Ni yo mismo comprendía por qué seguía con vida, solo sabía que algo dentro de mí se negaba a proceder con tan ridículo acto; y que cada nuevo día era mucho más agónico y desesperante que el anterior. ¡Maldita sea! ¡Maldito yo! ¿Por qué era tan difícil acabar con esa asquerosa silueta humana a quien detestaba cada vez más entre más me miraba al espejo? Ese siniestro empapelado que por dentro apestaba a muerte y que no era sino la sutil insinuación del destino para que acabase conmigo mismo cuanto antes. ¿Para qué perder el tiempo aquí? ¿Qué me importaba a mí la humanidad? Esta raza de imbéciles adictos a la mentira y el sexo; hipócritas irremediables cuyos sórdidos cerebros habían sido desde hace mucho consumidos por la pseudorealidad. Yo también pertenecía a ellos, yo también era adicto a mis propias entelequias y a mis delirios de sombría sensualidad. Mis aspiraciones espirituales estaban lejos de culminar, mas mi intrínseca debilidad me impedía alcanzar mis objetivos. ¿Cuáles eran? ¿Qué era lo que yo tenía que hacer aquí? ¿Tenía que hacer algo siquiera? En todo caso, no había una forma correcta o incorrecta de existir; todo eran meros dilemas humanos y prejuicios dependientes de la época o el contexto. Matarse era igual de agradable que cualquier otro acto con sabor a vida, que cualquier noche de embriaguez homicida o que cualquier salto en el reflujo de alguna mujer incandescentemente atractiva.
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Ya no me interesa este mundo ni lo que fuera de él o de sus ominosos habitantes; lo único en lo que ahora estoy enfocado es en desprenderme de todo obstáculo que me impida quitarme la vida, incluso si eso significa aniquilar mi más intrínseca esencia. ¿Qué es la muerte sino esa sibilina e inefable sinfonía final que tanto prolongamos y sin ningún sentido? Nos encanta, por el contrario, entretenernos con las tonterías y las banales personas de esta dimensión atroz y ridícula. La inspiración del apocalipsis interno puede solo surgir tras una prolongada cantidad de sufrimiento y desesperación, tras un aberrante recorrido por los inmaculados círculos del inframundo en donde se arrastran las larvas de todo creyente. ¿Seremos nosotros también devorados por aquella vorágine de bestial contradicción en la que parece revolverse absolutamente todo lo que hemos creído hasta ahora? ¿Quién o qué somos en realidad más allá de entidades programadas para existir sin cuestionar, reflexionar o dudar? Y puede que esto no sea malo en sí, que las argucias absorbidas hasta el momento sean más que necesarias para nuestra supervivencia. Pero entonces ¿sería la vida en sí la madre de todos los engaños y fantasmas que, a veces, podemos atisbar en nuestro tiempo de mayor ensimismamiento y lóbrega autodestrucción? ¿A quién sino solo a nosotros mismos debemos salvar, perdonar y amar? Esto molesta a muchos, precisamente porque simboliza un sendero sumamente complicado y sombrío que casi nadie está dispuesto a iniciar y recorrer hasta el místico final.
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Y así es como uno se da cuenta de que nada ni nadie vale la pena realmente, de que todas las personas sin excepción alguna (incluso nosotros) son la misma basura. Todo en este mundo es aberrante, insalubre y ridículamente absurdo; se trata de una pseudorealidad carente de todo sentido, valores y virtudes. Estamos inmersos en el peor de todos los horrores existenciales y eso, ciertamente, es algo irrefutable. Dejemos. Pues. que esos otros, los integrantes de los atroces rebaños, prosigan en su fantasía al creer que el mundo es bello y que la vida es agradable. Nosotros conocemos la parte más oscura y miserable hablando en términos universales y subjetivos; la lóbrega dualidad que no puede sino incrementarse entre más intentamos comprenderla. ¿Cómo podríamos hacerlo si somos tan humanos todavía? ¿Qué nos hace sospechar con tal arrogancia que algún día podremos conocer las respuestas a todas nuestras preguntas? Aunque esto nos torture más que cualquier otra cosa, aunque nuestra imperante insignificancia no sea sino la prueba más contundente del inmenso y eterno absurdo al que estamos condenados. Pues aun en ello podemos suspirar con tristeza e imaginar que no estamos tan solos y locos esta noche de muerte; y hasta es gracias a esa efímera perspectiva que podemos soportar la vida un poco más, pero siempre con náusea extrema y hastío descomunal. No importa cuánto lo neguemos o tratemos de evitarlo: el suicidio ha sido, es y será sin lugar a duda lo mejor para aquellos poetas dementes que, como yo, no pueden ni quieren aceptar esta horrible y ominosa realidad.
