Capítulo X (EIGS)

Las nuevas vacaciones estaban por llegar, y ambos estábamos ansiosos por compartir más días juntos, por vivir nuevas emociones y asistir a más obras de teatro, tomarnos más fotos en los museos, ir a la feria donde nos besamos por primera vez, y correr como idiotas bajo la lluvia sintiendo que el mundo a nuestro alrededor no valía nada. Quería ansiosamente volver a vivir unas vacaciones como las pasadas, quería conocerla nuevamente y adorarla en todo su esplendor. Quedaba una semana para que las vacaciones comenzaran y yo había ya aprobado todas las asignaturas, aunque mis notas no se comparaban con las del semestre anterior, pues habían decaído demasiado. El nuevo estudiante sostenía el primer lugar sin la menor dificultad y a mis amigos los notaba un tanto inquietos. Finalmente llegó el viernes, y, como estaba aburrido, además de que Isis acompañaría a su madre por algunas cosas de la despensa, decidí que era un buen momento para ir y hablar con el profesor G, puesto que, desde aquella plática hace unos meses, no habíamos vuelto a conversar.

–Pasa, eres más que bienvenido –exclamó el profesor G mientras me abría la puerta de su cubículo.

–Muchas gracias.

–No, al contrario. Cuéntame ¿qué te trae por estos rumbos?

–Pues, en realidad, varias cosas. Últimamente he estado distraído, mis notas han bajado y bueno yo…, venía a pedirle un consejo…. sobre el amor.

–Pues ahora sí erraste el camino, mi amigo –expresó riendo.

–¡Ah, qué caray! Es que yo esperaba recibir algún consejo.

–Soy el peor consejero en esa clase de asuntos. Verás, tengo una demanda de mi exesposa. Lo único que te puedo decir es que evites enamorarte a como dé lugar, que apartes eso de tu vida, solo te distraerá y te dejará con un sabor de boca muy amargo.

–¿Tan malo es enamorarse?

–Pues ¿qué te puedo decir? Creo que el amor no es para todos. Quisiera instruirte mejor al respecto, aunque solo puedo decirte que toda relación está condenada al fracaso. Y créeme que no te deseo el mal, si acaso estás tú en esas circunstancias. Sin embargo, es mejor que te prepares desde ahora, solo por si las dudas.

Permanecí ahí sentado, contemplando el cielo despejado, hacía bastante calor y los rayos del sol iluminaban el cubículo. Pensaba que en estos momentos todos estaban en determinadas situaciones, ya fuese por casualidad o por destino. Esa sensación me jodía, cuando quería escapar repentinamente de lo que era y me percataba en toda su expresión del significado que tenía ser yo.

–Pero dime, además del amor, ¿en qué otra cosa ha reposado tu joven pensamiento? –preguntó el profesor G, observándome tan distraído.

–Supongo que es complicado expresarlo. Recuerdo que antes hablamos acerca de tantos temas que me es penoso enfocarme en uno, puesto que ni siquiera he meditado un poco sobre ellos. Me interesó lo que nos contó acerca de las sociedades secretas, en uno de aquellos días en que era su alumno.

–Bastante interesante. Sabes, creo que en el fondo te sientes abrumado por todos tus sentimientos, pero deberías intentar apaciguar esas mareas que tan ferozmente amenazan con inundar tu mente. En el fondo, todas las teorías están vinculadas. ¿Alguna vez has pensado que el mundo en que vives fue diseñado para que solo pudieras observar los aspectos más terrenales?

–Ciertamente sí. La verdad es que nunca le he dado importancia, solo ha sido un pensamiento que va y viene.

–Ese es un buen comienzo. Eres alguien distinto al resto, puedo notarlo en tu mirada. Estoy seguro de que pronto, más de lo que tú crees, podrás entender mis palabras y surgirá en ti un despertar, una separación algo dolorosa, frustrante y acaso mortal: una separación incisiva.

–¿Separación incisiva? ¿A qué se refiere con ese supuesto despertar?

El profesor rio y, en su silueta, comprobé que no se trataba de una imagen, cosa que estúpidamente llegué a dudar, sino que era real, a diferencia de los demás.

