Capítulo XI (LEM)

Era, desde luego, la verdad; la única y la resplandeciente verdad. ¡Cuántos profanos habían afirmado ser él y cuántos pueblos habían inventado historias bonitas en su nombre! Era, incluso, más poderoso que el falso dios, ante el que cualquier mortal terminaba cediendo tarde o temprano. Nada podía ocultarse ante su magnificencia y su iluminación, nadie tenía las agallas para sostener su incisiva y poderosa mirada. Cualquier intento de huir resultaba inútil, cualquier otra escapatoria estaba ya arruinada. Klopt no comprendió inmediatamente que, una vez viendo el ojo de frente, estaría marcado para siempre. De hecho, le pareció demasiado bello para tratarse de una ilusión, pues poseía todos los colores en su interior y jamás parpadeaba, siempre observaba con majestuosidad. Era inmenso, tal vez más radiante que el sol y con un fuego espiritual que consumía cualquier barrera. Estaba muy por encima de cualquier compresión, demasiado lejos de la mundanidad de los humanos. No obstante, habían sido los perversos quienes lo habían utilizado para su propio beneficio, pero el ojo era lo más puro que existía, el redentor y el símbolo de la más idílica belleza. Era la perfección y la última aspiración, el emisario del Nirvana.

Y ahí se quedó en lo más elevado el divino ojo, observándolo todo como siempre lo hacía: indiferente e invariante. Lo que acontecería tras el preámbulo de la ignominia dejaría a Klopt en un estado mental no conocido hasta ahora. El pobre ingenuo no sospechaba la sorpresiva treta que le esperaba, pues su ojos jamás volverían a ver igual desde aquel día. Lo primero que ocurrió fue que en todo el cielo aparecieron imágenes de entidades mitad ángeles y mitad demonios, además de supuestos seres mitológicos que Klopt recordaba haber visto en alguna ocasión en películas. Lo peculiar era la realidad que aparentaban tener aquellas visiones, pues Klopt no podía aceptar que fuesen algo más que hologramas. Comenzaron entonces a desaparecer, una por una, todas las formas divino-demoniacas ocasionando un ruido sin igual. Tan solo quedaron las bocas, que parecían tener el papel de testigos en aquel pandemónium. El ojo igualmente permaneció, con la vista fija en todo el escenario, nada escapaba a su dominio.

El resultado de la colisión entre ángeles y demonios fue un gas cerúleo, al menos eso parecía. Se impregnó en todo el templo, incluyendo el sitio donde Klopt se refugiaba, con lo cual casi se desmaya, pero tuvo la infortuna de no hacerlo. Con lo que presenciaría hubiese sido lo mejor perder el conocimiento, aunque no fue así. Lo que sí aconteció fue que, al esparcirse todo el gas, una figura curiosa apareció, casi rasgando místicamente lo que Klopt tenía entendido por cielo. La cantidad de energía que se sentía era inmensa, a tal grado había llegado la vibración que el corazón casi se le detenía. Era como si nuevamente una fuerza desconocida intentase privarlo del funesto escenario que le aguardaba. Sin embargo, consiguió seguir de pie y no apartó ni un segundo la mirada del agujero que le permitía atisbar la deplorable escena. Había aparecido, flotando y al centro, sostenida por una vara con aspecto carnoso, un capullo todavía más repugnante que todo lo atisbado hasta ahora.

Klopt sintió entonces como si aquella cosa palpitase al ritmo de su corazón, experimentó un estrés como nunca. Contemplar el capullo demasiado tiempo era angustiante y desgastante, parecía como si esa cosa absorbiese la energía sin importar su origen o tipo. Algo paralizó cada uno de sus miembros, y fue justamente una idea que, hasta ahora, no se había formulado: el interior de aquel siniestro capullo. ¿Qué rayos podría estarse ocultando ahí? ¿Por qué podía experimentar tal mezcla de sensaciones y con tal intensidad? Desde la aparición del ojo, pudo profetizar que algo no estaba bien, y ahora lo comprobaba. ¡Qué inquietante era ese maldito capullo iridiscente! Incluso, parecía meterse en su cabeza una insana instrucción de querer liberar al ser que estaba ahí encerrado, pero todavía Klopt era dueño de sí mismo.