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No es simplemente que este mundo sea horrible, es que pareciera ser el más horrible de todos los mundos posibles. Lo peor no es eso, es que nosotros estamos inmersos en él y que escapar parece sumamente enloquecedor. ¿Qué más da si el mundo es tan trágicamente absurdo y aterrador? Siempre y cuando nosotros no tuviéramos que estar en él, esto no importaría en lo más mínimo… Lamentablemente, algo o alguien nos arrojó aquí y sin que nuestra voluntad importase un comino. O quizá de alguna manera nosotros decidimos extrañamente venir aquí para algo, aunque esto jamás tenga un claro propósito. La extrema desesperación existencial es lo único cierto, lo único que viene y me arropa mientras lloro amargamente encerrado en mi deprimente habitación. También la soledad está aquí, me mira y sonríe porque sabe que le pertenezco y que siempre lo haré. Sí, ella sabe que yo ya no puedo estar con nadie; que yo ya no tolero la compañía de ninguna persona y que cualquier conversación me asqueará demasiado pronto. Entonces he vivido así, en este sepulcral aislamiento, desde que ella se colgó; ella, la única persona con quien alguna vez sí quise estar. Pero eso es otra historia, otra tragedia más que no pienso rememorar ahora. ¿De qué serviría? De nada, evidentemente. ¡Qué bueno que ella se haya colgado, fue lo mejor! Yo pronto tendré que hacerlo y así culminará el ciclo de un personaje atormentado por la existencia y por su propia esencia.
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¿Qué más da si me cuelgo esta noche o no? ¿Por qué no debería hacerlo? ¿Acaso debería importarme lo que sientan o piensen otros? Es decir, mis padres, amigos, novia, profesores, compañeros de trabajo o admiradores… Absolutamente ninguno de esos mundanos peones entenderían jamás mi inmanente sufrimiento existencial ni el infinito hastío interno del que cotidianamente soy presa. ¿Cómo podrían ayudarme ellos? ¿Cómo podría siquiera concebirse la posibilidad de que seres así, tan terrenales y simples, pudieron aportarme o algo o motivarme? La muerte es ya mi única opción, acaso siempre lo ha sido; pero todos los autoengaños de los que ahora me he desprendido no me permitían tener plena certeza de ello. El suicidio es la salvación del alma, o al menos de lo que queda de ella tras haber experimentado ya por tanto tiempo la blasfema fragancia de esta vida insulsa y aberrante. Ni hablar, esta noche deberá ser la última; porque definitivamente no soporto ni un día más este sacrilegio ante el que tantos idiotas se arrodillan y rinden patéticas plegarias. ¡Qué horrible fue siempre mi vida, plagada de contradicciones y tormentos que nunca pude remediar! ¿Tenía acaso yo obligación de existir? ¿Valió la pena haber experimentado esta pesadilla de recalcitrante agonía? En mi interior, lo único que puedo sentir ante mi muerte es una avasallante sensación de tranquilidad y amor; cosas que nunca pude experimentar mientras estuve vivo. Soportar la realidad… He ahí lo que jamás pude hacer, lo que siempre trastornó mi cabeza y contaminó mi espíritu del modo más insano y absurdo.
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El Réquiem del Vacío