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Corazones Infieles y Sumisos XXI

Ya había pasado más de una semana desde aquel día en que Vivianka y Alister fundieran sus cuerpos. Erendy dormía apaciblemente hasta que una pesadilla atroz se presentó cual relámpago destructor. A la misma hora, pero en una existencia paralela, aquel hombre causante del desequilibrio en los universos no lograba conciliar el sueño. ¡Qué curioso resultaba presenciar a los humanos y aquello que los preocupaba, mientras la pluma sagrada dedicaba sus palabras a filosóficas y disfrazadas zarandajas! En un libro, sin pasta ni autor, se tenían las siguientes elucubraciones, en donde, a modo de ensayo, se presentaba la viva imagen del mismísimo autor del libreto en marcha.

Cavilando mientras ambos seres de la historia narrada permanecían congelados, analizaba y pensaba que se presenta al amor como un concepto ilógico y contrario a la difusa existencia humana, tan improbable que admitirla como verídica en cada faceta ocasionaba dolores extraños para los exégetas de la creación. En contraste con el amor que el humano ha desdeñado y arrojado al abismo de los condenados, se tiene el deseo de la libertad para todos los deseos humanos, de la rebelión espiritual y mental que cada ser logra tras una iluminación esplendorosa y casi milagrosa. El humano, en su estado de irrelevancia, ha consagrado en la inmoralidad de los deseos su mayor arma, que a su vez rige e idolatra con vehemencia.

La espada que se ha forjado con las cenizas de los sentimientos dirige los ejércitos del nihilismo. Justamente, tras esta postura es que el ser se visualiza como una entidad intrascendente y diáfana en cuanto a sus acciones y valores pudiera referirse. No interesan ya las percepciones que la sociedad haga ni los juicios emitidos por los pendencieros blasfemos, y curiosamente esta blasfemia insensata reforma cada principio y desgarra la moral ficticia y tambaleante de la época. Follar a tu madre y matar a tu padre, regocijarse con aquello que se añora poseer físicamente para matarlo espiritual e intelectualmente en beneficio de un sacrificio de amor. No es posible para el ser servir a este último y a la vez al deseo. Y se llega por este camino a un simple conformismo.

En su delirio, el ser se constata y evidencia de todo cuanto puede, su autoengaño es tal y tan persuasivo que, en la semblanza de los muertos desdeñados, llega a creerse el dueño de su destino; esto es, imagina que tiene un libre albedrío. Aquí ya se puede atisbar la insistencia por parte del humano a una emancipación absoluta de la naturaleza, por temor o ira, por insensatez o desdicha. Todo cuanto el hombre sabe es producto de un acondicionamiento, todo cuando se puede aprender ha sido ya rechazado de antemano por la barrera indestructible formada hace años. Desde la infancia hasta la vejez se prolonga un estado vegetativo de estupidez y simpleza en el ser. Y, sin olvidar la parte sexual, pues para el humano no cabe duda de que esto lo reafirma, el hecho de engendrar descendencia lo llena de un dudoso sentido existencial atribuido quiméricamente. La descendencia se entiende entonces como el deseo intrínseco del ser en sus banales y anodinos intentos por perpetrar la fallida obra de un dios anormal. Tan extraño y peculiar resulta este dios que debe rechazarse por sentido común su adoración. Ninguna clase de ser superior se dignaría en existir o hacerse pasar por real para responsabilizarse por las acciones del hombre.

Esto se entiende de mejor manera si se sabe de antemano que el dios inventado por los humanos tiene como único fin sustraer la responsabilidad de vivir, engloba la moral atroz y los valores mal infundados. Por tratarse de una idealización del espíritu, el hombre ha cometido el mayor de los pecados: atribuir y caracterizar en dios aquello que en su mediocridad y sinsentido es completamente incapaz de probar como real.

