Tras lo ocurrido con Lary, pasé una semana sin tener sexo. Pero rápidamente me dio igual, como todo, y luego de que la policía hiciese menos frecuente el seguimiento de rutina, continué con mi vida como si nada hubiera pasado. ¿Qué me importaba que una trastornada sexual, aún más que yo, hubiese cometido una orgía infernal e incestuosa en la que yo había participado como una víctima más? Aunque debo confesar que recordarla me conmovió un poco cuando me enteré, por un viejo diario que hicieron llegar a mi poder quién sabe qué influencias, que siendo una niña había sido violada en repetidas ocasiones por sus tíos, mismos que aprovechaban su condición de sacerdotes para cuidarla y así aprovecharse de ella. Además, lo que parecía haberla llevado a la locura desde temprana edad fue el haber visto cómo sus padres mismos gozaban viéndola sometida a tan ominosa acción sexual.
Comprendía entonces por qué la excitó tanto ver su hijo con su madre, pues el incesto era para ella algo natural, por así decirlo. Finalmente, supe que estuvo en algunos tratamientos psiquiátricos, pero sin concluir satisfactoriamente alguno. Luego todo quedó en el olvido, y Lary intentó vivir como una persona normal, hasta tuvo un hijo. La última entrada de este supuesto diario mencionaba a un hombre que había conocido en una noche de pasión y desenfreno, una noche donde pudo olvidar lo miserable que era su vida y donde se emborrachó como nunca. La fecha parecía coincidir con aquella en la que me había conocido, y hasta la descripción de los hechos era la misma. Pero era imposible que se tratase de mí, o quién sabe. Como sea, ahora no tenía sentido. Con Lary muerta sentía un gran peso quitado de encima y, en efecto, así fue. El primer día que regresé a mi casa dormí con tal naturalidad que podría decirse que fue una de mis mejores noches de descanso. De la terrible orgía no volví a tener malestares salvo los físicos, pues los mentales estaban más que ignorados.
A pesar de todo, seguía sintiéndome extraño y sin deseos de querer vivir. Había ya casi abandonado la esperanza de que Akriza, la mujer que probablemente sí me importaba, prestara atención a mis súplicas. No obstante, por otra parte, esto fortalecía mi propio absurdo. Si ella me hacía caso, ¿qué haría yo? No podría aceptar de ninguna manera vivir a su lado. No era que fuese adicta a la mierda y que hubiese fornicado con los hombres más repugnantes de toda la ciudad, eran otras mis preocupaciones. Se trataba de Jicari y de una vida familiar y, por ende, común. No aceptaría llevar una vida tan ordinaria, monótona y detestable. No quería ser fiel a Akriza, aunque creyera que la amase. Entonces pensé que amaba mi propia miseria y asquerosidad, y que no hallaba mayor felicidad que en el sinsentido de mi existencia.
Cualquier otro tipo de felicidad humana me sería altamente insoportable. La verdad era que solo quería tirarme a Akriza y hasta ahí, más por un obsesivo morbo y una enfermiza idea de poseerla a como diera lugar que por amarla realmente. Saber todo lo que hacía y todos por cuantos había pasado su infectado y virulento coño me hacía enloquecer cuando imaginaba fornicarla. Incluso, me masturbaba solo pensando en ella. Además, aunque estuviera podrida por dentro, lucía muy hermosa con sus vestidos de florecitas que usaba cotidianamente, y con ese rostro demacrado y desesperado. Con todo eso me volvía loco verla, aunque sabía que me ignoraría hasta la muerte. Había, no obstante, algo misterioso en sus labios que me atraía bestialmente. En el fondo, sentía que su rostro se parecía al mío. Sí, eso era. Si yo fuera mujer, tal vez sería tal y como Akriza.
Por otro lado, los días pasaron y Virgil continuó viniendo cada noche a que me la tirara. Sin embargo, todo cambió cuando descubrí su verdadero propósito en una noche en la que quiso conversar seriamente.
–Oye, Lehnik. ¡Creo que estoy embarazada! –espetó de golpe.
–Bueno, sabíamos que iba a pasar. Tú lo querías, ¿no es así?
–Llevamos ya mucho tiempo teniendo sexo, ¿no es acaso lo que tú también deseabas en el fondo?