¿Sería telepatía o algo relacionado? ¿Tal vez control mental o solo su paranoia? Nada era seguro, sino que en ese capullo residía una entidad igual o superior en magnificencia al ojo, que de por sí ya era impresionante e imponente. De ninguna manera podía ser liberado aquel magnificente ser, pues Klopt presentía una hostilidad recalcitrante en ello. Subrepticiamente, uno de los encapuchados que estaban alrededor se acercó; al parecer, era el líder de los siete. Con sus descarapeladas manos palpó el capullo, no sin antes haberse inclinado y rezado algunos cánticos extraños. Lo que estaba dentro parecía responder y se agitaba, quería indudablemente romper lo que lo mantenía preso. ¿Era posible que Klopt resistiese tal mezcolanza de presión y horror combinada con un temor indecible? El líder encapuchado abandonó al capullo y, pronunciando nuevamente rezos extraños, lo acarició y lo lamió, tras lo cual este se deslizó lentamente y fue tragado por la tierra, retornando a su lúgubre profundidad.

–¡Todavía no está listo, aún le falta energía! Temo que la coraza parece más resistente de lo que habíamos imaginado –pronunció con tristeza el líder de los encapuchados, quien parecía pertenecer a alguna especie de secta.

–Y entonces ¿qué haremos? Llevamos ya tanto tiempo anhelando despertarlo, y ni siquiera sabemos si es cierto lo que se dice –agregó uno de los que estaban sentados, molesto y desesperado.

–Hermanos, necesitan calmarse –prosiguió el líder, levantando los brazos hacia el cielo– ¡Hermanos míos! ¿Alguna vez ha existido algo más glorioso que el poder que ahora esto nos otorga? Recuerden que es únicamente una máscara, como la que usa todo el mundo. Nuestro verdadero propósito está más allá de la comprensión propia y la absurdidad de la humanidad.

–Y ¿no sería suficiente ya con lo que tenemos? –inquirió repentinamente otro de los que estaban sentados, cuyos brazos estaban cruzados siempre, tal como Klopt recordaba al profesor Timoteo.

Se produjo un silencio, todos los encapuchados aparentaban estar sumidos en elucubraciones muy profundas. En tanto, el ojo lo observaba todo y las bocas mantenían su discusión, pues jamás se callaban, sino que disminuían su tono hasta hacerlo pasar por un susurro horrible. El supuesto cielo estaba oscuro, burbujeante de visiones nefandas sobre fornicaciones insanas, y en el templo comenzaba a sentirse un calor demoniaco. Al menos Klopt se había tranquilizado un poco, ignorante de que el auténtico e infame espectáculo estaba por comenzar. De pronto, el líder, tras un silencio de algunos minutos, se puso de pie y se dirigió hacia donde estaba el encapuchado que hace unos momentos había hablado. Se colocó frente a él y, sin pensarlos dos veces, lo cacheteó tres veces seguidas, descubriéndole la cabeza en la última.

–¿Cómo te atreves a mencionar tales blasfemias? En balde has pasado por tantos ritos e iniciaciones para que ahora salgas con esto. Nosotros no podemos conformarnos con el poder que lo terrenal nos ofrece, es solo una apariencia.

La verdad está matizada de mentira y la existencia es realidad programada. El suicidio de dios es el nacimiento del dolor –repitieron a coro los siete encapuchados, incluyendo al más renuente, quien parecía arrepentido por haber hablado con tal desfachatez.

