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El Extraño Mental XI

Lary me miraba confundida. Estaba borracha, eso era cierto, pero, por instantes, olvidaba que ella era como el resto. ¡Yo también, de hecho! Entonces ¿qué me afectaba? ¡No, yo no! ¿Qué me ocurría? Me hallaba en un antro, hundido en el alcohol y con una mujerzuela a la cual podía tratar como me viniera en gana. Sabía de la decadencia y no hacía nada para evitarla, ¿no me hacía eso más vil y miserable que cualquiera? ¿Qué era peor entonces? Acaso saber de la miseria que impera en la existencia y, aun así, entregarse a ella. O no saber nada de ello y proseguir viviendo en la ignorancia, pero contribuyendo de cualquier manera a la horrorosa banalidad del mundo. Creía que yo era peor, pues, si tan solo hubiese sido ignorante de tantas cosas, podría hacerlas sin atormentarme. ¿Qué estaba diciendo? ¿En verdad era así? ¿No me era todo indiferente? Debía ser por la borrachera que mis ideas estaban tan mezcladas. La voz de Lary me sacó del ensimismamiento.

–Entonces ¿tus padres evitan que te suicides? No eres indiferente a ellos, o ¿sí?

–Pues yo consideraría que sí.

–Pero ¿todavía sientes algo por ellos? Mencionaste que estarías mejor si estuvieran muertos.

–Supongo que los quiero de modo humano, el cual termina por ser falso e hipócrita. La verdad es que tenemos poco en común, pues para ellos mis ideas son abstrusas y dementes. Cuando les hablo de querer suicidarme siempre se encolerizan y me reclaman cosas relacionadas con los gastos que pasaron para pagarme la universidad. Creo que esperaban en mí a un sujeto normal, puesto que ellos me criaron transmitiéndome sus atavismos y modos de actuar, pero, de alguna manera, los rechacé. Son, por otra parte, demasiado moralistas y de mente muy cerrada.

–Me intriga saber cómo sería ser tú.

–Te aseguro que no quedarías muy complacida –respondí notando que se me complicaba ponerme de pie.

–Voy al sanitario, creo que me tardaré un poco. Ha sido una gran plática, he aprendido cosas interesantes. Ahora vuelvo, no se te ocurra irte –añadió mirándome con simpatía.

Esperé cinco minutos y luego me levanté para explorar el lugar. Era un antro demasiado concurrido, especialmente a la media noche. No sé qué clase de extraño impulso me impregnó e hizo que rondara e indagara más sobre las personas. Así, me alejé de la mesa donde sostuviese aquella plática con Lary y miré a los asistentes. Noté que muchos estaban igual de tomados que yo, y, al pasar a un costado suyo, sonreían y gritaban quién sabe cuántas cosas. Todos lucían alegres, salvo uno que otro tonto cuyo llanto seguramente se debía a problemas amorosos. Pero el ambiente estaba a tope, los cuerpos se agitaban con júbilo y la música sonaba más fuerte que nunca, imposibilitando las pláticas. En parte por eso mismo decidí escudriñar un poco, así descansaría mi garganta. Hacía unos cuántos minutos que habían incrementado el volumen, lo cual hacía impensable charlar con normalidad.

Había demasiadas mujeres hermosas, la mayoría eran jovencitas atrevidas y estúpidas a las que atraía el relajo y la concupiscencia, Iban ataviadas con ropas descaradas y se comportaban como unas cualquiera, pero eso era exactamente lo que yo admiraba en ellas. Las mujeres así, viles y libertinas, siempre habían sido de mi agrado por su rebeldía ante las costumbres moralistas y las ataduras de valores sencillamente arcaicos. Lary me gustaba por esa razón, pues ella era atrevida y cachonda, sin ningún prejuicio a las relaciones rápidas y fáciles. Con ella no debía preocuparme de los famosos pleitos de pareja ni de las escenas ahítas de celos y paranoia. Si quería tirármela, lo hacía, y, al siguiente día, éramos dos completos extraños. ¿Por qué las personas seguían fingiendo que les interesaba casarse y estar bien con alguien cuando se podía ser libre y revolucionario?

Resolví abandonar la cuestión y alejarme hacia la terraza. Una vez ahí nuevamente fui atacado por diversos cuestionamientos y elucubraciones superfluas. Me parecía que todo era tan banal y decadente en aquel lugar, pero, al mismo tiempo, creía sentirme alegre, acaso feliz. ¡Era una argucia y una tontería! Sí, claro que lo era, pues la felicidad humana no podía ser de otra manera, muy posiblemente ni siquiera existía, pero ¿a mí qué?

