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Castigo

Azotado y con la cabellera arrasada por el devorador de los planetas sombríos, vapuleado por el amasijo de pestilentes sanguijuelas que ensuciaban el divino vestido del olimpo. Cada vez más hundido, sumergido en una barbarie de locura y crápula que convergía en orgiástica devastación. Un momento a la podredumbre y una verdadera pintura a la deshonra de ser yo quien dominaba este cuerpo sin orgasmos ni placer. ¿Cómo explicar tal tormento? ¿Cómo susurrarle a esas beldades desnudas y mojadas que, antes de ayer, volví a ser quien juré destruir antes de desfallecer? El castigo fue abrumador, la incondicionalidad de los destellos asexuales trastornó el único lugar hacia donde podía escapar un perdido de los cielos como yo. Pero justo en aquellos paisajes de amargura y decepción era donde podía sentirme mejor, donde mi felicidad relucía para abrir el paso a la tragedia que el sol anunciaba.

Las llagas quedaban abiertas y cada vez con mayor crueldad, cada vez exigiendo más de mi pobre e insensata elocuencia malgastada. Y los cúmulos que debían desprenderse quedaban atorados en lo más recóndito de mi ser, en el infinito vacío donde reptaba lo que no debía florecer. Pero lo hizo, escapó y conquistó el apocalipsis interno para posesionarme en aquel frío atardecer. Desde entonces, nada fue igual; nada volvió a parecerme colorido y digno de admirar. Todo se secó, todo murió tanto adentro como en el exterior. Mas ¿era acaso un pecado estrujar aquellas rosas negras por el ínfimo placer de mirar mi viscosa sangre fluir a través del cristal? ¿Era realmente tan absurdo imaginar que podrías estar conmigo sin que pudiera tu cuerpo devorar? ¡Es una locura, es un don, es un pesar existir así! Casi no me lo puedo creer, aunque sea tan cierto como las mentiras que me han cobijado hasta ahora. Bajo el árbol en la montaña del solitario habré de reír entonces y el signo habrá de purificarme.

¡Y cuántas veces intenté convencerme de que mi naturaleza era diferente! En aquel sufrimiento inveterado de mis pobres sentimientos sobrevino la tormenta que puso fin, por suerte, a mi último tormento. Pues te fuiste, ya no obturaste más el delirio del sueño carmesí, sino que conquistaste al traidor en el viaje del destripador locuaz. Ahora esta agonía sería solo mía, infinitamente mía. Y, aunque otras sufrieron y padecieron las consecuencias de este fatal y horripilante trastorno; sé que fue contigo que murieron mis ganas de estar dentro, ya que en verdad te amaba de otro modo. Uno tal que mi humanidad era un impertinente visitante, un estorbo indigno de la piedad con que besaba espiritualmente tus pies y de los anhelos iridiscentes en el silencio del dolor supremo. Empero, mis desesperados gritos no fueron escuchados y tu partida tan fugaz ocasionó, por suerte, el suicidio de este imbécil desdichado cuyo nostálgico espíritu imploraba desde hace tanto por el fin.

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Melancólica Agonía


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