–Ahora escuchen todos, para que a ninguno se le olvide –dijo el líder alzando la voz, tanto que las bocas enmudecieron y el ojo centelleó–. Hemos conseguido dominar desde las sombras este mundo mediocre y a sus habitantes, los más ingenuos y estultos monos llamados humanos. Han sido adoctrinados y educados bajo nuestros principios, de tal manera que jamás se percaten de la verdad, la única e inalterable verdad; no obstante, no es suficiente con eso. Gobernamos todo, tenemos injerencia en cualquier ámbito: político, social, deportivo, económico, religioso e incluso espiritual. Hemos conseguido implantar nuestras semillas en todo este planeta y las raíces han sido los hilos que nos han permitido manejar cual títeres a los mandatarios que gobiernan y nos representan públicamente, esos que suelen ser llamados presidentes y sacerdotes. También hemos manipulado la ciencia y la tecnología para nuestro beneficio y las utilizamos como más nos convenga. Tenemos armas, drogas, sexo, entretenimiento y guerras para adormecer a los que intenten despertar. Hemos conseguido confundir sus mentes y agotarlos con extensas jornadas labores y, sobre todo, con la adulación que sienten hacia el falso dios: el dinero. Y ¡aun esto no basta! Pero es un magnífico cimiento hacia la reconstrucción.

–La verdad está matizada de mentira y la existencia es realidad programada. El suicidio de dios es el nacimiento del dolor –repitieron nuevamente a coro los siete encapuchados.

–Y podría citar –afirmó subiendo aún más la voz el líder– cómo nuestro control ha sido perfecto y espléndido durante tantos siglos, incluso desde ante de que apareciera el falso dios. Pero no es mi intención repasar lo que ya ustedes saben, sino lamentarme al presenciar que nos conformemos tan inútilmente después de lo que se ha progresado en el control del caos, pues al final el orden glorioso triunfará.

–Señor, una cosa –replicó el que había sido abofeteado–, no se trata de conformarse, tan solo he sido realista. Entiendo que perseguimos un objetivo mucho más grande que tener el poder infinito en este mundo miserable y banal; sin embargo, temo ¡qué pasará si fallamos! Ustedes saben, miembros de la sociedad secreta La Refulgente Supernova, cuán difícil ha sido acumular toda esta energía, y cómo hasta ahora no hemos conseguido nada más que palpitaciones.

–Lo sé, tranquilos, mis niños. Deben ser afables, miembros de esta hermética sociedad. Estoy plenamente consciente de ello y les aseguro que muy pronto veremos su despertar, y también podremos aprovechar sus dones para eternizar nuestro infinito poder. Una vez conseguido eso, proseguiremos con La Máxima Aurora.

–¡Ya es hora de la amnistía! ¡Ya es la hora del placer efímero y banal que tanta falta nos hace! –exclamó uno de los encapuchados con voz soberbia.

–¡Cómo quisiera que esto pudiera ser evitado, pero es imposible! –expresó el que había sido cacheteado, colocándose de manera que Klopt pudo observarlo mejor.

Precisamente el joven no podía creer lo que estaba mirando, había palidecido aún más, si cabía la posibilidad. Al fin había descubierto la identidad de aquel sujeto, pero estaba estupefacto y no daba crédito a lo que sus terrenales ojos le sugerían. Un flujo incontenible de ideas se desbordó y creyó casi enloquecer, aunque se controló de nuevo. Resultaba que ese encapuchado era, nada más y nada menos, que el doctor Timoteo, su profesor favorito cuando recién había llegado al centro. ¿Por qué? ¿Qué demonios estaba haciendo ahí y qué tenía que ver con todo eso? ¿Acaso guardaba una relación más oscura de lo que ya se había supuesto? En todo caso, los jefes de área eran… ¡precisamente siete, al igual que los hombres misteriosos y adustos que podía contemplar ataviados con esas túnicas deplorables! De hecho, en ese instante, los siete descubrieron sus cabezas e hicieron un gesto de agradecimiento junto con una señal de cuernos en sus cabezas. No había duda, eran ellos. Klopt ya no se sentía dueño de sí mismo, había comenzado a perder la razón.