Me acerqué al borde de la barda de aquella terraza y miré hacia abajo, estábamos en el cuarto piso de un edificio bastante elevado. ¿Coincidencia? No lo consideré así. Me molestaba pensar que la existencia era una sucesión de coincidencias, pero todavía más abrumador e irritante era la idea de un destino. Esta estupidez era mencionada por los humanos en las más degradantes acciones, tales como conocer a sus parejas o recibir algún dinero, ¡vaya charlatanería! Me preguntaba si realmente alguna entidad divina o algún elemento superior, no el destino, se interesaría por lo que ocurriese en la vida de los monos que poblaban este triste planeta. Como sea, estaba más borracho de lo que creía y el mareo se acrecentaba a cada instante. Al asomarme hacia el vacío y sentir el fresco aire nocturno, la idea de arrojarme me trastornó.

Cuanto más miraba hacia abajo, más deseos sentía de acabar con todo. La vida carecía de cualquier sentido, pero la muerte podría caer en lo mismo. Lo único que la diferenciaba era la incertidumbre que con ella traería. Y, para los sujetos decadentes y contradictorios como yo, ¿qué esperanza habría en arrojarme de aquel lugar y morir al fin? ¿Para qué quería morir, para qué vivir? Ambas facetas me resultaban aburridas y hostiles, aunque en la primera ponderaba mejores resultados. Y sí, mi muerte también sería irrelevante puesto que mi vida lo era. No obstante, si mi vida hubiese sido menos decadente, ¿implicaba eso que mi muerte sería sublime como creía que debía serlo? No estaba seguro y jamás lo estaría hasta haberlo experimentado, pero carecía de fe para tener plena certeza. ¡Era tan gracioso! Comencé a reír como un enfermo mental y hasta fui a dar al suelo, luego de haberme estrellado contra una mesa.

Si tan solo hubiera optado por ir a ver a mis padres en vez de estar en aquel antro embriagándome y malgastando el dinero. Pero valdría la pena, pues en breves instantes estaría con Lary, besándola y penetrándola, consumando el acto y saciando mis instintos más primitivos, los únicos que me conferían cierta sensación de estar vivo aún, al menos en carne. Sin embargo, no conseguía apartarme de la barda. Yo tenía que luchar por el dominio de mi ser, pues cada día existían fragmentos que combatían por el control, voces susurrando toda especie de improperios e intentando imponerse en mi interior para modificar el exterior. Si algo sabía en los últimos tiempos era que, de quien más debía desconfiar, era de mí mismo, pues carecía del dominio de mi mente y de lo que ésta pudiera implantar.

Entre estas reflexiones observé pasar a la preciosa mesera que nos había atendido, moviéndose agitadamente con sus caderas y sus ojos hermosos. Me miró y se sonrojó, pero yo, tal vez por el alcohol, le guiñé el ojo y le hice una seña para que viniera. Pero ella, todavía más astuta, se acercó y me jaló del brazo para conducirme entre todo el gentío hacia un rincón donde cabíamos a la perfección. Nos miramos por un reducido intervalo y luego unimos nuestras bocas. Experimenté un tropel de emociones desconcertante, jamás había sentido eso, ni siquiera con Melisa. Así estuvimos bastante tiempo, mucho más de lo que consideraría un beso ordinario, y luego, al fin, abrí los ojos para perderme en el incomparable matiz índigo de los suyos. Podía matarme si lo quisiera, pues en aquella mirada se encerraban los símbolos que me devolverían el aliento las veces que fuese necesario. En aquella boca se encontraba el universo en el cual podría abstraerme por siempre con tan solo sentir el roce de sus labios y la colisión que provocaban en mi interior. ¿Por qué ahora? ¿Quién era ella para quebrar mi indiferencia así? Sabía que aquello no era amor, pero me conmovía ferozmente y consumía mi ser.

–¿Quién eres? ¿Por qué me obligas a hacer esto? –cuestionó, agitándose y ruborizándose.

–¿Obligarte yo? Pero si tú eres quien me ha besado con tal pasión y desenfreno.

–Ya lo sé, pero hay algo en ti, como si encerraras una sombra que me atrae irremisiblemente. Verás, cuando te vi por vez primera sentado en aquella mesa, hiciste que delirara, que fantaseara contigo. Entonces colegí que no podía seguir viviendo si no probaba tus labios.

–¡Qué raro! A mí me pasó algo bastante similar y tampoco comprendí qué era, pero mira –mencioné tomando su mano y posándola sobre mi corazón, el cual palpitaba como nunca–, ¿ves? Es como si fuera a estallar.

