La filosofía sirve para intentar entender la vida; o sea, para nada. En contraste, la poesía nos brinda una sutil probada de lo que podría ser la muerte; o sea, lo único que nos queda.
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Si me mataba, las cosas podrían estar bien o mal después; o, en el mejor de los casos, podría no haber ya nada. Pero, si seguía con vida, irremediablemente las cosas estarían mal y se pondrían cada vez peor. Así pues, lógicamente era obvia la decisión que debía tomar aquella lluviosa tarde de verano donde únicamente la soledad y la tristeza me acompañan y consolaban a cada instante.
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No sabía si iba a matarme o no esta noche, lo único de lo que tenía plena certeza era de que no podía seguir con vida; y eso, ciertamente, era mucho más abrumador que cualquier otra cosa que pudiera soportar.
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¡Qué jodidamente difícil resulta tener que soportar otro repugnante amanecer en esta nefanda realidad cuando todo tu ser implora por el cese definitivo que todo acto, palabra o pensamiento!
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Pareciera incluso que la esencia misma de infinidad de personas es la estupidez y la absurdidad, pues en verdad despliegan tales características con una facilidad bárbara, con una habilidad increíble y una ridiculez siniestra sin importar lugar o momento. Lo que es peor, parecen superarse cada día y llevar dichos estados al punto más elevado.
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El Color de la Nada