Lo peor que podemos hacer es seguir viviendo, pues nada bueno puede resultar de ello. En cambio, deberíamos darle una oportunidad a la muerte. Al fin y al cabo, no tenemos nada que perder y, quizá, sí mucho qué ganar. Vida y muerte, ¿qué son sino espejismos ante los cuáles aparentamos siempre saber el futuro? ¿Qué encierran consigo sino misteriosos preámbulos de un tiempo perdido en la inmensidad del cosmos? Y nosotros, siempre tan ingenuos, nos postramos a sus pies para intentar explicar nuestro deprimente caos interno. ¡Oh, si tan solo fuera posible hacer algo al respecto! Si tan solo pudiéramos rozar por unos instantes aquel lozano conocimiento que podría tal vez impregnarnos de una esperanza lo suficientemente permanente como para no querer matarnos esta misma noche…
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El ser es tan contradictorio que hará lo que sea con tal de justificar su miserable existencia, aun cuando esta vaya de mal en peor o no presente ninguna posibilidad de mejora. No cabe duda de que el ser es tan necio que, aunque se le ofreciera la oportunidad de vislumbrar claramente la realidad de las cosas, se aferraría a su ceguera todas las veces habidas y por haber. Tal criatura, barrunto, no podría ser desde ninguna perspectiva la culminación de ninguna creación, sino tan solo un intento fallido de algo mucho más intrincado de comprender. El ser debe perecer cada día un poco más, solo así se iluminarán las tinieblas que imperan en su interior. Y, con suerte, algún día la luz y la oscuridad se equilibrarán; entonces, quizá, se comenzará a ver con los ojos de la verdad.
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Ya no espero nada de nadie, mucho menos de mí. Ahora tan solo espero la dulce canción de la muerte mientras permanezco tirado en mi cama y me embriago desconsoladamente. Y, con suerte, uno de estos días, espero, reuniré todo mi odio, hastío y repugnancia en un último momento de éxtasis: el de mi suicidio sublime. Hasta entonces, solo puedo añorar y saborear aquel día en que mi felicidad dejará de ser una ilusión y en que mi compungida alma al fin conocerá la verdadera libertad.
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Antes pensaba que no estaba bien que me causaran tanta repulsión las personas; ahora solo pienso en cómo demonios es que aún no he matado a muchas de ellas. ¡Cuánto detesto a la humanidad! ¡Cómo me exasperan todos esos idiotas sin remedio! Quisiera escapar, irme muy lejos; irme a la nada, al vacío, al olvido… Quisiera desaparecer completamente de toda existencia y fundirme al fin con aquello que no puede morir ni nacer, que no es bueno ni malo, que es y no es… En verdad, añoro con todo mi ser, en estos precisos momentos, hundir un cuchillo en mi cuello y que la sangre esparcida de testimonio de cuánto tiempo soporté esta infame y horripilante condición.
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Mi vida era una incongruencia de lo peor, algo realmente incomprensible. Y, sin embargo, prefería quitarles la vida a otros antes que quitármela a mí mismo. Así era yo: un homicida cuya única obsesión sincera era el suicidio, pero cuya siniestra condena era conformarse con asesinar a otros.
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¡Qué más daba si era yo un asesino, un santo, un monstruo, un asceta, un sacerdote, un mendigo, un millonario, un monje, un borracho, un charlatán, un hipócrita, un político, un maestro, un poeta, un drogadicto, un filósofo, un vicioso, un virtuoso, un mujeriego, un hombre de familia, un depravado, un hijo de puta, un adicto, un religioso, un loco o un escritor! Todo estaba permitido, era probable y hasta deseable. ¿Por qué? Fácil: porque yo iba a morir y entonces nada iba a importar ya, tal como ahora. La vida era eso: algo que carecía de toda importancia donde uno podía ser y hacer lo que quisiera, siempre y cuando aceptara el suicidio como su único Dios.
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El Color de la Nada