–Yo no deseo nada, solo morir.
–¡Tonterías! ¿Cómo es posible que continúes pensando de esa forma? ¡Eres un ser tan absurdo! Eres un idiota, uno muy extraño.
–No sé, todo esto me confunde…
–¿Qué? –inquirió desconcertada Virgil, parecía como trastornada–. ¿Saber que estoy embarazada de ti te confunde?
–No, no es eso…
–Entonces ¿qué pasa? Me estás espantando.
–Lo siento, pero yo no puedo tener hijos.
–¿Acaso estás operado o algo así?
–No, me refiero a que es imposible que ese niño nazca.
–¡Más sandeces! Y eso ¿qué significa? –exclamó levantándose de golpe de la calma y buscando su ropa interior.
–Significa que tendrás que abortar.
Permaneció en silencio, contemplándome de manera irracional. Barrunté que estaría absorta por la palabra abortar, pero me dio igual. De alguna extraña manera parecía no importarme en absoluto lo que una mujer como ella me dijera. La verdad es que no experimenté ninguna sensación al saber que podría ser padre, salvo, quizás, una repugnancia atroz, tan similar a aquella que experimentaba cuando miraba a las personas y les despreciaba con todo mi ser. Además, a Virgil la odiaba sobremanera de forma absurda. No sé por qué, pero el simple hecho de ver su rostro lastimoso y pecoso me abrumaba. La follaba con furia indecible, la azotaba y me portaba violento. Metía toda mi mano en su boca y en su vagina, hasta le desgarré el ano con un salvajismo inaudito la primera vez que me lo permitió.
Curiosamente, este tipo de comportamiento solo una mujer de su calaña, aparentemente santa y con infinidad de prejuicios morales, lo despertaba en mí. No era igual cuando fornicaba a las putas de la avenida Astraspheris, puesto que de antemano ya sabía que eran mujeres perdidas, sin honra y públicas, sumergidas en la depravación. Sin embargo, saber que Virgil se engañaba a sí misma producía en mi mente cierto tipo de excitación muy singular, caso parecido al de Akriza. En fin, casi me parecía que a Virgil quería matarla cuando la fornicaba, y ese rencor, ese odio, esa rabia acumulada salía a flote en la cama, convirtiéndome en algo más que en un animal, pero creo que a ella le encantaba también. Lo que no podía tolerar era el absurdo papel de niña buena que asumía frente a los demás, en lugar de mostrarse tal como era, tal como somos todos las humanos en el fondo, por mucho que lo neguemos. Yo pensaba que había cambiado desde la muerte de su madre, aquella obesa trastornada que devoró a dos pequeños, pero no. Al principio se mostró muy liberal, pero luego, poco a poco, volvió a su natural estado recatado y estúpido.
–No abortaré, no podría. ¿Cómo hacerlo después de lo que ha pasado? No olvides que mi madre ha cometido algo peor que una blasfemia.
–Lo sé, pero entonces tendrás que hacerte cargo de ese niño tú sola. Yo, desde luego, no responderé.
–¡Canalla! –gimió fulminándome con la mirada–. Debí imaginar que dirías eso, pues así son todos los hombres: nunca aceptan responsabilidades sin exigir algo a cambio.
–Bueno, no me interesa cómo sean los hombres en general o la percepción que tengas tú. El punto es que conmigo no cuentes para criar esa criatura, estás por tu cuenta.
–Pero tú fuiste quien quiso venirse adentro y hacerlo sin protección.
–Sí, pero tú también lo quisiste así.
–Yo pensé que después de tantos encuentros sexuales habías concebido la idea de formar una familia y tener estabilidad.
–¡Ja, ja! ¿Formar una familia? ¿Estabilidad? ¡Tonterías! –respondí desternillándome como un alienado–. Por favor, me conoces desde hace tiempo suficiente como para decir semejantes babosadas.
