más allá del bien y el mal. Al parecer su obra era algo más que simples pincelazos, pues estaba demasiado relacionada con una corriente de la que nada había escuchado hasta ahora: la reencarnación. Según leí, sus lienzos también estaban basados en sus pesadillas y sus lecturas. Alcancé a observar que habría una exposición, pero no pude saber el lugar ni el día, ni cualquier otro tipo de detalle. El camión arrancó a toda velocidad, alejándome de lo que creía debía ser mi destino. Dicen que uno no puede huir de él, pero tal vez en mi caso era lo contrario. Tenía ansias de experimentar un poco de aquellas sensaciones tan palpitantes solo ocasionadas por el más controvertido hechizo de todos: el amor.

Durante los siguientes días continué igual de pensativo. Sin duda, los temas me habían afectado. Sin quererlo, sentía como si mi interior se alborotara cada vez que recordaba las pláticas donde se hacía alusión a un despertar, a abrir la mente, a ver con otros ojos, a percatarse de algo que era imposible para mí hasta entonces. Yo vivía en mi mundo, en mi burbuja, tal como el resto. Nada había podido derribar mis creencias ni mis costumbres, esas que mis padres me inculcaron y las cuales seguía irremediablemente. Fuera de eso, todo lo demás era irrelevante, el mundo era un lugar bello si se le quería mirar por cierto lado. Tales pensamientos eran los que me atacaban durante el día, intentaba convencerme de que mi mundo debía persistir en iguales condiciones. El cambio me aterraba, me atemorizaba pensar que podría perderme en tantas teorías y llegar a enloquecer. Y, sin embargo, en las noches, antes de acostarme, tenía nuevamente la sospecha de que yo estaba equivocado. Me cuestionaba si no serían ciertas todas esas ideas que con tanta vehemencia rechazaba. Padecía una lucha interna por aceptar nuevas concepciones y arrojar muy lejos todo lo que hasta ahora era yo.

Conforme pasaban los días las ideas de que el mundo era nauseabundo crecían más y más. Pensaba en el sufrimiento sinsentido que representaba estar en él, en todas las injusticias y atrocidades cometidas diariamente y, en fin, en cuán erróneos eran mis pensamientos hasta esa noche. Todo se juntaba y se convertía en una llama que quemaba en mi interior. A pesar de todo, noté que siempre podía volver a engañarme, pero ahora comenzaba a creer que la mentira era indispensable para sobrevivir en esta realidad. Eso era exactamente lo que las personas hacían todo el tiempo: se engañaban con cualquier bagatela que les permitiera obviar lo absurdo de sus miserables existencias.

Llegado el domingo por la mañana, me levanté temprano para ir a correr. El día era ligeramente nublado y hasta triste. Me sentía raro, pues desde hace unos días despertaba con dolor de cabeza, tos, pesadez y una insana sensación de inutilidad. Además, en mí se gestaba la semblanza de un miserable ser con anhelos de verdad. Continuaba siendo atormentado, cada vez con más ahínco, cada vez más convencido de que vivía en un complot, en una gran mentira. Una vez, incluso soñé que la realidad era una configuración diseñada por un arquitecto anónimo en la cual todos residíamos y experimentábamos cosas. No obstante, nuestras mentes habían sido codificadas para obedecer ciertos patrones, y luchar por la preservación del sistema. Se nos permitían ciertas cosas y otras se nos prohibían. Había una gran producción de humanos en masa, los cuáles eran etiquetados y se les engordaba el cuerpo con una masa asquerosa de color blanquizco. Por otra parte, sus mentes eran unidas a una clase de artefacto muy peculiar, que actuaba como un receptor cuando el humano aprendía en dicho sistema. Se le enseñaba a obedecer, a no cuestionar, a ser como el resto.