La mayor fuerza, que contrariamente se niega por cuantos seres consagran sus vidas a la lucha de los demiurgos, es la sexual. Esta provee al ser de sensaciones tan variadas y poco exploradas que, incluso, se mataría con tal de realizar el acto de penetración. Bajo las condiciones adecuadas, cualquier persona termina por ceder, inclusive sin un esfuerzo ingente por conseguir el objetivo. Desde este punto de vista se conciben los anhelos y la excitación como el proceso de reconstrucción en las mentes ocultas a la luz radiante del entendimiento. No es sino el propio humano quien se entrega voluntariamente a las pasiones terrenales, consolidándose en su fragancia como un animal hambriento de placer. Es imposible encontrar a un terrenal mendigo cuya vida no haya caído por una ocasión en la obsesión por fornicar, pues eso es todo lo que el ser tiene para defenderse del absurdo y la rueda eterna del fracaso individual.

Terminaban ya las reflexiones profanas de un demente escritor. Se continuaba en el plano de los sueños, donde también se podía no soñar y anular la realidad ficticia de la cuarta dimensión. Las ilusiones no representaban como tal lo que el ser anhelaba, sino que mostraban un cálido paisaje en que se solazaba su espíritu al sentirse afligido por la trivialidad de la vida. El suicidio, en resumen, terminaba siendo la única solución viable para subsanar y purificar el moldeamiento y los vicios que guardaban en ellos mismos la esencia de la vida moderna. Aquel ser que vivía conforme, y al que el mundo le parecía justo y en progreso, carecía de cualquier espiritualidad y originalidad. Los perseguidos, para quienes el simple hecho de levantarse de la cama resultaba absurdo, sostenían el más encarnizado enfrentamiento contra la irrelevancia de la vida misma, se abstraían en un constante estado de meditación autoinducido en el cual detestaban cualquier cosa relacionada al ser y sus ramificaciones o creaciones. A final de cuentas, nada podía llenar el vacío de aquel que había vislumbrado la tan oculta y tergiversada verdad de los universos cualesquiera en su interior.

Y, al terminar las meditaciones precedentes, nuevamente entraba en acción Erendy, quien sentía un sopor demoniaco. Por breves y muy finos instantes, creía alucinar como en tantas ocasiones, pero no creía ser responsable de atisbar a una entidad delirantemente agresiva para la existencia. Ya no sabía Erendy si se hallaba dormida o despierta, o un poco de ambos. Caminaba por un pasillo muy angosto, una suerte de lumbre escarlata dominaba el firmamento y llovían unas florecitas violetas, se trataba de bugambilias congeladas. De pronto, mientras caminaba como un autómata, observó a Alister, quien apresuradamente corría hacia un templo muy parecido al que otrora ella soñase tan real. Sin embargo, al intentar seguirlo, sus pies se derretían, se pegaban al suelo irremediablemente.

Cuando intentó voltear, una pared invisible se interponía entre ella y sus pasos anteriores. Era como si en ese sitio estuviese prohibido el pasado, ya nada se podía lograr ahí, todos los pensamientos previos eran una blasfemia. Sin quedarle de otra, guiada por quién sabe qué fuerza o entidad, Erendy resolvió avanzar nerviosamente. En su recorrido por aquel estrecho camino rectilíneo atisbó toda clase de cosas que se cruzaban. Y entre estas estaban una parvada de cuervos que se devoraban entre sí, una señora embarazada que se desgarraba el vientre para sacar de su interior una malsana forma, y unos caimanes que perseguían a un pavo real con los matices más bellos y tristes que hubiese observado alguna vez. También ahí se encontró con diablos de inmenso falo, quienes lo colgaban en su cintura y charlaban en dialectos totalmente ajenos a su lengua. Un factor peculiar era que ninguna de todas esas visiones o entidades parecían percatarse de su presencia. Cada vez que Erendy sentía alcanzar a Alister, una barahúnda de florecillas violetas caían desmesuradamente, nublando su visión de por sí precaria. Cuando recuperaba la vista, el supuesto gnóstico ya había avanzado muchos pasos. Así continuo por una eternidad, según le parecía su patética concepción del tiempo.