–¡Cállate, idiota! ¡Te detesto! Yo solo quería…
Pero se interrumpió. Claramente estaba ofendida e indispuesta a abortar. No sé de dónde le vino a la cabeza la idea de que ella y yo podríamos formar una familia, casarnos y llevar una monótona vida hasta la muerte. Desde luego que se había formado de mí un cuadro en absoluto equívoco, pese a conocerme de antemano. Supongo que estaba enamorada y eso nublaba su visión. Colegí, por sus expresiones, que creía cándidamente que yo, tras cierto número de encuentros íntimos, terminaría por resignarme y aceptarla como mi pareja oficial. Por esa razón desde hace un tiempo me había dicho: “házmelo al natural, que pase lo que sea, no me interesa”. Y ahora se adjudicaba el derecho de exigirme ser el padre de aquella alimaña. Prefería morir mil veces antes que engendrar una criatura más en este mundo repugnante.
–Está bien, podemos llegar a un acuerdo –dijo aparentando estar más tranquila.
–¿Qué clase de acuerdo podría ser?
–Creo saber lo que te preocupa.
La miré dubitativo, me preguntaba qué demonios estaría tramando ahora. Seguramente alguna manera de intentar amarrarme, pero no funcionaría.
–Sé que para ti es absurdo, porque todo este mundo y la existencia lo es. Eso lo tengo claro por todo lo que siempre me contabas. Te comprendo, no soy tan estúpida como imaginas, aunque para ti todas las personas sean inferiores por intentar darle un sentido a algo que, según tú, no lo tiene. En fin, suficientes veces te escuché filosofar de este modo y, cosa extraña, aunque me parecía ridículo que alguien pensara de esa manera, también crecía cierta admiración “espiritual” hacia ti, por así decirlo. El caso es que me enamora tu visión, la percepción de que todo esto es absurdo y que tú estás por encima de todo es algo que no podría tolerar en nadie más que no fueras tú. Eres indudablemente un extraño entre todos nosotros, y por ello te detesto y también te amo. Escucha, no quiero perjudicarte. Sé que llevas una vida desordenada y de libertinaje, y no te cambiaré. Pero yo solo tenía un sueño: sentirme amada. Ahora que estoy embarazada parte de ese sueño se ha cumplido, tanto más cuanto que el hijo es del hombre que siempre he amado. Entonces mi proposición es que te quedes conmigo, aunque no me ames. Yo podría serte de utilidad en momentos difíciles y podría apoyarte en todo. No sabes cocinar ni asear, yo podría hacer todo lo que una buena esposa hace por su marido. Además, sé cocinar exquisitamente, como bien has comprobado. No me importaría que tuvieras amantes, al contrario, lo agradecería, pues soy consciente de que solo de esa manera puede funcionar un matrimonio. Sí, sé que dos personas pueden permanecer juntas únicamente gracias a la infidelidad consentida, ese es el gran secreto. Siendo así, yo no te prohibiría nada en absoluto, hasta podría presentarte amigas para que las fornicaras en mi cara, si así lo quisieras. Podrías hacer orgías y decidir si yo participase o no. Podrías hacer conmigo lo que quisieras, incluso esclavizarme o golpearme, no importa. Te amo tan locamente que agradecería que me golpearas, sería imprescindible que me humillaras de las maneras más ignominiosas posibles; yo lo aceptaría todo. Es más, te exigiría que me deshonraras no solo en casa, sino en público. Sí, que todos vieran cómo te burlas de mí, cómo sostienes amantes con mi consentimiento y cómo te pierdes en la bebida y la amargura. Pero lo haría porque en el fondo eso mismo demostraría cuánto nos amamos. Así es, todo lo que a primera vista parecerían solo vejaciones e infamias no serían sino la prueba irrefutable de que entre nosotros existe un amor puro. Y estoy segura de que las personas nos envidarían, pues, pese a todo, estaríamos juntos y jamás nos dejaríamos. Yo sería lo que quisieras que fuera: tu esposa, tu esclava, tu puta, tu sumisa, tu instrumento, tu amor… Pero ¡basta de delirios, aunque todo lo que he dicho es verdad! Acaso no alcances a comprender que todo esto lo hago porque te amo como nunca ha existido amor alguno. Las personas están ciegas cuando dicen amar, porque siempre exigen una fidelidad imposible. El verdadero amor consiste en rebajarse hasta lo más nauseabundo para construir lo más inefable. Como sea, tampoco te prohibiría seguir metiéndote con las putas que tanto te encantan, porque te he seguido hasta la avenida Astraspheris… Pienso que sería fantástico ser amiga de tus amantes. E incluso, si me lo pidieras, sería esclava de ellas también, ¡qué no les haría! Sabes, podría hasta comer mierda por tu amor.