Muchas cosas execrables pasaban en ese sistema, muchos eran los que lo adoraban y los pocos que se resistían eran aniquilados, se les erradicaba para siempre por rebeldes. Este sueño se repetía una y otra vez, dejándome sudoroso y exhausto. Me daba cuenta de que casi ninguno de los arrojados en aquel holograma deseaba despertar, parecían sentirse a gusto con lo que para ellos había sido diseñado. Y yo era uno de los pocos que lograba sentirse extraño, completamente resuelto a escapar para siempre de un mundo cuya existencia rechazaba y no entendía. Había algunos otros que también habían intentado escapar, pero ahora estaban desaparecidos. Seguramente los habían matado, o eso me imaginaba. El sistema no dejaba que nadie se marchase sin pagar el precio.

Como sea, fui y corrí. Pero, justamente cuando ya me proponía volver, sentí, súbitamente, deseos de entrar a la iglesia.  Cuando era joven mis padres me obligaban a ir cada domingo y escuchar cada palabra que recitaba el padre. En esos tiempos solía creerme todo lo que ahí era expresado, me parecía que estaba bien, que podía seguir esas enseñanzas y obtener alguna especie de paz interna. No tenía las ideas que ahora comenzaban a atormentarme, y, aunque en ocasiones deseaba que esto, lo que sea que fuese que me estaba ocurriendo, cesara, mi cerebro no dejaba de rechazar todos los principios bajo los cuáles crecí y me desarrollé.

Una vez en la iglesia me senté en uno de los lugares más alejados del centro, hasta atrás. La verdad es que no deseaba escuchar aquellas palabras, pues hacía tiempo tenía la ligera impresión de que eran solo mentiras. No estaba seguro, pero me parecía que había algo repugnante en los sermones de aquellos sacerdotes. Esto me había ocasionado ya diversos problemas con mis padres, pues sus convicciones religiosas eran muy fuertes. Era solo que un sentimiento extraño me invadía, algo que no lograba comprender, como un destino. Era similar a la sensación que me impulsó para ir a la fiesta con Natzi, a quedarme esa madrugada en la calle, a platicar con Mandreriz, a conversar con el Profesor G, a deleitarme con la extraña belleza que notaba en las pinturas y el rostro de Elizabeth. Justamente a mi lado llegó alguien, una muchacha misteriosa cuyo rostro no observé al estar ensimismado con mis pensamientos. Sentí una atracción hacia su presencia, como un relámpago que impactaba mi interior, y una fuerte vibración retorció mi ser. Estuve inquieto durante los siguientes minutos hasta que, movido por un impulso de esos que no entendía, respondí a una de las preguntas que hacía el sacerdote. No entendí cómo ni por qué, pero, en mi abstracción, había gritado con tal fuerza que todos voltearon y me miraron atónitos ante mi negativa.

Cuando volví en mí tomé plena conciencia de lo que acababa de pasar. El sacerdote se hallaba dando un discurso, la explicación posterior al evangelio. La pregunta arrojada hacia los presentes era si todos aceptaban la segunda venida de Jesús y el inminente juicio para vivos y muertos. Mientras todos habían asentido inclinando la cabeza para no interrumpir la perorata y para mostrar su sumisión, yo había proferido un grito diciendo sencillamente que no, que no lo aceptaba. En otras circunstancias jamás habría intervenido, un escándalo en la iglesia con todos mirándome era lo que menos quería. Me sentía como un inoportuno, aunque, a final de cuentas, no me arrepentía, pues algo que cada vez me era más difícil contener me obligaba a rechazar no solo cualquier religión, sino todo lo que en el mundo se me había enseñado e inculcado como verdadero. Justamente esta realidad y esta sumisión me asqueaban, y me parecía que era patético que jamás nos cuestionásemos lo que éramos. No sabía cómo, pero no lograba acallar esas voces que se habían materializado en las personas cuyos destinos estaban vinculados al mío.

–¿Quién dijo eso? ¿Quién dijo que no? –inquirió el sacerdote con tono autoritario, como molesto ante tal negativa.