–No tiene caso que yo intente mostrártelo. Tengo la confianza de que tú podrás dilucidarlo, ya no falta mucho. En tu mirada noto una tormenta que desea destruir el mundo, y eso es peculiar, pues casi todos prefieren perpetuar lo que ya es y no luchar por crear. Pero en tu mente hallarás a aquel que te mostrará la verdad, todo a su debido tiempo. Por ahora no quiero asustarte con profecías, prefiero contarte lo que sé sobre las sociedades secretas que tanto te interesan.

Y así, el profesor G me contó lo que sabía acerca de las sociedades secretas. El concepto era intrincado, había demasiada controversia en torno al tema. Sin embargo, el profesor afirmaba con una confianza absoluta que en verdad existían estas sociedades y que incluso él había perseguido a algunos de sus miembros en diversas ocasiones. El profesor partía haciendo una explicación del gnosticismo, cuyos miembros conformaron diversas sectas que evolucionaron y se aliaron, todo entre un secretismo y una confidencialidad absoluta. Particularmente en Alemania y en Francia existieron personajes importantísimos, cuyos nombres el profesor no me dijo por seguridad, los cuales contribuyeron a conformar el amanecer de lo que posteriormente se conocería como el nuevo orden mundial.

Más tarde, después de haber conspirado para derrocar las monarquías y de haber impulsado distintas revoluciones, los principales integrantes de estas sociedades tan radicales emigraron hacia Norteamérica, donde nuevamente fraguaron planes maquiavélicos para ocasionar una revolución y una reconstrucción total del país. De tal suerte que el profesor aquí hacía una pausa, pues creía que los principios originales de la secta más poderosa entre todas las que existen habían sido transgredidos y acomodados por nuevos personajes cuyo capital infinito les permitió escalar hasta los más altos niveles en sus logias. Así fue como se consolidaron diversos estratagemas para dominar el mundo, anticipándose a cualquier sucesos a través de una agenda, festejando rituales y perfeccionando estrategias de control de masas. El eslabón primordial de todo era, desde luego, el dinero.

En todos lados los miembros de estas sociedades tan poderosas habían logrado infiltrarse y asegurar un control total del mundo. El profesor afirmaba sin dudarlo que ellos habían controlado todas las guerras, desde Napoleón hasta Hitler, y hoy en día eran los responsables de armar a ambos bandos, buscando así una conflagración. Desde luego, los principales integrantes de estas logias jamás daban la cara, pero se murmuraba que eran dueños de todos los bancos y que manipulaban a placer la ciencia, la religión, los medios de comunicación, la política y todo lo que fuese necesario para preservar el poder. El profesor sabía bastantes cosas acerca de estos sujetos que dominaban al mundo y que adoraban antiguas y extrañas deidades, de las cuáles se afirmaba que eran responsables de la creación de los seres humanos, reducidos a un experimento fallido y abandonados en este miserable planeta. Escuché todavía algunas teorías más y luego el profesor se ocupó nuevamente. Me despedí de él con muchas cosas flotando en mi cabeza.

En el camino de vuelta a casa el sol parecía hechizarme con su resplandor, y me sentía como hacía tiempo cuando ese maldito sopor desataba una lúgubre tristeza en mi interior. Las palabras del profesor G me hicieron daño. No dejaba de pensar en esas supuestas sociedades secretas que lo gobernaban todo, y, aunque en primera instancia parecía una locura, si reflexionaba e intentaba unir todas las piezas, si pensaba en lo miserable que era el mundo y en lo absurdo de nuestras vidas, sí podría ser cierto. Sin embargo, quizás era yo quien me negaba a aceptarlo, tenía tanto miedo de que mi mundo ficticio se derrumbase. Sí, eso era, estaba inconscientemente aferrado a un adoctrinamiento aciago que me permitía ser parte de esta realidad nauseabunda sin cuestionar los patrones impuestos. Era, al fin y al cabo, un zombi más del holograma, programado para existir sin sentido.