Finalmente, a lo lejos se presentó algo. Se trataba del mismo templo con el que había soñado tantas noches, ese donde las personas colgaban de arneses embadurnadas de heces y porquería, maltrechas y corroídas. Entre más se acercaba al templo, menos real le parecía su forma física y más vacía sentía su desvaída forma en que se hallaba contenido su espíritu inmarcesible. Cuando dejó de caminar, todo se torció y unas aves rapaces intentaron atacarla; sin embargo, fueron detenidas por unos crucifijos que abundaban en la densidad del lugar. Al aproximarse al templo, el capullo se hallaba desgarrado, ese que anteriormente le había parecido singularmente raro. Además, el árbol guardaba un vapor sofocante en donde el color mismo parecía murmurar sentencias vetustas, como proféticas. Estos susurros infames se arremolinaban y en el centro una batahola de bugambilias ardía en un violeta demencial, como el fuego divino purificador de la verdad. A Erendy le pareció haber entendido algo como: el que ha explorado y horadado en los misterios del cosmos, ha enloquecido en tanto su exégesis de la artística y febril consciencia unificada en el radiante brillo rasgó los cielos en el tiempo distorsionado.

Meditó el significado posible de tan peculiar apotegma, pero sin llegar a algo claro. Todo en su percepción era alterado por las fuerzas de esa realidad soñada. En alguna parte lejana escuchaba la colisión de las estrellas fulgurantes y binarias. Su muerte la presentía como propia, finalmente el momento en que el amor y la libertad serían conciliados en el maridaje de la eternidad sobrepasaría los empaques triviales que osaron esconder el espíritu ataviado de mundanidad. Lo que esos antiguos inefables paradójicamente ocultaron como una desgracia, para el supuesto evolucionado y escaso intelecto humano representaba la deliciosa y fastuosa bebida embriagadora de una sabiduría sempiterna.

La neblina violeta se propagó suntuosamente por los límites funestos del ensueño vivificador. El pasado inmediatamente difuso no era sino la debilidad de los recuerdos en el interior. Todo pasaba y quedaba en ese singular y extenso molde de carne y hueso. La utopía de un tiempo hacia una dirección precisa, o incluso de un ciclo en el orden conocido, era motivo de burla para las entidades sin subterfugios existenciales. Bien conocían ellos la imposibilidad e ignorancia humana para la comprensión de algo que no podía ser tangible, y su debilidad espiritual y mental solo denotaba la pertenencia a un plano inferior en el cual su destino era perturbado por la mismísima demoniaca divinidad de tentáculos y alas monstruosas.

No cabía duda, la criatura había surgido producto de las emociones irreparables. Cuando Erendy dilucidó los misterios del árbol fulgurante y de las bugambilias ardientes, la puerta del templo se abrió de par en par. Lo que observó al entrar no fueron cuerpos mutilados ni colgados, tampoco alguna otra aberración de esta calaña. Había admitido los temores de su corazón, transmitiéndolos en una visión bochornosa. Ahí, frente a ella, con todo el templo derrumbándose por dentro y elevándose hacia el gran destructor de los mundos, el masculino y femenino a la vez se mezclaban combinando sus almas indivisibles. Ahí, en ese lugar, la representación del fulgor incorruptible contempló con horror cómo una funesta, infame y execrable escena era vivida mientras ella desaparecía.

Frente a sus ojos, ahora escurriendo de sangre y siendo lacerada por sombras, Alister follaba violentamente a su madre. Sí, la vagina de aquella mujer que otrora diera nacimiento a lo que ella era estaba siendo arremetida salvajemente por el hombre que amaba. El destino cruel que adornaba su desfigurada esencia se tornó más sombrío cuando unas manos blancas con puntos negros jalaron los hilos del tiempo, haciendo que el escenario voluptuoso avanzara considerablemente, quizá eones, en los cuales Alister seguía tirando de ese trasero malgastado como un animal o más que eso, peor que un demonio se enganchaba a aquella vulva flácida.

Erendy no podía mover uno solo de sus miembros, sus oídos sangraban también cuando su madre gemía cada vez más duro debido a las fuertes embestidas del sujeto revelado, quien poseía el falo de un minotauro y usaba unos cuernos de oro en los cuales extraños símbolos demoniacos adornaban su majestuosidad. Para terminar con la prolongación atemporal de ese fatídico encuentro, la madre de Erendy fue chorreada por una inusual cantidad de esperma cremoso y espeso que brotaba como nunca del falo de Alister. La proporción desmedida de tal corrida era tan abundante que no solo llenó la vagina de la sometida, sino que además invadió todo su interior, escurriendo por su boca, sus ojos, sus oídos, su nariz, e incluso lo sudaba y lo sentía burbujeando en sus intestinos.