–El mío está igual –dijo haciendo lo mismo con mi mano–. No te conozco y posiblemente después de hoy no te vuelva a ver jamás, pero has provocado en mí lo que nadie más causará el resto de mis días.

–¿Puedes darme tu número o existe alguna forma de contactarte?

–No tendría caso, es mejor así.

–¿Por qué lo dices? Podemos vernos en otro lugar con más calma y entonces…

No alcancé a completar la frase puesto que ella me estrechó entre sus brazos y me condujo hacia unas cortinas oscuras. Al entrar supe sus intenciones, las cuáles no podían ser otras que las mismas que yo tenía. Nos besábamos con furor, acaso mucho más que si nos amásemos. No tenía la menor idea de qué acontecería después de esa noche, pero no importaba. Lo realmente placentero era el aquí y ahora, poseerla y entregarme a ella cuanto antes, degustar su cuerpo e introducir mi pene en su vagina. ¿No era esa la forma de amor que conocíamos los humanos, acaso la única? ¿Qué más, verdaderamente, podían hacer dos personas del sexo opuesto sino fornicar y ya? Lo demás era hipocresía, falsedad y moralidad pestilente. ¡Que el diablo me llevara después si quería!

Las mujeres como ella me encantaban por su sinceridad y su convicción al sexo libertino, en contraste con tipas como Virgil quienes sostenían infinitos prejuicios y añoraban un amor eterno y único. Para estas torpes y deplorables recatadas lo más sagrado era el matrimonio, y no entregaban a nadie placer si no se sentían comprometidas. ¡Cómo detestaba esa actitud moralista y pestilente! ¿De cuándo acá resultaba que la humanidad se interesaba por algo que no fuera sexo en cuanto a las relaciones concernía? ¡Era absurdo!

Precisamente la vagina de aquella desconocida mujer se sentía como la de las prostitutas que tantas veces había follado, pues era grande y se calentaba rápido. Noté que no resistía más puesto que gemía como una impúdica zorra y me incitaba a meterle mis dedos en la boca, lo que parecía causarle extremo goce. Es más, tomó mi mano entera y se atragantó con ella. Ambos ardíamos en deseos de pegarnos y retorcernos en aquel cuarto maloliente cubierto por pesadas y oscuras cortinas. Ella me sacó la camisa y los pantalones mientras yo clavaba mis dedos en su interior, luego la encueré totalmente e introduje toda mi mano en su abertura. Era un poco gracioso y salvaje, pero le fascinaba. Una mano entera en la boca y otra, igualmente entera, en su vagina. Me pedía que las sacudiera, que no me interesara si llegaba a lastimarla. Esto me hizo recordar que había mujeres que enloquecían durante el sexo, pues eran capaces de solicitar los más viles actos y prenderse más allá de los simples orgasmos.

Y, más que el acto mismo de la penetración, lo que le mojaba la vagina con abundancia era el hecho de ser golpeada y humillada en todo sentido. Con cada golpe infringido sobre su bello rostro crecía mi erección y me esforzaba por orinarla tanto como podía. Ella no cabía en su deleite y, cuando la sangre brotó de sus labios, se abalanzó sobre mi miembro y se lo tragó, a punto de regurgitar. Yo no resistí más y le bañé la cara y la boca con una abrupta y chorreante expulsión de esperma hirviendo. Me había corrido como nunca y ella se lo tragaba todo, lo saboreaba y gemía como la vil zorra que era, suplicándome que le diera de beber más agua amarilla, por lo cual deduje que era adicta a la orina. Entonces se puso de pie y clavó sus preciosos e inefables ojos azules en mí al tiempo que sacudía su negra cabellera mojada.

–No sabes las ganas que tenía de esto. Mis anteriores novios eran unos imbéciles a los cuáles les espantaba lo que les solicitaba, pero tú no. Si tan solo te hubiera conocido antes, pero no importa. Ahora quiero que me rompas el culo por completo, ¡hazlo sin piedad, anda!¡Trátame como la puta impúdica y caliente que soy! O ¿te vas a arrepentir? Estoy ansiosa por sentir tu miembro mientras yo arrimo mi trasero y tus testículos rebotan exquisitamente. ¿Qué esperas para follarme como una perra? ¡Anda, apúrate!

