Solo a ti podría amarte, pues solo en tus catárticos y hermosos ojos encuentro un parecido a aquella magia solo conocida por aquellos ángeles de la muerte que han tenido la osadía de deleitar su alma con el encanto suicida. Solo en tus labios quiero derretirme hasta que no quede nada de mí, hasta que mi vida y mi muerte puedan amalgamarse de tal manera que no puedan volver a separarse jamás.
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Al fin y al cabo, para soportar esta vida hasta su inevitable e indispensable final, lo único que se necesita es ser tan imbécil como sea posible; y rodearse, asimismo, de la mayor cantidades de imbéciles posible. En esto la humanidad es experta, siempre encuentra en los otros el escondite para evitar la indispensable confrontación consigo mismo. Por eso, busca incansablemente la compañía, aunque se trate de la más vulgar. La soledad es siempre demasiado insoportable para aquel que nunca ha tenido el suficiente valor de inmiscuirse someramente en su propio infierno.
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Conquistar aquellos bestiales impulsos que más detestamos y condenamos en otros, pero que más anhelamos en nuestro falaz interior es, acaso, la empresa más intrincada y tortuosa que podemos llevar a cabo; cuanto más tanto que, casi siempre, de manera irónica, terminamos perdiéndola sin siquiera percatarnos de ello. Nos adjudicamos, ¡quién sabe por qué razón!, pleno derecho de juzgar la vida ajena y de creer que podemos resolverlo todo si estuviésemos nosotros en tal situación; no obstante, nuestra vida se compone de desvaríos mucho peores a los cuales prestamos mínima atención y los cuales no estamos interesados en analizar. Tal es la naturaleza del mono, una criatura ruin y abyecta sobremanera, cuya especialidad es embadurnarse magistralmente de la miseria ajena y nunca percibir la propia en plenitud.
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Exorcizar nuestros demonios debería ser nuestra prioridad en la vida, y no así el continuar adorando supuestos ángeles que, ciertamente, nos abandonan en los instantes donde más los necesitamos. ¿Qué caso tendría un dios que solo englobara la parte adorable, “buena” y hermosa del mundo? Tal dios estaría incompleto, sería demasiado humano y simbolizaría, indudablemente, todo aquello que tan desesperadamente nos aferramos por abrazar en nuestra insensata naturaleza. Entre más se busque omitir, anular o silenciar esa otra mitad que representa lo demoniaco, sombrío y horrible en nosotros, menos probable es que algún día, acaso uno muy lejano, rocemos siquiera la completa integración con el todo. El ser no está listo para esto y puede que nunca lo esté; aun así, siempre resultará loable el infeliz intento de ser uno mismo sin importar el bien o el mal que puedan surgir en los espejismos de la pseudorealidad y que, mediante una poderosa sugestión, tratarán de apoderarse de nuestra consciencia hasta enloquecernos con infinitos murmullos aparentemente racionales.
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Casi siempre terminamos por ceder ante los magníficos engaños que esta deplorable pseudorealidad se ha encargado tan majestuosamente de confeccionar para hacerlos irresistibles ante nuestros patéticos impulsos y nuestros terrenales sentidos. Cabe preguntarse entonces si el ser es en realidad culpable de su miseria o si su simple existencia ya lo ha condenado de por vida a la miseria. Cualquiera que sea la respuesta, no se halla al alcance de nuestra patética y limitada percepción; todo lo que podemos hacer es refugiarnos en nuestra irónica intuición hasta que las tinieblas permitan que un rayo de luz penetre a través de ellas y nos conmine a la locura o la muerte. Pues entonces el velo caerá, los lamentos estarán de más y un agudo zumbido hará de nosotros los mártires de la nueva y fatal libertad.
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El hartazgo existencial extremo seguía creciendo y creciendo conforma más y más me relacionaba con las cosas de esta absurda pseudorealidad: personas, actividades, normas, costumbres, etc. Cada elemento me parecía más nauseabundo que el anterior y cada cosa que encontraba ligeramente agradable terminaba tornándose, tarde o temprano, en algo tedioso y carente de cualquier sentido. Lo único que siempre permanecía impertérrito, curiosamente, eran aquellas sensaciones de náusea, vacío y hastío que, eventualmente, me llevarían a considerar como única alternativa para un prolongado bienestar el sublime encanto del suicidio. Cualquier otra cosa ya no podía sino implicar un artificio siniestro de mantener mi alma atrapada en este cuerpo infame, una dosis cada vez más elevada de irrealidad mediante la cual tratar desesperadamente de contrarrestar todo aquello que ya no podía dejar de odiar.
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El Color de la Nada