Pasé la noche sin poder dormir, incluso discutí con Isis, pues afirmaba sin cesar que seguramente otra mujer me había robado el corazón, ya que mis respuestas eran raras y no parecía estar interesado en ella. Me lastimaban sus palabras, pero mi cabeza estaba lejos de mí. Tras lo ocurrido sentía nuevamente renacer aquella entidad que otrora lograse apresar como a una bestia salvaje. Pero ahora creía que me desgarraría si seguía conteniendo la personalidad que había mantenido dormida, aunque no creía que perdería por completo la razón. El punto es que las sensaciones que por Isis llegué a habían comenzado a disminuir inevitablemente. Sabía que seguía enamorado de ella, pero la intensidad había menguado, y, tristemente, me aterraba pensar que a ella le ocurría lo mismo. Sin embargo, no aceptaría perderla, pues significaba todo para mí. Pero con aquellas palabras acerca de un despertar que aseveró con tanta determinación el profesor G y, sobre todo, con la llegada de aquel nuevo estudiante, sentía que mi energía era absorbida sin que pudiese hacer algo al respecto.

No conseguía dormir, pues una pesadilla ignominiosa me robaba el sueño que tanta falta me hacía. En él, me hallaba en un biblioteca donde todos los libros se hallaban sellados bajo siete sellos que nadie podía abrir, además de que una especie de monstruo con sesos por doquier vagaba entre los rincones de aquella estancia. Dicha criatura poseía un pene ensangrentado en la frente y su cuerpo estaba asquerosamente lacerado. Emanaba un olor como nunca lo había percibido e iba rodeado de unas sombras que parecían risueñas y alborotadas con los trágicos destinos que sentía desvanecerse en mí. Tenía la cabeza de un hombre y el cuerpo de un humano, con los senos despellejados y ahítos de arabescos extraños; sin embargo, solo vagaba perturbadoramente sin percatarse de mi presencia. Era como si yo estuviese excluido del mundo, pero no solo del terrenal, sino del espiritual.

No sé cómo, pero sabía a la perfección que todos me habían olvidado, que mi recuerdo había sido extirpado de las mentes de aquellos que en vida llegué a apreciar alguna vez. Y lo peor era que, al observarme, no era sino solo un suspiro, algo que pronto se desvanecería en la nada. Lo que más me molestaba de aquella biblioteca era el constante ir y venir de esa entidad funesta y, más aún, el silencio. En el mundo humano que ahora recordaba vagamente lo único que añoraba era la soledad que tanto se escapaba de mi dominio, y ahora, paradójicamente, me aterraba el demencial y enfermizo silencio que imperaba como nunca. Era un silencio espiritual, diría yo, en conjunto con una soledad desoladora. Solo estaba yo ahí, sentado y en agonía, siendo excluido de cualquier universo. Sentía sencillamente que había desaparecido para siempre.

Atormentado por el silencio y la soledad desoladora, decidía explorar la biblioteca, viendo que todos los libros pertenecían a un autor cuyo nombre había sido devorado por la eternidad. Asqueado de tan absurda situación resolvía salir a costa de cualquier cosa. Y así lo hacía, solo para descubrir un doloroso escenario que jamás olvidaría. Ahí me hallaba yo, ingenuo e inmundo, a las afueras de aquel sitio donde vigilaba el corderito blasfemo y donde los libros habían sido sellados en nombre de la gran bestia. Y, al salir, descubría que se extendía sobre mí un desierto de hielo. Era como sentirme en el más profundo lugar alguna vez conocido, y mirando hacia el cielo vi que éste estaba formado por sangre y todas las blasfemias del mundo se observaban ahí; no obstante, mi atención se centró en una especie de discos apilados de los cuáles me parecía emanaban quejidos horribles.

Cuando estaba por explorar aquel gélido infierno, una sombra gigantesca, tan grande como el universo, se posó sobre mí. Al mirarla quedé atónito, pues era la divinidad demoniaca y hermafrodita. No sabía cómo, pero algo en mí dictaba que así se llamaba aquella criatura cuya rareza superaba a las bestias más excéntricas. Tenía todas las alas del mundo, además de fulgurar con un azul sombríamente ennegrecido. Su cara era sumamente bella, la más hermosa de todas, pues sus ojos, que brillaban con un violeta divino, poseían todos los elementos alguna vez pensados. Lo que más me sorprendía era su armadura, que cubría tan perfectamente su piel blanca manchada de puntos negros. Ni hablar de lo último que pude presenciar antes de despertar, pues infinitas hadas de verdosa luminiscencia se amontonaban en tropel alrededor de la dualidad que equilibraba los mundos e imponía los destinos a unos y a otros. Aquella criatura divina y demoniaca a la vez era la fuerza masculina y femenina en una sola, perfectamente abarcaba el bien y el mal en uno. Luego, dicha sombra se posaba sobre un misterio improbable, que no era sino el ser de la cuarta raza que anunciaba el renacimiento de la hasta entonces oscura alma del ser prohibido en el interior del último yo.