A pesar de todo, el esperma no paraba de salir. Nuevamente la princesa onírica se contorsionó en una dolencia más que física o soñada, ya nada tenía sentido, como tal vez jamás lo tuvo. El tiempo fue controlado cual muñeco de trapo por las manos blancas de puntos negros y, en esta ocasión, también se podían apreciar en toda su magnificencia unas alas preciosamente diabólicas con picos y capas que parecían no pertenecer a ninguna criatura en particular, sino a todas a la vez. El tiempo, tan moldeable y ajeno a las idealizaciones terrenales, avanzó en un santiamén, y una panza asquerosa brotó de la mujer blasfema y follada. Se trataba de un embarazo, estaba preñada de Alister y a punto de dar a luz.

El cielo retumbó y ni siquiera era eso, sino múltiples agujeros de gusano a través de los cuales se deslizaba el templo. Por fin, las miradas se encontraron, la de Erendy y Alister, amabas llenas de odio, rabia y tristeza. Surgieron bugambilias en todos los rincones del templo, pero ya no fulguraban más, estaban congeladas con un hielo grosero y agresivo, uno que se extendía devorándolo todo. Hubo lástima en los universos supremos, las miradas concomitantes se pegaron en un choque místico. Se despedazaba el templo y el árbol refulgente colgaba de este, tambaleándose cual frágil entidad. Paulatinamente, surgió una iridiscencia tras las miradas encontradas, misma que dispersó absolutamente todo lo aborrecible, dejando únicamente al trágico amante con su falo putrefacto. La madre de Erendy explotó y de su vientre salió un colibrí benevolente de hermosas combinaciones y matices, entre azul, verde y amarillo. Este bello pajarillo escapó y, con un aleteo, ocasionó una lluvia de meteoritos que corrompieron el curso del libre albedrío y acusaron al destino de entrometido.

El templo cayó encima de la mujer traicionada que, sin poder moverse, sintió como un líquido bañaba sus pies. La sensación fue peculiar, ya no creía estar más soñando, había vuelto de un solo golpe a la realidad. Tal vez incluso fuese lo contrario, pues siempre había vivido en sueños y soñado en el mundo real. Cuando volvió por completo al plano terrenal, con una insaciable melancolía añoró nuevamente el sueño de la distopía petrificada, pues resultaba más soportable que estar ahí y ser ella misma. Ante sus ojos incautos yacía su hermana, Vivianka, o la que había sido o quedaba de ella. Se hallaba envuelta en un charco inmenso de sangre que escurría por una gran abertura en su cuello, en su mano izquierda un cuchillo bien afilado podía atisbarse. Se había cortado la garganta no hace muchas horas antes, dejando un mensaje para Erendy que versaba así:

Perdóname, hermana, pero me follé a tu novio y me embaracé de él. Prefiero dar muerte aquí al sacrilegio que vivir soportando el dolor de la culpa y la blasfemia. No te confundas, lo que me hace quitarme la vida no es el hecho en sí, puesto que, en realidad, nadie pertenece a nadie y todos somos libres de coger con quien queramos, sino la tragedia de imaginar que ese hombre ya no volverá a satisfacer mi delirio. Eso es, al fin y al cabo, lo que me repugna, que tú nunca aprobarías que tu novio me prefiera a mí… Y que yo no podría vivir sin anhelar de nuevo su miembro.

Los padres de Cecila estaban preocupados ya que no había vuelto aún y el reloj marcaba las 3 de la mañana.  Su padre, un mujeriego drogadicto, lo tomaba con calma; su madre, una ama de casa que se ganaba la vida vendiendo dulces, estaba en total pánico. Recordaba todas esas noticias sobre mujeres desaparecidas y violadas, temiendo que su hija se hubiese convertido en una integrante más de la lista. Habían marcado a todos los números posibles, habían contactado a todas sus amistades y familiares; nadie sabía un carajo acerca de la infeliz mujer. Su manía de irse a tomar cada fin de semana ya no asombraba a sus padres, quienes, en su reducida concepción, creían que eso le servía como una distracción. Mientras tanto, atrapados en el universo tangente y en un tiempo anterior, podía presenciarse el recuerdo de Yosex y su fehaciente vanidad.