Aquella expresión inevitablemente me hizo pensar en Akriza. ¿Cómo era posible? ¿Acaso se trataba de una coincidencia? No pude sino sonreír sardónicamente, aunque me recuperé al instante. La imagen de Akriza, aquella mujer tan sensual que me había cautivado desde el primero momento inundaba mi mente. La miraba de las maneras más repugnantes: toda batida de mierda, nadando en un río de podredumbre y masturbándose como una loca, implorando que me uniera a ella y la penetrase con coraje. Sin embargo, al instante olvidé aquella visión cerval y miré fijamente a Virgil. Pensé su discurso estaba más allá de la enajenación y que definitivamente había enloquecido, ¡pobre diabla!
–Y bien ¿qué dices a todo esto? –dijo en un tono bastante raro, con una euforia rayana en la demencia–. Es más, tampoco me des dinero. Preferiría pedir limosna o comer mierda antes que quitarte recursos. Prefiero mil veces que lo gastes en putas, juego o bebida que en mí. Yo vería cómo alimentar a nuestro hijo, hasta me prostituiría si fuese necesario, todo con tal de no molestarte. Y, cuando tengas complicaciones económicas, yo te mantendré, yo te cuidaré más que a mi vida. Dejaré de comer con tal de verte satisfecho, con tal de que puedas seguir en tus vicios y depravaciones. ¿Sabes algo, Lehnik? Estoy abriéndote mi corazón de un modo extraño, pero eso me hace sentir bien. Incluso yo…, yo podría dejar de respirar para que tú pudieras hacerlo. Podría quitarme la vida para que tú pudieras ser feliz. Y, lo más importante, sería siempre la persona que estaría ahí para escuchar tus ideas, para soportar tus arranques de misantropía, para apaciguar tus ataques de ansiedad. Yo quiero ser tu esposa, tu madre, tu amante, tu hermana, tu vida.
–Virgil, debes tranquilizarte –le dije acercándome a ella y dándole una palmadita en la espalda, pero sin atreverme a abrazarla y secarle las lágrimas que habían brotado de tus ojos saltones en la algidez de su súplica–. Tienes la cabeza revuelta, casi atrofiada no sé por qué, pero ahora no debes tomar decisiones.
–¡Ja, ja! ¡El que debe decidir eres tú! –exclamó con una risita nerviosa que terminó por confirmar mis sospechas: había perdido el juicio.
–Bueno, yo…
–¿Qué pasa? Dime, responde ahora, no quiero esperar. Es sencillo –dijo apretándome la muñeca con sus uñas hasta hacer brotar mi sangre, pero sin notarlo, creo, o tal vez ignorándolo–, solo debes decir sí o no. Ya has escuchado lo suficiente, así que necesito tu respuesta ahora mismo.
–Debo pensarlo, tú sabes…
–No, no quiero esperar. ¡Debes decírmelo ahora!
–Y ¿qué tal si digo que no?
–¡Tonterías! ¡Cobarde, bribón! Te reto a que digas que no, cualquier otro hombre aceptaría. Pero tú eres un extraño, en ti todo está al revés. Y eso que te estoy abriendo las puertas del paraíso. ¿Sabes cuántas mujeres harían esto por ti? Pero te advierto que quiero más hijos… No los mantendrás tú, yo me prostituiré para educarlos. Y entonces ellos querrán vivir, no como tú… ¡Ja, ja! Si alguno se suicida, entonces te sentirías feliz, ¿no? Un padre orgulloso de un hijo que se mata, caso único en su tipo…
Estaba trastornada, la pobre diabla debió haber enloquecido desde que su madre fue encerrada en el manicomio, y no la culpo. Pero yo no podía tomar una decisión como esa por más atractivo que me pareciese el sí. Quién sabe qué me esperaría con ella, acaso…
–Me estoy desesperando, tienes cinco segundos para responder.
Y dicho esto me apretó aún más mi muñeca, parecía disfrutarlo. Hasta ahora el dolor ni siquiera me había inquietado lo más mínimo, solo sentía mi sangre escurriendo y sus uñas oprimiendo con fiereza. Finalmente, me ofusqué y no sé por qué demonios proferí, en un susurro estúpido, algo así:
–Me es indiferente.