Entonces, sin oportunidad alguna para responder, la tomé de los cabellos y la volteé, no sin antes haberle propinado unas nalgadas tremendas. Noté que su culo estaba más bueno que el de cualquier puta y que poseía llamativos tatuajes de unos ojos sobre unas pirámides, además de pentagramas y demás simbolismos esotéricos que alguna vez estuve interesado en analizar. Pensé si sería bruja, ¿qué importaba? Le penetré el ano y arremetí contra ella con una violencia tal que creí se desmayaría por las brutales embestidas, pero no. ¿También muchos la habrían antes cogido por ahí? Seguramente sí, pero y ¿qué? Continué, al borde del delirio, arremetiendo contra ella hasta que sentí mi cosa enterrada en lo más profundo de su ser y por segunda vez me vine a placer. Al sacarla de su culo macizo un abundante chorro de semen caliente escurrió por sus piernas. No sé cuántos orgasmos habíamos tenido, pero lo mejor estaba por venir.

–Ahora me penetrarás por la vagina, ¿cierto?

–Sí, así es.

–No te pongas condón. Cógeme así, al natural.

–Y ¿si me vengo adentro y te embarazo? –cuestioné más por costumbre que porque realmente me importase.

–¡No importa! ¿Por qué preguntas esas tonterías ahorita? Si eso pasa me tomo la pastilla y ya. O si no, pues aborto.

–Bien, me importa poco.

–¡Sí, papi! ¡Házmelo rico!

–Como tú digas.

Pero casi cuando estaba por penetrarla se detuvo y su rostro expresó una náusea horrible, palideció y me alejó.

–¿Qué pasa? ¿Ya no quieres hacerlo al natural? Si gustas puedo ponerme protección –exclamé con tal de no perder el ánimo del acto.

–No es eso, es solo que yo…

–¿Tú qué? ¿Acaso tienes novio?

–No…, bueno sí. Pero eso no me importa en lo más mínimo. Mi novio es un imbécil al que no se le para, por eso me veo obligada a satisfacer mis deseos con jóvenes apuestos a los que sí les sirva el miembro; como tú, por ejemplo.

–Entonces ¿qué es? ¿Sientes remordimiento por él?

–¡Que se joda ese perdedor, obviamente no! ¿Cómo podría sentir algo así por él? Es un niño, un sujeto que ni siquiera puede complacerme sexualmente. Lo que siento por él es lástima y quisiera que se muriera, por desgracia él me mantiene y además yo… –pronunció confundida y mordiéndose los labios con ferocidad mientras se chupaba la sangre escurrida.

–¿Qué? ¿Tú qué? ¡Dímelo ya!

–¡Tengo sida!

–¿Qué dices? –inquirí palideciendo un poco.

–Lo que acabas de escuchar: ¡soy una sidosa que no logra calmar su ninfomanía!

–¿Acaso es cierto eso? ¡Imposible, debes estar bromeando!

–No, no bromeo. Esa es la verdad.

Noté que estaba agitada y enloquecida, me miraba con ansiedad y, en el fondo, sabía que añoraba mi pene en su coño, anhelaba ser penetrada y recibir una corrida interna de mi parte. ¿Qué la detenía entonces? Muy fácil… el sida.

–Pero ya no tiene caso cuidarse, te cogí el culo y es probable que ya esté también infectado –dije sin perder las esperanzas de metérsela.

–Lo sé, discúlpame. Debí habértelo dicho antes –asintió con una risita malévola.

–Y ¿qué te impidió hacerlo? ¿Fue solo el hecho de que no podías resistir las ganas de follar?

–No, no solo fue eso. La verdad es que no coordino lo que digo, mira esto –me mostró su brazo y comprendí el punto, pues era el típico brazo de una adicta a la heroína–. Hace una hora me puse una elevada dosis y eso me ha hecho sincera en extremo.

–Ya lo creo, entonces ¿qué fue?

–Sabes, soy adicta a varias cosas, pero todas están condenadas en este mundo: el sexo, el semen, el alcohol, la nicotina, la cocaína, la heroína, la marihuana, la piedra, las tachas y, sobre todo, el LSD. Tengo un amigo que me provee bastante bien, aunque ahora me meto tres cuadros al día, si no es que hasta el doble –agregó, riendo nerviosamente.

–Entiendo, pero ¿por qué lo haces?

–Porque quiero y puedo, ¿me juzgarás por eso?

–No, para nada. Yo he querido probar algo, la verdad es que nunca en mi vida he consumido drogas, solo tabaco y alcohol.

–Pues deberías de, son riquísimas. Además, coger bajo sus efectos es lo mejor. Te potencian demasiado; como ahora, por ejemplo.

–Suena tentador, supongo.