Desperté a las tres de la mañana, con un sudor frío y la piel erizada. Tenía algunos mensajes de Isis, pero nada alentadores. En la oscuridad, me senté y pensé en mi vida hasta ahora, en la forma tan rara en que todo había girado. Al fin y al cabo, quizá solo daba vueltas a hechos predeterminados con la intención de modificar lo imposible. La idea de que la vertiginosa barahúnda de sentimientos que Isis me ocasionaba comenzaría a disminuir me atormentó desde entonces, menguando mi fuerza interna con mayor opresión cada vez. Quizá no quería aceptarlo, pero el cambio era el principio fundamental en la efímera y absurda existencia humana. Y el amor, tan humano como todas las cosas de este mundo banal, no estaba libre de tal elemento. Lo único que se podía hacer entonces era dejarse llevar hasta ser consumido por el sinsentido y la miseria.

Turbios días acontecieron y los sueños raros continuaron, cada vez aumentaban en su insistencia porque yo descifrase mensajes de los que nada entendía. De cualquier modo, siempre terminaba en el desierto helado y en aquella biblioteca, con el corderito blasfemo merodeando y con una profunda mezcla de tristeza, agonía, incertidumbre, melancolía, nostalgia, depresión, odio, soledad y, desde luego, apabullado por el maldito silencio. Mi vida parecía consumirse mientras yo era atormentado por estas pesadillas tan estrafalarias. Paulatinamente perdí la capacidad de poder describir lo que veía, pues las palabras eran tan ineficaces para expresar aquello que en mi cabeza se presentaba. Mi relación con Isis tomó un giro que yo llamaría natural: la amaba y me encantaba todo de ella, pero sentía cómo tristemente ella dejaba de sentir lo que en un comienzo le diera sentido a todo.

El tiempo siguió su trágico curso y yo quedé con Isis para despejarnos un poco el fin de semana. Decidimos ir al teatro y pasar a comer alguna cosa en la plaza. Una vez ahí pudimos conversar sobre un tema de sumo interés del que ella quería hablarme y el cual me había inquietado los días pasados, pues no entendía de qué podría tratarse. Sentía un temor irracional de que ella pudiera dejarme así nada más, o de que me cambiara por algún otro ser en el que pudiera atisbar lo que en mí jamás podría encontrar. Sí, en el fondo me sentía jodidamente dependiente de ella, pues todas sus palabras y acciones tenían un efecto en mí como nunca me lo imaginé. Y creía con firmeza que solo la muerte me haría olvidar todo lo que ella simbolizaba en mi vida, en parte algo sagrado y también algo decadente.

–En verdad me gustas mucho, quisiera que pudieras prometerme que te quedarás conmigo pase lo que pase –dijo ella sonriendo tiernamente, tanto que fui incapaz de objetarle algo.

–Ni siquiera tienes por qué preguntarlo, claro que me quedaré contigo –asentí sin percatarme del verdadero sentido de tales palabras–. Yo siempre estaré para ti, sin importar el cómo ni el dónde.

–Pero tengo miedo –replicó ella con tono fatigado–, tú no comprendes la gravedad del asunto.

–¿De qué estás hablando? –inquirí estremecido imaginando algo horrible–. ¿Acaso hay algo que no me hayas dicho?

–No tienes por qué enfadarte conmigo, no es algo malo, es solo que yo…

Me sentía casi muerto, estaba temblando y solo esperaba lo peor. De alguna manera mi mente fraguaba pensamientos muy hirientes. Temía que Isis pudiera haberse enamorado de algún otro hombre. ¡No, era imposible! ¡Yo la amaba y ella a mí! Además, había entre nosotros algo excepcional, algo que nadie más podría igualar. Las sensaciones que brotaban desde el centro de mi ser me elevaban hasta un palacio edificado solo para nosotros dos. Y ahora estaba aterrado ante la idea de que alguien más hubiera podido horadar tan nefandamente en nuestro pequeño refugio. De ser así, todo habría terminado para mí. Si no la tenía a ella, nada tenía para seguir vivo, me mataría inmediatamente.

–En realidad, se trata de una cosa pasada, de algo que me aquejó hace tiempo –al fin exclamó terminando con el suspenso que casi me fulminaba.