 Las miradas que recién se habían volcado hacia mí me delataron. Todos los ahí presentes parecían aceptar tan fácilmente que se les lavara el cerebro. Antes ni siquiera me hubiera percatado de la gravedad de las palabras que todos apreciaban y aceptaban, pero desde que miré el retrato de Elizabeth, y desde hace unas semanas cuando todo esto comenzó, cuando las imágenes se formaban con mayor realidad fuera de mí, sentía tan cercano un despertar. Y, a la vez, lo temía, tenía miedo de perderme entre tantas ideas, de librarme de todo cuanto estaba en mí tan bien amalgamado. Sentía como si tuviera que desprenderme de una enorme piedra que estaba sobre mi cabeza y que me impedía levantar la mirada.

–¿Acaso te atreves a cuestionar mi voluntad? ¿No ves que yo soy la voluntad del señor todopoderoso en este mundo? –inquirió con mayor exaltación el sacerdote al ver que me quedaba pasmado, quizá pensaba que tenía miedo.

–¡Sí me atrevo! –aseguré con la mayor voluntad que pude–. Y no solo la cuestiono, sino que la rechazo. Me parece absurdo vivir de un modo tan miserable, esperanzado a que un ser supuestamente omnipotente venga y limpie este mundo repugnante.

–¡Cómo te atreves! ¿Quién crees que eres tú para cuestionar la voluntad de dios? ¡Lo único que dices son blasfemias! ¡De seguro eres de esos jovencitos ateos adoradores de la ciencia! –exclamó el sacerdote agitándose.

–Se equivoca –respondí con una frialdad que me asombró–. Usted y todos los que aquí escuchan las babosadas con las cuáles les lavan el cerebro están equivocados. Son ustedes gran parte del problema y deben ser exterminados por el bienestar del planeta.

Hablaba como si fuese un nuevo ser, me desconocía en absoluto. Lo que sabía es que en mi interior tenía la convicción de decirlo, incluso era una obligación poner en su lugar a aquellos enajenados religiosos, y no solo a ellos, sino que quería salir y gritarle a todo el mundo que estaba equivocado. ¡Sí, quería que supieran que este maldito sistema estaba arruinado y que las personas eran unas imbéciles y esclavos del dinero! ¡Así es, quería gritar a todo pulmón que la vida no valía nada, que todo daba igual, que el mundo, como los humanos lo habían experimentado, era una falacia y que había más, mucho más, a lo cual aspirar si no viviéramos en nuestras pequeñas burbujas diseñadas para mantenernos en un estado sumiso! Sin embargo, me contuve. Noté que la extraña mujercita que se había sentado a mi lado me miraba anonadada y temerosa ante mi rebeldía.

–¡Tiene el demonio dentro! ¡No sabe lo que dice! ¡Es el diablo mismo! –añadió una señora mientras se persignaba.

–No, no estoy poseído ni soy el demonio. Solo soy alguien a quien no le parece correcto que las personas crean todo lo que aquí se les dice. De hecho, todos ustedes, seres corrompidos –afirmé señalando en tono sarcástico a los presentes, incluyendo al sacerdote y a sus ayudantes–, no son sino simples esclavos de algo que está fuera de su alcance. ¿Acaso no logran ver el engaño milenario que les ha sido contado? ¿Cómo, para empezar, podríamos adorar a la figura de un hombre ensangrentado y crucificado? ¿Qué clase de símbolo tan agónico es ese? ¡Ustedes han arruinado el mundo con su magnífica empresa religiosa y han lavado cerebros durante eones! Pero yo no cederé, yo no creo nada de lo que aquí dicen. ¡Al demonio con la religión, con dios y con su jodido retorno! ¡Que cuelguen a los sacerdotes y a los que esperan una recompensa en el reino de los cielos! ¡Menudas tonterías! ¡Todos son unos idiotas!