–Es endemoniadamente supremo el placer. Si tuviéramos más tiempo, te daría a probar, pero bueno. Ya sabes mucho de mí, mucho más que cualquier otra persona, así que me despido.

–No, espera –proferí rápidamente colocándome entre ella y la salida de las cortinas, me sentía excitado y triste a la vez–. Todavía no me has contado tus razones para tener sexo conmigo sin protección sabiendo que tienes sida.

–Ese no es mi asunto. Además, estás delirando, estás demasiado ebrio.

–Dime esas razones, te lo ruego.

–Está bien, si tanto quieres saber… La primera es que me pareció que tú también eres alguien que morirá pronto, puedo notarlo en tu mirada. Tú y yo somos similares: decadentes e indiferentes ante nuestro entorno. No sé qué clase de sensación inquietante despertaste en mí, solo presentí que no te haría ningún mal si te contagiaba, pues, en todo caso, quieres morirte pronto, ¿estoy en lo cierto?

–Sí, lo estás.

¿Te parece que eso es destino?

–No, detesto pensar en esas cosas del destino.

–Pero eso no implica que no pueda ser cierto.

–Lo sé, pero significa que nada cambiaría con ello.

–Cierto, muy cierto. Ahora me retiro, ya nada queda por hablar entre nosotros, mucho menos por hacer.

–No te vayas, por favor. Continúa platicando conmigo, necesito escucharte y mirarte.

–Estás ebrio, no comprendes la gravedad del asunto. ¡Tienes sida con una gran probabilidad, yo te contagié intencionadamente!

–Y eso ¿qué me importa? Tú lo has dicho –mencioné presa de una insania mental tremebunda y estrepitosa–, a mí no me interesa nada en esta vida. Tú y yo, en efecto, somos muy parecidos, por eso te admiro.

–¿Me admiras? Pareciera como si fueses un hombre incapaz de admirar a alguien… Y, por otra parte, ¿qué hay de la chica con quien venías? Debe estarte buscando como loca.

–¡Me importa un bledo esa mujer! Y también lo otro, debes saber, me vale.

–¿Qué te vale?

–¡Todo! No me importa seguir existiendo, deseo morir.

–Aunque tuvieses razón, esta no es la forma.

–¡Que el diablo me lleve, a mí y a cualquier vida que pudiera haber elegido! Creo que…, creo que yo…

–¡Eres un terco de pacotilla y un ridículo de primera clase! ¿Cómo pretendes que me trague esas palabras? ¡Sé que, en cuanto se te pase el efecto de la borrachera, vendrás corriendo para matarme por haberte contagiado de sida! Mejor dejemos esto así, y hagamos como si nunca nos hubiésemos conocido… ¡Perdóname por haberte arruinado la vida!

–¿La vida? Por favor, ¿qué clase de vida es esta? Ya te dije que me interesa poco…

–¡Que te jodan, por santo cielo! ¿Acaso estás completamente loco? No cabe duda de que has perdido la razón –exclamó con sobresalto–. ¿Acaso no ves cómo son las cosas?

–¡Cállate, maldita ramera! –le grité mientras la tomaba del cuello y la azotaba contra la pared–. Yo quiero follarte y escucha bien esto: ¡me importa un rábano si tienes sida o cualquier otra enfermedad! Yo voy a cogerte y besarte cuanto me plazca, pues solo será esta noche. Después, que sea lo que tenga que ser. Y, si muero mañana, que así sea. Si estoy loco, enfermo y ahora sidoso, no me interesa para nada. De cualquier forma, quiero morirme, ¿entiendes? Hace unos instantes, antes de que aparecieras, cavilaba si debía arrojarme por la terraza y terminar con todo de una buena vez.

–Y ¿qué pasó? ¿Por qué no lo hiciste?

–Porque también la muerte es un desperdicio y una fruslería, tanto como la vida. Estoy hastiado de ambas y nada espero de ninguna de las dos. Siendo así, ¿acaso puedes pensar que no te cogeré como una zorra tan solo porque tienes sida? ¡Que el demonio me cuelgue si no lo hago!

–¡Estás demente! ¡Suéltame, no quiero! –exclamaba mientras oponía cada vez menos resistencia, yo sabía que me deseaba más que nunca.

–¿Por qué lo haces? ¿Es acaso porque quieres probar tus principios nihilistas? ¿Qué quieres demostrar con esto? Solo dame una maldita razón y lo permitiré. Dime por qué, solo eso necesito.

–Porque yo… ¡Te amo! –vociferé sin darle oportunidad de responder, pues me abalancé sobre ella y le mordí los pezones hasta sangrárselos.

***

El Extraño Mental


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