–¿Te ha gustado verdad? No puedes negarlo, yo sé que en el fondo te gusta. Sabes una cosa, es parte de una teoría que desarrollo con un amigo. Le he propuesto terminarla lo antes posible, aunque hay mucho por leer y aprender todavía. Sin embargo, más importante que eso es experimentar.

Yosex caminaba con aire cerval y desesperado. Hacía ya semanas que consumía todo tipo de drogas y experimentaba con sus víctimas situaciones de estrés y torturas ignominiosas.

–¿Por qué haces esto? ¿Acaso te divierte? Yo jamás te hice daño –farfullaba una voz debilitada por los constantes castigos, era la de Cecila.

–No lo comprenderías. Yo sé que en el fondo has deseado ser atormentada, es natural. Lo que crees como correcto no es aquello que tu criterio mismo ha deducido tras tus experiencias de vida, sino un simple producto del acondicionamiento realizado por tu familia y maestros desde tu existencia en este mundo. Y, en pocas palabras, tú no eres tú misma.

–Y ¿cómo puede ser bueno esto que haces? Recibirás tu merecido, no eres sino un demente pervertido.

Cecila yacía en un rincón del nuevo escondite de Yosex, quien hábilmente se las había arreglado para mudarse y traspasar nuevos instrumentos. Ya había devorado parte de un brazo de Cecila, había realizado incisiones en los dedos gordos de los pies para succionar sangre y morderlos también. La había rapado y sus cabellos los enrolló en su cuello. También la había drogado y violado e, incluso, el muy animal había defecado en su boca.

–Los deseos humanos son extraños y complejos. Lo que tú crees malo y aborrecible es el regocijo y la liberación del abismo insondable. No siento culpa alguna por lo que he hecho y no me arrepiento de nada. Con esto, si dios quisiese castigarme, que lo haga si puede; empero, he continuado mis experimentos y saciado mi hambre de sexo y carne, todo sin que a él le interese. ¿Cómo se explicaría que existiese un dios no indiferente? De ninguna forma podría el todopoderoso permitir tales actos, o probablemente en sus misterios los consciente, respetando el orden de las cosas, el destino y la naturaleza que me permiten realizar actos tales. Dios no puede, aunque quisiera, modificar los acontecimientos; e incluso él está supeditado a las fuerzas superiores y ocultas del universo.

–Estás demente, necesitas ayuda inmediatamente. Ya no me interesa lo que me pueda pasar, pero seguramente te pudrirás en el infierno, maldito cerdo ateo y demente pervertido.

–No creo que eso pase. La moral, para mi gusto, es el excremento de dios. En ese caso, tú igualmente te pudrirás sin importar tu condición. Si yo merezco dicho castigo, ¿qué haría que tú no? ¿Cuáles son los juicios que permiten la salvación? Todo es un cuento y una historia pésimamente confeccionada que solo las personas más ingenuas como tú creen. Sin embargo, ahora estás acabada, ya no podrás más vivir en tu felicidad ficticia, ya no serás más felizmente ignorante.

Yosex se aproximó a Cecila y la asfixio salvajemente, pensando en el placer que le produjo violarla y comer su carne horas atrás, se estaba excitando. Finalmente, decidió que la conservaría como un trofeo, no se la comería, no tan raudamente. Todavía podría divertirse con su cadáver unas cuantas semanas. Y ¡cómo le encantaba el momento en que los gusanos comenzaban a invadir la vagina de sus muertas! Dio media vuelta y salió a fumar un cigarrillo y realizar anotaciones acerca de la teoría de la sumisión. Su participación en este universo había llegado a su fin, pero tendría oportunidad de mostrar su potencial en el suyo, quién sabe cuándo ni cómo, ya tendría su escenario y su actuación sería magnífica. Salió apresuradamente de su nuevo recinto, un antiguo kínder casi en ruinas donde halló en sus paseos nocturnos una construcción subterránea de perfecta condición. Caminó hacia la tienda, compró los víveres para su madre inválida, sus medicinas, un chocolate fino y partió sonriente y tranquilo como un hombre que recién ha salido de prisión.

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Corazones Infieles y Sumisos


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