Entonces, como si de una cortina se tratase, una de las paredes se abrió y un cúmulo de colores que podían olerse invadió el lugar. Apareció una entidad rara y opresiva, tanto que hasta el ojo incrementó su tamaño y su vigor. Se trataba de una danzante que se retorcía de manera inverosímil y de cuyo contorno se desprendían luces de relucientes cromatismos nunca imaginados. A sus espaldas, había una rueda que no se detenía y que parecía obedecer al ritmo con que su controlador danzaba. Lo singular era que sus pies simulaban danzar sobre el universo mismo. Klopt quedó tartamudo con tan solo intentar dilucidar los hermosos y peculiares ropajes con que esta entidad iba adornada, como si se tratase de una deidad. De hecho, le recordaba a un dios del que había leído hace tiempo, pero ya tanto que ahora no podía precisar su nombre. En tanto, los encapuchados habían retomado sus cantos funestos y, cuando éstos llegaron al clímax, el danzante se colocó en el centro, frente al ojo. Klopt creyó que infinitos brazos salían de su espalda y rellenaban la rueda del ciclo eterno. Cuando finalmente tocó el suelo, su imagen cambió y adoptó una forma más humana.

–De la destrucción viene la creación, por ello necesitamos la eternidad de este poder infinito, pues él lo es en sí, pero nosotros no –exclamó el líder de los encapuchados, quien resultaba ser el mismísimo doctor Lorax.

–Que este acto consagre el bien que hacemos al cometer este mal –dijo a continuación el doctor Nandtro, jefe del área de astronomía.

–Que nuestra paz surja de esta conflagración entre la carne y la mente, donde el espíritu ha quedado inmolado –asintió el doctor Agchi, jefe del área de química.

–Que nuestros pecados sean alabados por ser los amos de la templanza en cada exaltación de la errante felicidad –proclamó Zury, encargado del área de física.

–Que las supuestas facetas de la moralidad y del arte sucumban ante la sinceridad de nuestras emociones más humanas –declaró el doctor Heso, que lideraba el área de geología.

–Que la perseverancia en la conquista del reino oculto se embriague de la fatuidad para las modestas repercusiones –afirmó el doctor Timoteo, jefe del área de biología y antiguo conocido de Klopt.

–Que sea esto el más exquisito y lamentable manjar que no reparamos en cometer pese a nuestra evolutiva teosofía –aclaró el doctor Faryo, jefe del departamento de computación y cuya frente sudaba abundantemente.

–Bien, hemos pronunciado las sentencias que nos autorizan a la concupiscencia desmedida y al pleno deleite de esta alma condenada. Ahora, hermanos míos, es momento de expulsar nuestra más terrenal forma, desprendernos del parásito que ronda en nuestro interior y por cuya culpa nos vemos forzados a actuar de este modo cada semana –sentenció con cierta ansiedad el doctor Lorax.

–Y que quede claro que esta es la semana 29 de las 33 indicadas para el despertar de aquel que fungirá como el instrumento de nuestra eternización en el poder –afirmó el doctor Timoteo, que parecía ser el segundo a cargo.

Entonces aconteció algo definitivamente inesperado. La supuesta entidad danzante fue bañada con la luz de la verdad y todos sus preciados atavíos, tan lustrosos, fueron evaporados. Casi deja escapar un grito de horror Klopt al presenciar tal suceso, pues quien había aparecido se trataba de la persona que menos le había pasado por la cabeza entre todas las nauseabundas concepciones que había formulado desde que comenzó el sacrilegio que, con tal asco y temor, observaba impávido. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo entenderlo? ¿Cómo aceptarlo? Sus lozanos y fulgurantes ojos azules eran lo único que no había cambiado en ella, quizá también su rostro y su nada despreciable figura sensual, aunque las singulares condiciones en que se presentaba ocultaban la perdición que en su belleza se parapetaba. Se trataba, triste y sorpresivamente, de la brillante doctora Poljka.