Y salí corriendo de la iglesia, lo más rápido que pude, tanto que absolutamente nadie osó seguirme, excepto una persona: la mujercita que se había sentado a mi lado. Yo estaba temblando, como luchando por recuperar el control de mí mismo. ¿Qué diablos había sido todo ese incidente en la iglesia? Sentí como si alguien más en mi interior fuese el dueño de tal comportamiento, aunque en el fondo era yo, solo yo. No estaba seguro de nada, y creía, desde hace unos meses, un poco antes de que esta maldita condición de locura comenzara, que todos los humanos teníamos dos caras, era algo natural. Si bien es cierto que existían múltiples comportamientos dependiendo de cada situación, pensaba que todo se resumía a una dualidad entre el bien y el mal.

Pero era más complejo, no creía que pudieran separarse o discernirse, tampoco pensaba que se podían juzgar los actos de una persona como correctos o incorrectos. El problema era que ambas caras estaban tan bien mezcladas y mucho más de lo que usualmente se creía, que quizá sin esa mezcolanza el humano perdería toda su esencia. Era una argucia que aquellos seres, supuestamente tan avanzados espiritualmente, se apegaran totalmente a un solo matiz. El auténtico progreso radicaba, según me parecía, en el punto medio, en el equilibrio de ambas caras, en la perfecta armonía entre esos lados tan opuestos bajo los cuáles se escondía un sinfín de combinaciones que daban pauta a los diversos estados del ser.

Recordé entonces que había una pesadilla cuya cotidianidad comenzaba ya a desquiciarme. De hecho, de forma curiosa, había empezado desde que mi estado mental comenzó a formar estas imágenes tan dispersas. Parecía que un nuevo destino comenzaba a amenazarme, algo que expandía un panorama totalmente distinto del común en el que me había desarrollado. En esta especie de pesadilla que cada noche se presentaba y me dejaba indefenso, incluso sin poder dormir después de despertar a las tres de la mañana, sudoroso e impactado, todo era muy iridiscente. Lo primero que acontecía era que yo corría sin cesar en distintas partes de un laberinto donde podía observar los restos de planetas con toda clase de matices. En el cielo había pirámides con ojos y también escuadras que centelleaban demoniacamente. Luego, parecía que mis piernas se doblaban, y finalmente caía en algo parecido a un agujero donde infinitos sucesos colapsaban. Podía observar todo lo vivido hasta ahora y cómo era distorsionado a través de portales.

Recuerdo que existía una voz cuyos susurros decían cosas sobre las múltiples entidades en el interior del espíritu. A veces podía observar cómo unos labios totalmente negros y con cuernos en los pliegues sonreían y vomitaban una masa compuesta por todos los animales posibles que pudieran existir. Entonces la boca decía que estaba cerca aquel con la habilidad de hacer que cualquiera se arrodillase ante él sin la menor preocupación o esfuerzo. Algunas palabras hacían referencia a una bestia enviada por el dios indiferente. Sus mensajes no los comprendía y, cuando pensaba que aquella cosa se pegaría a mí, caía en un lago de sangre donde flotaban miembros sexuales masculinos que parecían haber sido rebanados y se hallaban en estado de putrefacción. Al intentar salir de esas aguas insanas, mi cuerpo pesaba y sentía como si mi propio pene fuese a desprenderse, como si algo me dijera que no lo necesitaba. Y, al intentar escapar con todas mis fuerzas, despertaba en medio de mi oscura habitación.

–Oye, ¿estás bien? Pensé que nunca dejarías de correr –exclamó una vocecita mientras una sombra se posaba a mi lado.

Salí de mi abstracción, no sin cierta torpeza, y observé a la persona dueña de aquella voz. Se trataba justamente de la mujer que se había colocado a mi lado en la iglesia.

–¡Hola, me disculpo! Es que en ocasiones me pierdo demasiado en mi cabeza y, cuando regreso, me hallo en un estado como de retraso mental, pero pasa rápido.

