El poeta suicida era un joven de veintitrés años que se había alejado de su familia y que permanecía en absoluta soledad, obsesionado con la idea del suicidio, con trastornos de ansiedad y de depresión inimaginables, pero con una voluntad bárbara para resistir todo el daño que él mismo se hacía. No quería vivir ni morir; no quería estudiar, leer, aprender, ver, escuchar ni conocer nada ni a nadie. En resumen, había perdido cualquier deseo; incluso el de fornicar y el de comer. Pasaba días enteros en su cama, tirado y encerrado en aquella pocilga que rentaba como habitación, pensado en su inutilidad y su miseria como humano; pero todo era una mera quimera de un loco obsesionado con quién sabe qué bagatelas. Lo único que hacía era dormir y, así, olvidarse por unos bellos instantes de la realidad tan fracturada donde estaba conminado a permanecer por cierto tiempo. La muerte pronto debía aparecerse y envolverlo para nunca más abandonarlo en la vida.
Aquel sujeto dormía casi tres cuartos del día y despertar le era cada vez más complicado, pero no sabía qué hacer además de escribir e intentar meditar, pues inclusive el suicidio no le complacía del todo. Su existencia era un tormento, una blasfemia que no valía la pena soportar, un vilipendio para un ser tan elevado como él. Cada día estaba más asqueado de la humanidad, consumido por el fétido aroma del rebaño, atormentado por saberse perdido en un mundo que odiaba tanto como su propia humanidad, fastidiado de no hallar reposo en ningún sitio, de no poder calmar levemente el dolor que laceraba su corazón, pues existir era para él un sufrimiento absurdo; vivir era algo que nunca había pedido y, por ello, se sentía forzado a hacerlo. Sin embargo, aún no podía morir; le era imposible acabar consigo mismo, puesto que su muerte sería mucho más fácil que su vida y esa, de hecho, era la razón de todo su malestar: no quería morir siendo tan humano.
El poeta suicida quería sufrir hasta que ya no aguantase más, hasta haber apurado el último trago amargo de esa cadena de eventos absurdos que representaban la película de su extraña existencia, hasta haber saboreado el fondo de aquel aislamiento en el que se pudría lentamente, viendo pasar los días sin hacer absolutamente nada, sin preocuparse por un futuro como las demás personas comunes y corrientes que conforman esta odiosa y vomitiva sociedad; sin ninguna especie de orden, sueño o anhelo; sin ningún horario, ocupación o trabajo; sin compromisos familiares, esposa, hijos o amigos; sin querer saber nada de su maldito destino. Así era como el poeta suicida moría cada día un poco más sin saberlo, como su alma se desprendía de su cuerpo, como se deleitaba pensando en la manera en que llevaría a cabo el suicidio supremo; era incapaz de admirar lo más mínimo, de disfrutar el más bello lienzo, pero todo eso podía bien suprimirse de su mente sin problema.
Y, pese a todo, a veces escribía versos cargados de insana melancolía y recalcitrante locura. Solo una idea lo mantuvo siempre como un suicida que no se entregaba a su sueño: que el momento no era este, que su muerte aún no podía pertenecerle. Que la vida, pese a ser horrible y sumamente banal, contaminada por la asquerosidad de la humanidad y condenada a la decadencia, era, al fin y al cabo, un dulce poema que, en menos de lo que esperaba, habría de terminar, pero que debía componer pacientemente, saboreando todos sus sufrimientos, embriagándose con esos pequeños momentos de escasa felicidad que podía disfrutar. Y una noche, cuando la nostalgia más lo invadía, pudo comprender al fin la verdad: la vida y la muerte eran una misma, todo dependía de qué cara se quisiera observar. No valía pena vivir ni tampoco morir, porque en el fondo todo era una ilusión. El poeta suicida entonces despertó un día presa de raras convulsiones y dejó de soñar unos momentos para soñar eternamente.
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Locura de Muerte