Era ella, debía serlo, aunque presentaba características propias de una anómala entidad: tenía una cola rojiza arriba del ano, extremadamente larga y que se retorcía sin parar; sus manos eran alargadas y parecían más como las garras de un ave, ennegrecidas y afiladas; unos cuernos entre rojizos y plateados adornaban su cabeza, pero daban la impresión de ser reales, como si estuviesen encarnados; sus pechos estaban hinchados y expulsaban leche verdosa; su vagina estaba ensangrentada y emanaba pus; sus piernas y abdomen tatuados con símbolos funestos y bastante coloridos. Klopt logró atisbar todo aquello gracias a la iluminación del ojo, que estaba posado sobre Poljka. Lo único que parecía seguir siendo puro era su mirada, extraviada y suplicante, vomitiva y a la vez consoladora. Lo que pasaría a continuación indudablemente fue el detonante para que Klopt perdiera la cabeza por completo y revelara su presencia.

Los siete malparidos destrozaron de todas las formas posibles a Poljka, a quien parecía habérsele extraído la conciencia, pues gemía como una maldita desdichada, incluso se había desgarrado la garganta. Prácticamente le hicieron de todo aquellos viejos infelices, quienes estaban completamente desnudos y enloquecidos con el hermoso y etéreo cuerpo de aquella mujer. La orinaron y la cagaron muchas veces, también le hicieron lamer los meados y tragar la mierda combinada de los siete. Luego, le vomitaron en todo el cuerpo y la obligaron a comérselo. Por supuesto que la penetraron como si de una muñeca sexual se tratase, sin respeto alguno. Aquellos viejos, integrantes de una nefanda sociedad oculta, o lo que sea que fuesen, ridiculizaron y trataron como la peor infamia del mundo a Poljka. La cacheteaban y la golpeaban, la pateaban y le escupían gargajos con sangre, que luego debía tragarse. Llegaron a tomarla entre todos, mostrando una crueldad bárbara. Tres le metían sus asquerosas vergas por la vagina, mientras que otros dos lo hacían por el ano, en tanto que los dos restantes recibían sexo oral al mismo tiempo. Probaron todo tipo de posiciones y de parafilias, se corrieron múltiples veces en todas partes de su cuerpo: boca, cara, cabellos, ojos, orejas, hombros, senos, abdomen, nalgas, piernas, pies y, desde luego, vagina y ano. La pobre, indefensa y preciosa mujercita de ojos lapislázuli parecía estar ya acostumbrada a tal bestialidad, como si de algo cotidiano se tratase, con lo que Klopt recordó cuando mencionaron que se trataba de la semana 29.

Mientras tanto, las bocas no dejaban de reír y sus carcajadas habían alcanzado tal grado que llegaban a opacar por momentos los gritos de desesperación, placer y odio que expelía Poljka. Sus pobres ojos azules eran los únicos que todavía emanaban una señal de salvación, un mensaje que contrastaba con su naturaleza impía. Al final de todo el aciago y repugnante teatro sexual, los siete hombres hicieron una reverencia hacia el ojo y musitaron algo que Klopt no entendió, como si de otra lengua se tratase. Hasta ahora, éste no se había percatado de la cercanía que mantenía en relación con Poljka y los siete malnacidos. E incluso le parecía que se había acercado cada vez más. Subrepticiamente, apareció un muchacho con los ojos divagantes, llevaba una túnica blanca e impecable cuyo fulgor cegaba, aunque lucía nervioso y ansioso. Las bocas lo maldecían y el ojo no lo iluminó, pero él se inclinó ante Poljka y, tras persignarse, comenzó a embarrarse en todo lo que había sido derramado tras la brutal violación, principalmente sangre, mierda, orines y vómito. Poljka lo contemplaba llorando sangre y tirándose pedos en el sujeto. Pasaron así algunos minutos hasta que el joven, quien resultó ser nada más y nada menos que Calhter, empezó a vomitarse también y a llorar. Daba la impresión de que debutaba en tales ritos sexuales, pues se percibía en su ser un halo de rechazo y asquerosidad. Se levantó después de unos minutos, todo batido de porquería, y en su cara se reflejó una incongruente sonrisa.

