Si nos suicidamos o no, si matamos o no, si odiamos o no, si amamos o no, si comemos o no, si enloquecemos o no, si fornicamos o no, si dormimos o no… ¿A quién demonios le importa? Más aún, ¿por qué debería de importarle a alguien si a nosotros mismos no?
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No entendía cómo las personas a mi alrededor podían vivir tan estúpida y patéticamente. Era como si se tratara de meras marionetas cuyas creencias, percepciones y concepciones claramente rayaban en el más nauseabundo absurdo. Era como si ninguno de esos malditos imbéciles tuviera la más mínima idea del inmenso, caótico y supremamente diabólico sufrimiento existencial que a mí tanto me atormentaba. Parecían seguir con su infame rutina, sumergidos y cobijados por la vomitiva monotonía de los días, persiguiendo sueños inútiles y metas tan banales. ¿Acaso era solo yo el que estaba mal? ¿Acaso era solo yo el único loco entre toda esa caterva de “cuerdos”? ¿Acaso era yo el único que pensaba ya sin descanso en quitarse la vida en cualquier momento?
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No me gustaba estar solo, pero tampoco me gustaba estar acompañado. No quería seguir con vida, pero tampoco quería morirme. No quería amar, pero tampoco quería ser amado. ¿Qué demonios quería entonces? ¿Quién diablos era yo? ¿Finalmente había terminado de enloquecer entonces?
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Solo cuando descendemos a ese abismo tan profundo de amargura, desolación y desesperación existencial es cuando nos percatamos de cuán imbéciles hemos sido al no habernos suicidado cualquiera de esas noches donde tuvimos tan espléndida oportunidad. Pero no, preferimos seguir en esta miserable realidad; soportando sin ningún sentido las embestidas de esta infame vida y suplicando con todo nuestro ser por ese fabuloso momento donde al fin seamos libres de todo dolor, anhelo o placer: nuestro suicidio.
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Nunca tuve la oportunidad de ser yo, pues siempre había algo que me lo impedía: mi trabajo, mi esposa, mis hijos, mis padres, mis familiares, mis estudios, mis libros, mis poemas, mis pensamientos, mis emociones, mis sentimientos, mis autoengaños, mis mentiras, mis juicios, mis prejuicios, mis obsesiones, mis delirios, mis tragedias, mis sueños, mis anhelos, mis placeres, mis locuras, mis parafilias, mis secretos, mis trastornos, mis amantes, mi vida entera… Jamás tuve tiempo para mí, jamás tuve tiempo de experimentarme, jamás pude intentar amarme, pues todo lo que siempre experimenté fue lo exterior, lo distante y lo ajeno; en resumen, viví una vida absurda y patética en la que jamás tuve tiempo de ser realmente yo.
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¿Qué sería de nosotros sin la sublime esencia de la muerte? ¿Qué sería de la vida misma sin ella? ¿Qué sería de la muerte sin la eternidad que implica? ¿Qué sería de lo eterno sin lo efímero que lo contrarresta? ¿Qué sería de lo efímero sin lo humano que lo simboliza? ¿Qué sería de lo humano sin lo imperfecto que lo caracteriza? ¿Qué sería de lo imperfecto sin nosotros?
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Infinito Malestar