La conmoción fue realmente fuerte, hasta indecente y de un temor insoportable. No sabía qué había pasado conmigo, no tenía la más remota idea de dónde estaba. Solo experimentaba tan violentos cambios, tal desprendimiento y dolor, que la agonía terminaba por tornarse hasta placentera. Sí, era el mayor daño que había recibido, y no uno físico ni tampoco mental, pero era inexplicable la infinidad de algo que llamaría sentimientos, y que ahora eran más tangibles y reales que yo mismo. No había ninguna noción del tiempo, tampoco dimensión o realidad; todo lo que había conocido se extinguía en el olvido. Tantas cosas raras en torno a mí me confundían, pues la tormenta parecía tan cercana a una mezcolanza de emociones en su máxima vibración: tan similares al hecho de enamorarse, que solo deseaba el fin. No sé cómo ni por qué, pero yo no debía haber escuchado ese susurro aquella noche previa a mi despedida sublime.
O, tal vez, no debí haber recordado, en mi última forma de pensamiento, esas sepulcrales palabras percibidas mediante algo más allá de los sentidos dentro de mis sueños; solo que era demasiado taumatúrgico conservar mi consciencia sin sentir que aún era yo. Y, antes de fundirme con la creación y la destrucción, con la nada y la imaginación, conmigo mismo sin ser realmente yo, lo escuché por última vez. Era como un eco proveniente de una entidad tan elevada y distinta a mi anterior humanidad, que me sentí inerme y desnudo espiritualmente. Debo añadir que mis pobres ojos quedaron cegados sin que pudiera hacer algo al respecto, que mi boca quedó muda instantáneamente, que todo lo que yo era se fundió con la sangre del abismo. Y, aun así, petrificado y aturdido por los últimos segundos en donde observaba como tu boca con la de alguien más se unía, no conseguía perder por completo el conocimiento.
Había fragmentos de mi anterior consciencia, recuerdos que quemaban más que el fuego de todos los avernos, y que ni siquiera parecía como si fuesen a desaparecer tras el suceso más sublime. El suicidio se había abalanzado sobre mi fracturada alma y recorría con siniestro placer lo último que me quedaba, pero ni así el sufrimiento menguaba. ¿Es que la existencia también se prolongaba más allá? Escuchaba el aleteo de sus infinitas alas y percibía un olor aún más enigmático que el de la muerte. No era digno de estar ante la máxima deidad hermafrodita, pero ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta ahí. Todo lo que yo era, pensaba, se había extinguido tras su traición y el colapso en el agua. ¿Ya habrían hallado mi cuerpecillo frío y flotando a la deriva? Pero aquella esencia que existía como consecuencia universal del todo ya murmuraba tenuemente en mi alma, ahora liberada e inhumana, lo siguiente: cuando mueras, nunca sabrás que has muerto.
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Anhelo Fulgurante