–¿Cosa del pasado? Me gustaría que pudieras contarme, si es que quieres.

–No es tan fácil, pero lo intentaré. De cualquier modo, es algo que debes saber.

–Sí, claro. Aunque tampoco quisiera que te incomodaras contándome algo que te traiga tan malos recuerdos.

–No importa, es algo que deseo hacer y que debes saber. Prefiero contártelo, pues no quiero tener ningún secreto contigo –expresó tomando mi mano y pasándola por su suave carita angelical.

No sé por qué recordé a mis amigos entonces. Indudablemente me sentía un tanto desconcertado cuando Heplomt buscaba la lujuria y se acostaba con tantas mujeres sin remordimiento alguno, o cuando Gulphil se aferraba a una relación sin sentido. Ellos parecían tan opuestos, como reflejos de dos hombres que yo podía ser, pero que a la vez rechazaba y solo formaban parte de los fragmentos que habitaban en mi interior. El primero tan apesadumbrado y doblegado por el peso de una interacción que trastornaba su vida en una miserable historia. Y el otro tan distintamente, viviendo entre pasiones de una noche, consumiendo anabólicos y envilecido por una enfermiza necesidad sexual. Por supuesto que el caso más grave era el de mi amigo Brohsef, el pobre jamás había tenido relaciones, aunque yo tampoco. Estaba absolutamente enviciado con masturbarse más de diez veces al día, además de que lo hacía con los cabellos que arrancaba a las muchachas con quienes convivía. Él era indudablemente la imagen más cruda que existía en los pensamientos diseminados para materializarse en mi cruel y absurda realidad.

–Verás, esto pasó hace algunos años –empezó Isis, sacándome de la abstracción en que me hallaba–. Quizá me lleve algún tiempo, pero te diré lo más que pueda.

–No te inquietes, podré esperar el tiempo que sea necesario.

–Bien –dijo mientras su vista se empañaba–, no siempre he sido una buena hija. Sé que tal vez te suenen raras mis palabras, pero solo yo sé un secreto sobre mi padre que a nadie le he contado y que, de cierta forma, también me ha afectado.

La escuché sin pronunciar una sola palabra, esperaba impacientemente por conocer ese dichoso secreto y cómo le había afectado.

–Como sabes, mi padre es pastor de la iglesia y aparentemente es un hombre genuino, aunque no siempre ha sido así. Esto que te diré es muy delicado, y es algo que trato de enterrar, así que, por favor, solo compréndeme.

Dicho esto, su llanto aumentó sobremanera y parecía muy distinta a la mujer tan sonriente e intelectual de la que me enamoré.

–Mi madre murió hace ya bastante tiempo, casi no la recuerdo ahora. Cuando eso pasó todos nos vimos extremadamente afectados por la pérdida, estábamos devastados. Fue entonces cuando lo descubrí –y aquí apretó mi mano con fuerza–. Una noche de tantas escuché el llanto de mi padre y lo espié, miré por el filo de la puerta. Sin embargo, observé de más, pues mi padre pasó del llanto a la masturbación. Al principio me repugnaba ver cómo lo hacía, sentía deseos de devolver el estómago al mirar su pene erecto. Pero pasaron varias noches así y yo solo deseaba olvidar la escena, hasta que un día soñé que me hacía suya. A partir de ese momento comenzó la pesadilla en mi triste realidad, pues era solo una niña indefensa y desfragmentada en un mundo cruel y vil. Cada noche iba y me asomaba, me tocaba la vagina y me metía los dedos viendo cómo mi padre se masturbaba con furia. Especialmente sus gestos me excitaban demasiado, ni qué decir que, cuando él se venía, yo imaginaba que lo hacía dentro de mí y me empapaba. Continué así durante un año, pensando en todo momento en el pene de mi padre y fantaseando que durante las noches me hacía su mujer. Un vez incluso soñé que mamá estaba ahí, y que lo hacíamos entre los tres. Tenía raros sueños donde yo lamía la vagina de mi madre mientras mi padre me penetraba y se corría en mí, pues mi mayor sueño era que me embarazara con su esperma caliente. Lo más raro de todo es que parecíamos rodeados de unas execrables sombras que reían y se solazaban con nuestros actos incestuosos. Bien sé que todo esto es asqueroso y que después me culparás por ser una infame, aunque has de entender que era repugnante y extraño cómo surgían tales impulsos en mi cabeza, pues no los controlaba, parecían provenir de un lugar oculto en mí que, en ocasiones, me poseía y me enloquecía, como si alguien más tomara mi cuerpo. Lo único que jamás olvidaré es que, en una de esas pesadillas, una ocasión donde creo que tuve múltiples orgasmos, pude atisbar, por solo unos segundos, una criatura tan demoniaca y celestial, tan masculina y femenina, tan buena y mala que me susurró algo acerca de la marca de la dualidad, aunque no lo comprendí. Lo más singular de esta entidad era que poseía las alas de todas las criaturas del mundo, conocía y podía manejar todos los destinos posibles y estaba en donde fuese imperante la tristeza, además de que sus ojos eran el motivo de la creación, tan bellos y con un tono violeta que enloquecerían a cualquiera que osara mirarle.