–¿Qué? –replicó Virgil conmocionada.
–Digo que… ¡Me da igual! ¡Al diablo contigo y toda esta estupidez!
Aunque al principio su semblante se contrajo horriblemente, haciendo aún más feo su pecoso rostro y resaltando sus ojos saltones de renacuajo, terminó por caer en una especie de trance, pues la fuerza con que lastimaba mi muñeca cesó en segundos. Aproveché entonces para zafarme de su ahora débil agarre y limpiarme la sangre en sus senos, ya que los tenía destapados aún. Sin embargo, ella no reaccionaba, solo mantenía la mirada perdida, como si alguien le hubiese robado la consciencia y no fuese más que un cascarón. Sin saber yo tampoco qué hacer, tomé mi ropa y me la coloqué encima, sin que ella profiriera el más mínimo sonido. No me miraba, de verdad que estaba absorta, ida, hasta temí que hubiese muerto, pero no. Cuando estuve listo para partir me planté frente a ella y quise decir algo, no sé qué o para qué. Al ver que no se me venía algo concreto a la cabeza, decidí que le daría un suave beso en los labios y me iría.
Estuve a nada de obrar de este modo, pero algo me detuvo. Un ataque de ira se apoderó de mí, tan repentinamente que creí que la golpearía hasta destrozarle el rostro. Fue extraño, pero ocurrió unos segundos antes de que mis labios rozaran los suyos. Como un relámpago la sangre se me subió a la cabeza. Por suerte me contuve y una rigidez insana paralizó mis músculos por completo. No sé cómo es que en tanto poco tiempo se suscitó tan violento cambio de ideas, o por qué aquella furia se había apoderado de mí en cuanto me propuse besar a la trastornada Virgil. El caso es que no la besé ni la golpeé, sino algo quizás mucho peor: le escupí con odio en el rostro. No me explico por qué adopté tan desconcertante resolución, pero en ese instante sentí que era lo que más quería hacer, y así obré. El escupitajo, sin embargo, no fue normal, sino más abundante de lo que creía. Todavía me quedé lo suficiente para ver que no reaccionaba ni aun sintiendo mi saliva escurriendo por su rostro y llegando hasta sus labios. Acto seguido, la miré por última vez para cerciorarme de que aún estaba viva. Como creí que así era, me retiré con tal naturalidad que hasta me sentí orgulloso de todo cuanto acababa de ocurrir.
…
Caminaba de prisa, pero experimentando una sensación de calma que difícilmente podría describir. El escupitajo no salía de mi mente, lo recordaba a cada momento. Recordaba también el rostro absorto de Virgil y cómo ni se inmutó cuando se lo arrojé. Ese rostro horripilante opacaba cualquier otra imagen. Lo que me preocupaba era que Virgil reaccionase pronto, puesto que no pensaba dormir en la calle toda la noche, ya que eran apenas las once. Estuve un buen rato reflexionando e intentando idear un plan. Podría pasar la noche en un hotel, pero luego descubrí que había dejado mi billetera en el departamento y me lamenté con vehemencia. Al final todos los caminos me llevaron a lo mismo: debía esperar a que Virgil se fuera y entrar. Esto, claro, suponiendo que no decidiera esperarme para quién sabe qué nuevo drama. ¿Cómo fui a dejarla ahí en mi departamento así nada más? No podía explicármelo, como realmente no hallaba razones para aquel sustancioso escupitajo. Ciertamente, tampoco el hecho de haberme salido tan precipitadamente podía justificarlo, pues, en todo caso, debía haberla corrido del modo que fuera. En fin, ya las cosas habían ocurrido de cierta manera y no había marcha atrás.