–Bien, he cumplido con mi parte del trato –argumentó preñado de felicidad–, ¿no es así, doctor Lorax? Le imploro que ahora proceda a cumplir la suya.

–Claro, desde luego que ahora cumpliré con lo prometido –exclamó entre ligeras risas el doctor bipolar.

–Entonces es toda mía, al fin. ¡Poljka será mía y me la cogeré cuantas veces quiera! ¡No puedo esperar ni un minuto más, o podría ser que me reventara la verga!

Y así, Calhter se aproximaba con turbia mirada hacia Poljka, quien, a pesar de haber sido follada por los siete hombres y haber tolerado todo, expresaba repulsión como ninguna otra desde que aquel miserable hombre apareció. A Klopt le daba la impresión de que aquel ritual era inevitable para ella, y que lo había aceptado a costa de lo que fuese, pero ser penetrada por Calhter la zahería sobremanera. Sin embargo, aquel estulto investigador, obsesionado con la joven y en cuyo nombre se masturbaba cada noche, no logró concretar su propósito, pues fue interrumpido por un siniestro par de ranas. Sí, eran unas criaturas chistosas y extrañamente carnívoras, además de poseer un tamaño descomunal y colores demasiado llamativos, más de lo extraordinario. Una era verde y poseía matices amarillos, anaranjados, rojos y grises; su piel era refulgente y sus ojos saltados aparentaban poseer la fuerza del cosmos. La otra poseía unos ojos todavía más grandes y de un matiz azul metálico en cuya profundidad se alborotaban las estrellas, además de que su color corporal entre rojo, café, violeta y blanco le conferían una distinción única. Lo que tenían en común ambas ranas era la mística mirada y la elevada apariencia que de ellas procedía.

En cuestión de nada se lanzaron contra Calhter y se metieron por su boca, al tiempo que este se doblaba y expulsaba lamentos ingentes. Las bocas suplicaban porque se callara y el ojo se había puesto en blanco. Al fin, las ranas salieron por su recto y brillaron extrañamente, conservando la misma mirada mística. Calhter se puso de pie, pero sus expresiones eran vacías, sus ojos estaban hundidos y caminaba con dificultad, como si no coordinase sus movimientos. Caminó ignorando a Poljka y comenzó a estrellarse contra una puntiaguda piedra que se hallaba detrás del lugar donde había ocurrido aquel bacanal hasta que al fin se quedó quieto: estaba muerto. Klopt intentó establecer qué había ocurrido, aunque ya casi sin fuerzas para razonar. Terminó por establecer que las ranas habían devorado el poco espíritu que le quedaba, en lugar de devorar su cuerpo. Así, vaciado de lo más ínfimo que le quedaba, Calhter había decidido suicidarse.

Sin poder contenerse por más tiempo, Klopt salió de su escondite y se puso a gritar como desquiciado. Su cabeza estaba absolutamente fuera de control, gemía y profería maldiciones hacia los siete hombres, también insultaba y afirmaba al mismo perdonar a Poljka, además de ayudarla a restablecer sus valores como persona y su integridad machacada. Afirmaba que las ranas eran demonios devoradores de almas y que Calhter debía ser atendido de inmediato, aunque luego se lamentaba por su muerte. Tartamudeaba y se contradecía, golpeaba el suelo y saltaba como un loco, se arrancaba los cabellos y se mordía los labios con tal violencia que sangraba de manera brutal. Los más siniestro y perturbador acaso era su risa, pues era tan estrepitosa como delirante, absolutamente perteneciente a un maldito desquiciado. También decía saberlo todo acerca del control mundial y vociferaba que denunciaría aquella diabólica mafia, espetando que encarcelarían a los siete cerdos y que él escribiría en un libro toda la verdad.