–Y ¿cómo fue que todo eso acabó? –fue lo único que acerté a murmurar en mi perplejidad.

Parecía tan irreal escuchar a Isis proferir tales palabras, estaba absorto. ¿Quién se iba a imaginar que la mujer que creía amar había crecido añorando que su padre la preñara?

–Sentía que ya no podía contenerlo más, que en cualquier día ese otro yo emergería y terminaría violando y hasta asesinando a mi padre. Odiaba a mi madre por haberse muerto, pues gracias a eso nos había jodido y reducido a esto. Mi padre se había vuelto un adicto a la masturbación colocándose la ropa interior que ella usaba, y yo era una niña incestuosa y blasfema que se mojaba imaginando aberraciones sexuales. La situación continuó oscureciéndose hasta que un día noté que mi padre había regresado borracho a la casa, pero no venía solo, alguien lo acompañaba. Me sentí intimidada y herida, como una novia despechada. Tantas noches lo había visto masturbarse y ahora no podría poseerlo, sino que otra mujer lo complacería. Sin embargo, me equivocaba, pues al asomarme observé claramente que mi padre era penetrado por un hombre mucho mayor que él, y que gozaba infinitamente. Todo en mí se contrajo ante la escena que se me presentaba, pues no creía que fuese un hombre el compañero de pasiones que tanto deleite le proporcionaba al padre que yo deseaba tan vehementemente.

–Y ¿qué hiciste? ¿Acaso se lo reprochaste o decidiste solo hacer como si nada hubiese pasado?

–Me resigné, era solo una niña. A partir de entonces odié a mi padre tanto como a mi madre, pero, sobre todo, me odié a mí misma. Jamás volví a tocarme pensando en aquel hombre que maldecía fuera mi padre, y desde luego que tampoco lo espié nuevamente. Hasta la fecha no sé ni me importa lo que haga, pues parece que la religión lo ha cambiado. Es eso, o es más reservado en sus actos, puesto que jamás lleva ya a nadie a casa y se la pasa leyendo la biblia, hablando sobre religión y la salvación de aquellos que creen en cristo. Me fastidia escucharlo, está enfermo y hasta creo que se ha vuelto loco. Nunca se lo he contado a nadie por miedo, vergüenza y asco. Tú eres el único que ahora sabe mi gran secreto.

–¡Vaya, ha sido una historia un tanto rara y que jamás me esperé!

–Sí, lo sé. No te pediré que intentes comprenderme, pues las personas solo saben juzgar, solo que tú eres distinto y quería contártelo.

–Jamás te lastimaría, pues eres lo mejor que hay en mi vida –afirmé con ternura, acariciando sus mejillas envueltas en lágrimas–. Eso ha quedado en el pasado, eras solo una niña, era imposible que pudieras entender lo que ocurría. Ahora que lo haces ha quedado enterrado y, además, me tienes a mí. Yo no te dejaré sola nunca.

Ella me miró y sus ojos parecían mucho más hermosos que nunca, el fuego de su mirada se había intensificado. Sus ojos se parecían tanto a los de Elizabeth, el tono del fulgor había incluso variado.

–Eres tan bueno conmigo, encontrarte ha sido lo más bonito en mi existencia.

