Sin causa aparente y en absoluta disposición de mi tergiversada percepción, me siento tranquilo y perfeccionado porque ahora, creo, será mucho más reconfortante recibir a mi nuevo y último amor prohibido: el suicidio de lo que he sido. La sibilina crudeza que trae consigo esta tarde gris y caótica ya ni siquiera me afecta, incluso diría que compagina con mi impaciente melancolía. La ebriedad y el tabaco ayudan, sí, pero no lo suficiente; no como esperaría y quisiera. Y ahora llueve, lo cual incrementa la atroz agonía de esta soledad infinita y putrefacta en donde me tergiverso hasta olvidar que existo. Algunas sustancias misteriosas ayudan, algunas jeringas magnéticas y un poco de esos cristales mágicos calman este sufrimiento insoportable. Pero todo es infernalmente temporal, todo es solo un juego absurdo del que no puedo escapar. ¿Debo resignarme entonces? ¿Debo aceptar que, pase lo que pase, nunca podré comprender por qué o para qué estoy aquí?
Es realmente una tontería, una disociación que no puedo aceptar. Y paso los días en cama, aunque en verdad enfermo no estoy, al menos no como lo dice la medicina convencional. Entonces ¿por qué siento que mi cabeza está desconectada de esta realidad malsana? ¿Por qué vienen de pronto esas sensaciones extrañas y me derrumban? Y es que, ciertamente, no tengo cómo hacerles frente. La desesperación de existir, la agonía de no aceptar esta vida humana y el delirante pensamiento del suicidio me consumen. Ya ni siquiera puedo permanecer tranquilo unos instantes, pues la tentación de usar la navaja es cada vez más recalcitrante. Me consume de verdad, me exprime y me tortura en lo más profundo. Una contradicción infame, una siniestra y deplorable quimera, una sombra ajena a mi propio yo es lo que ahora, creo, solo puedo percibir en el ataúd. La oscuridad perenne viene ya y el colapso me indica que, en breve, todo habrá finalmente terminado.
Repugnancia, tan sórdida y profunda que me hunde en los océanos más abismales y negruzcos. Repugnancia de todo lo que soy, lo que siento, lo que pienso, lo que experimento, lo que veo, lo que digo, lo que vivo, lo que respiro, lo que me imagino que ocurrirá. Y la voz de un ángel con las manos ensangrentadas aparece en mis sueños para encajar la espada en mi vientre y liberarme de este irreal y estúpido universo. Odio estar aquí; odio esta soledad, esta tristeza, esta locura, esta nostalgia suicida que ha impregnado cada recoveco de mi alma. Odio mi asquerosa humanidad y casi vomito cuanto más me conozco, pues todo lo que soy no puede sino producirme asco y rencor. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene existir de este modo? ¿Hacia dónde va todo esto ahora? ¿Cómo aceptar esa repugnante silueta contra la que estrello mis puños cada que me planto frente al enloquecedor espejo y atisbo mi pestilente reflejo? No puedo sino añorar la absoluta disyunción de mi cuerpo, mente y alma para siempre.
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Repugnancia Inmanente