–Sí, ya me di cuenta –afirmó mientras reía.

Experimenté entonces algo inusual, y sencillamente intenté evadir tal sensación. Cuando la observé detenidamente, el tiempo sufrió algo inverosímil. Me parecía que todo lo que había vivido había valido la pena, y que cada minuto ahora era sagrado.

–¡Oh, sí! Claro, creo que ya pasó –afirmé riendo, cosa que nunca hacía–. Pero bueno, ¿qué te trae por aquí? –pregunté mostrándome ignorante de su presencia en la iglesia.

–Lo siento, olvidé presentarme –dijo con esa voz tan peculiar, al tiempo que el sol brillaba en todo su esplendor–. Mi nombre es Isis y estaba sentada a un costado tuyo en la iglesia, hace unos momentos.

–¡Ah, la iglesia! ¡Sí, hace unos momentos! Ahora te recuerdo, claro que sí. Y ¿por qué me has seguido?

–Qué gracioso que lo preguntes después del arrebato que tuviste. ¿Acaso no sabes que casi se infarta el sacerdote? –exclamó como complacida por ello–. Ahora no podrás pararte ahí nunca más.

–Mejor, es justo lo que quiero. Ni siquiera sé por qué asistí –respondí con desdén.

–Entonces ¿no eres religioso? Supongo que no, por lo que dijiste ahí.

–Es complicado. En realidad, sí lo soy, o lo era. Como decirlo, hace unos meses comencé a dudar de todo lo que me enseñaron, no sé por qué ni cómo se produjo. Y la religión me ha parecido un chiste al cual se le ha sacado bastante provecho.

Isis me miró algo extrañada ante mis palabras, supongo que hasta ahora no había escuchado nunca algo así. O, quizá, sencillamente estaba riéndose por dentro de mi heroico y ridículo espectáculo.

–Pareces muy tímido –dijo con una mueca que se me antojó bonita–. Si quieres me voy, o, si gustas, puedo acompañarte y podemos caminar. Al fin y al cabo, aún es muy temprano, y el parque está justo en frente de nosotros.

Entonces se presentó un dilema, qué tortuoso camino debía elegir: quedarme o irme. En todo caso, no era consciente en esos momentos de la magnitud de mi decisión. Al menos creía que era mía, pero eso chocaba con la creencia en un destino. Todo se revolvió en mi cabeza y no lograba mantenerme en mí, parecía extraviado del mundo real. Me parecía que todo se hallaba relacionado como una gran telaraña, como un conjunto de relaciones imposibles de clasificar y acaso predecir. Siempre ha sido así, la incertidumbre por el futuro es la debilidad de lo humano. Y yo tenía que tomar una decisión muy simple, pero sentía que de ello dependería incluso mi vida. Nada importaba ya, pues sentía dar vueltas en círculo. Finalmente, decidí que no vendría mal un poco de compañía y, casi cuando Isis estaba por marcharse, quizá molesta por lo mucho que tardé en decidir algo tan simple, la detuve tomándola del brazo y observándola por primera vez con claridad.

Ciertamente, era una mujer muy tierna, demasiado para mí. Su belleza no radicaba en su físico, sino en su interior. ¡Qué complicado describir lo que no se puede tocar! Y, sin quererlo, algo me impulsaba a adorar aquella silueta que se me antojaba tan inefable. Su forma de caminar me agradaba y también su manera de posarse. Ni qué decir de su rostro, fue lo más parecido a la ternura hecha realidad. Tenía esa mirada temerosa y a la vez determinada, un carmín extraño se hallaba oculto en su interior, como un fuego eviterno capaz de penetrar en los más recónditos lugares de mi alma. Y, de hecho, cuando me miraba, me sentía desnudo, no en cuerpo, sino en algo cuya naturaleza me era indescifrable. Podía sentir esa dualidad en la profundidad de su mirada, era la inmarcesible señal de que mi espíritu se regocijaba al sentir su presencia.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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