No tuve tiempo de responderle, de decirle que la amaba locamente como a nadie más, que solo con ella podía estar y que, al morir, era lo último que quería ver. Toda la felicidad que pudiera haber sentido se desbordó al sentirme amado por ella, pues era absolutamente recíproco el sentimiento. No me interesaba su pasado ni las cosas que hubiese hecho, tan solo quería constituirla en cada parte de su ser.

–Tienes que cuidarme –me suplicó aferrándose a mi abrazo–. Por favor, dime que así será, pues soy tan frágil en el fondo. No quiero perderte ni deseo que algo nos separe. No quiero volver a sentir que esa presencia en mí emerge y destruye lo único que amo.

–Te cuidaré más que a mi vida porque te amo con una locura no humana –dije totalmente entregado a su dulce boca y a su eterna calidez.

Y, como si de un hechizo se tratase, cuando menos lo esperamos, el tiempo se había ido más rápidamente de lo que esperábamos. Nos apresuramos y regresamos, por supuesto que la acompañé hasta donde me fue posible, pues no deseaba conocer a su padre, mucho menos ahora. Lo último que me dijo me inquietó sobremanera.

–Oye, quería comentarte algo que quizá te asombre, pero…

–Desde luego, dime de qué se trata.

–Ya llevamos algo de tiempo juntos, y, cuando me besas con esa pasión, pareciera que ambos quisiéramos hacer otra cosa. Ya sabes, creo que es tiempo de… hacer el amor.

Casi se me salía el corazón del pecho, pues no sabía cómo reaccionar. Durante todo el tiempo desde que la conocí jamás había pensado en ello, curiosamente. Y, en realidad, me excitaba mucho, especialmente sus grandes senos, pero no era precisamente lo que buscaba en ella. Desde luego que era tan divina y hermosa, solo que adoraba su ser lejos de las concepciones terrenales del mundo. Sentía, en mi irrisoria percepción, que tener relaciones íntimas acabaría con lo sublime y puro que desde hace tiempo creía podría pronto extinguirse, sino es que ya lo estaba.

–Sí, desde luego que sí. También he estado pensando en ello, solo que no quise decir algo al respecto porque pensé que quizá te incomodaría –mencioné sonrojado.

–Bueno, tal vez todavía no sea el momento adecuado, no lo sé. Temo que, si lo hacemos, podamos llegar a contaminar esto que hemos construido, o que todo se reduzca a ello. Tengo miedo y a la vez es algo que quiero hacer, pues eres el amor de mi vida.

–Desde luego que no cambiará las cosas, tal vez hasta nos una aún más.

Y seguido de esto besó mis labios y me sonrió, luego partió hacia su casa. Por mi parte, regresé un tanto revuelto por todas las cosas que me había relatado y por las sensaciones que había experimentado. En verdad que la amaba, mucho más de lo que esta simple palabra podría significar. Entre tantas ideas me pareció muy llamativa la visión de aquella criatura que me describió con tanta magnificencia Isis, parecía guardar una extraña y acaso irónica similitud con la que yo observase en mis sueños dentro de la biblioteca donde imperaba el silencio y el olvido, quizá fue eso lo que vi al hallarme fuera en el desierto de hielo. Para aumentar más el misterio también estaban aquellas sombras que reían una y otra vez, y, por supuesto, la cuestión del destino que nuevamente aparecía. Ahora sabía muy bien la verdad sobre aquellos ojos que se proclamaban como los más hermosos, pues pertenecían una entidad cuya dualidad marcaba el rumbo de la existencia. El hecho de que poseyera innumerables misterios que ningún ser, por muy avezado que fuera, pudiera revelar, le convertía en una deidad muy superior a cualquier otra.

Pasé toda la noche meditando lo que Isis había dicho acerca de tener relaciones, finalmente mi deseo se cumpliría y sería con la mujer que amaba. En ocasiones no podía resistir ya las ganas de hacerlo, pero la masturbación lograba calmarme. Sin embargo, esta vez todo sería distinto, pues tendría a Isis conmigo y podríamos hacer el amor de una forma libre y mucho más elevada. No existía absolutamente ninguna razón para evadir el acontecimiento que innegablemente ocurriría algún día, así que me decidí a plantear una fecha y hacerlo. Añoraba penetrar a Isis y hacerla mía, devorar cada trozo de su alma en un plano más allá de lo banal, saborear el néctar de su boca para mitigar mi impetuoso destino. Sin embargo, lo único que me esperaba era sufrimiento, miseria e impotencia.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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