–Me recuerda tanto a Bolyai, incluso se parece físicamente –mencionó el doctor Faryo, desternillándose y todavía agitándose el pito.

–Sí, a mí también, sobre todo en sus últimos momentos. ¡Cuán incrédulo fue ese sujeto! –dijo el doctor Nandtro, también riendo.

–Escucha Klopt, no debiste haber venido aquí jamás –adujo el doctor Timoteo, reconociendo a su antiguo estudiante.

–Es demasiado tarde, ahora ya nada se puede hacer sino llevar a cabo el proceso. ¡Hoy es el día en que renacerás, Klopt! ¡Ahora ha llegado un nuevo servidor! –exclamó entre infames contorsiones del rostro el doctor Lorax.

Klopt, presa de una ansiedad demencial y sin poder recurrir a la razón, la cual ya estaba aniquilada, se puso a correr lo más rápido que pudo. No obstante, el ojo se dirigió hacia él y lo iluminó, paralizándolo y produciéndole un raro efecto. Jamás había sentido el ayudante de biología una fuerza tal, pues parecía como si se tratase de la mirada de un dios. Se sentía tan mísero e intrascendente, tana asquerosamente humano. Nada tenía que ver aquello con las discusiones sostenidas con su amigo Leiter, quien ahora reposaba en una cama, tan ignorante de la ignominia que escondía el centro. En aquellas pláticas, ya las últimas semanas tras el cambio en su mente, ambos atacaban la existencia, adjudicándole un carácter absurdo y afirmando que las personas, en realidad, no merecían vivir. Ahora podía sentir lo que había hablado, sentía cómo se desvanecía toda concepción suprema que llegó a poseer. Podía mirar todos los eventos que había experimentado y éstos desaparecían para siempre. Su mente sufría un efecto desgarrador, su cuerpo era separado de algo que identificaba con su consciencia, tal vez su alma. Se desfragmentaban todos sus recuerdos, emociones, sentimientos y pensamientos. Todo su yo interno era reemplazado, transmutado en otra versión mucho más patética y miserable. La sensación de extinguirse era atroz, tan brutalmente horrorosa.

Finalmente, el ojo lo liberó de su yugo y, por unos instantes, pudo dilucidar la verdad y entender lo infinito. Pero enloqueció en el menor tiempo concebible y, al virar, el doctor Lorax posó la mano sobre su frente, ocasionándole una opresión terrible en su cabeza. Además, pudo atisbar un ojo insano en la frente del doctor, pero no solo en la de él. Cada uno de los doctores tenían lo que parecía ser un tercer ojo, al menos una rasgadura. En algunos ya casi brotaba, en otros recién comenzaba a visualizarse la llaga. ¡Todos sin excepción poseían el tercer ojo, como si se hubiesen sometido a una cirugía para implantárselo! Lo último que Klopt pudo contemplar antes de perderse por completo fue la mirada de Poljka: esos ojos azules que imploraban perdón. Yacía sentada y desnuda, sin la cola ni los cuernos, con sus manos normales, con su apariencia virginal. Tan solo sacaba la lengua y la introducía en un triángulo que formaba con ambas manos, luego se manumitía de su cuerpo. Las bocas ya no hablaban más, al fin se habían cerrado por completo. El ojo ya no coronaba el firmamento, ni tampoco las ranas aparecían para devorar almas. Solo quedaba aquel que otrora fuese Klopt, tirado y disfrutando de sus últimos momentos como él mismo. A partir de aquel momento, aquel pobre diablo había renacido: el MKULTRA estaba completo.

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Libro: La Esencia Magnificente


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