Lo mejor sería hacer tiempo, matar los minutos con algo, incluso hasta horas. Me fijé como límite las dos de la madrugada. Sin importa qué, yo retornaría a esa hora y me introduciría en mi departamento. Si Virgil seguía ahí, lo mejor sería ignorarla. En caso contrario, lo cual esperaba se cumpliera, podría descansar apaciblemente. Por ahora tenía que ver en qué me ocupaba, pero lamentaba no traer ni un centavo en la bolsa, todo por dar cuantiosas limosnas en todos lados. Como sea, anduve vagando sin rumbo fijo, mirando a las personas consumiendo cosas innecesarias, entablando charlas absurdas, pretendiendo que sus vidas tenían un sentido. Las que más gracia me causaban eran las parejitas de novios que entraban y salían del cine, ¡pobres idiotas! Estaban verdaderamente tan ciegos, tan engañados. Era una pantomima de lo más asqueroso ver a esas personas creyendo que uniéndose podrían darle un sentido a su miserable existencia.
Mientras continuaba divagando pensé que podía ir a las orillas de la ciudad y relajarme en el pasaje boscoso donde me gustaba reflexionar, pero me sentía cansado y hambriento. Así que decidí cenar algo y embriagarme, todo sería más soportable de ese modo. Podría pedir fiado y luego pagaría, no tendrían por qué negarse. Anduve revisando los lugares y ninguno me convenció, pues, por más que miraba los carteles de comida barata y ofertas de alcohol, no eran precisamente convincentes. Al fin, sin más remedio, me senté y suspiré profundamente. Pero instantáneamente llegó a mi cabeza un nombre: Diablo Santo. ¿Cómo pude haberme olvidado de la taberna donde se reunían aquellos filósofos empedernidos y se ahogaban en alcohol para olvidar sus penas? Sin perder ni un momento me dirigí hacia allá. Quién sabe, tal vez hasta encontraría de nuevo a Volmta, que tan misteriosamente había desaparecido. Me inquietaba conocer más de su historia, aunque a la vez me diera igual. Como sea, estaba a punto de llegar cuando un vagabundo se acercó a mí y tiró de la manga de mi vieja chaqueta. Lo miré con desdén, pero parecía inofensivo. Era un viejo pringoso, casi con lepra, entrado en años, sin dientes y un tanto trastornado. Por si fuera poco, estaba bestialmente ebrio e injuriaba a dios sin motivo alguno. Al ver que no me inmutaba ante su apariencia asquerosa, entabló conversación conmigo.
–¡Je, je! Bueno, y ¿qué? Eres un sujeto con dinero, o ¿no?
–Creo que no –respondí con indiferencia–. ¿Acaso le parece así?
–¡Hum! Tienes razón, no lo eres. Si lo fueras, entonces ya no estarías vivo– exclamó riendo morbosamente.
–¿Acaso lo considera de ese modo? A mí me parece que usted solo quiere una limosnita, o ¿me equivoco?
–¡Ja, ja! Apenas me conoces, ¿cómo puedes pensar eso de mí? Solo porque soy un viejo vagabundo con la ropa hecha jirones y el semblante mugriento, solo por eso me subestimas.
–Si no quiere dinero, entonces continuaré mi camino.
Avancé unos cuántos pasos mientras aquel vagabundo solo me miraba. Honestamente había algo en él que inspiraba compasión, como si estuviese fingiendo ser un vagabundo, pero ¿por qué razón alguien fingiría eso? ¿Quién demonios era ese sujeto y por qué específicamente me hablaba a mí? ¡Que el diablo cargara con él! Me calmé, estaba muy paranoico desde lo ocurrido con Lary, y lo de Virgil me había trastornado quizá más que a ella, aunque hasta este punto apenas y lo había notado. Mis manos temblaban y me sentía extrañamente mareado desde que ese viejo pordiosero de aspecto raquítico y vil me había hablado. En su rostro parecía haber menos arrugas de lo normal y sus cabellos parecían más bien una peluca maltrecha. Sus ojillos de rata y su nariz de perico me repugnaron desde el primer momento. Sus huesudas manos también me producían cierta aversión inhumana, como si no fueran proporcionales a su constitución. Pensé que debía apartar de aquella barbarie mi atención, así que apresuré el paso. Sin embargo, aquel vejete pringoso, que en principio pareció conforme con solo haberme molestado, de pronto corrió y se plantó frente a mí.
–¡Caramba! Por unos instantes lo dudé, pero no cabe duda –expresó con ahínco–. Sí, desde luego que sí… ¡Tú eres el extraño! ¡Sí, lo eres! ¡Tú eres el extraño mental!
***
El Extraño Mental