Creemos que somos dioses y nos jactamos de ser evolucionados, aunque tan solo somos un vil error cuya vida y muerte no serán jamás recordados por nada ni por nadie y cuya patética civilización se extinguirá en menos de un parpadeo del cosmos. Tal es nuestro fatal e inevitable destino, uno de tan amarga y contradictoria naturaleza que quizá mejor sería acabar con nosotros mismos en este preciso momento. Sin embargo, nos fascina la mentira y huimos de la verdad cual ratones espantados ante las zarpas de un gato voraz cuyos maullidos suicidas retumban en nuestra cabeza sin importar cuánto corramos o con qué velocidad.
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El fondo del abismo, ahí donde jamás creímos que estaríamos, es precisamente de donde buscamos escapar a diario, aunque evidentemente sin éxito. De hecho, sin sospecharlo hasta que es demasiado tarde ya; la cotidianidad de la abyecta existencia nos sumerge cada día un poco más en el fango más nauseabundo y nos impide siquiera vislumbrar un rayo de luz. La oscuridad es total, pero nuestra humana ignorancia a veces nos impide apreciarla en su plenitud. Finalmente, llega el punto donde debemos decidir: nos regocijamos en nuestra podredumbre o nos matamos en ella. Para seres inferiores y necios como nosotros solamente estas dos alternativas nos son ofrecidas en el altar donde el fénix culmina su ciclo de vida y muerte, y donde las vírgenes son inseminadas por bestias de cuerpos indescriptibles.
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¡Qué vacía es nuestra humana y execrable existencia! Tanto que debemos autoengañarnos todo el tiempo con cualquier estupidez con tal de soportar la mundanidad de los días que pasan sin ningún maldito sentido y donde nuestra inutilidad se ve reforzada por el blasfemo paso del tiempo para terminar, por fortuna y acaso sin que lo merezcamos, en la sublime esencia de la muerte. Hay que estar también agradecidos con ello, supongo. Quiero decir, ¿qué sería de nosotros si existiésemos eternamente? ¿Cómo compensar la gran ofensa que esto implicaría al tiempo y a lo divino? Naturalmente, nuestras vidas no significan nada y su corta duración es más bien algo ante lo cual tendríamos que sentirnos bastante agradecidos y, ¡cómo no!, satisfechos. Sí, complacidos en absoluto porque algo o alguien haya determinado que toda nuestra agonía, hastío y tristeza terminasen abruptamente y sin la más mínima importancia.
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La humanidad es tan estúpida que me pregunto si tal condición no será también parte de su ADN, ya que pareciera incluso que a tales criaturas les resulta impensable pasar un solo día sin reafirmar su abyecta naturaleza y sin complacerse en su absurda miseria. Todo aquello que compone al ser resulta desagradable si se le mira de modo objetivo y toda supuesta virtud termina por languidecer tristemente ante la facilidad con que la oscuridad conquista la luz mientras la sangre hierve en deseos e impulsos imposibles de contrarrestar. El sonido de la navaja cortando los miembros es lo único que quiero escuchar, pues lo humano debe gritar y sufrir hasta que la catarsis de destrucción haya purificado cada rincón en el abismo de la locura interna.
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Es incluso hasta paradójico concebir cómo nuestra especie ha podido seguir adelante siempre recreándose en la estupidez, preñada de falsas doctrinas y absurdas creencias. Pero, al fin y al cabo, no sé puede tomar en serio algo que siempre ha estado destinado a la nada: el ser y su infame mundo al que tan apegado se encuentra. Lo irreal, además, es percatarse de cómo a la mayor parte de este cúmulo de imbéciles ya ni siquiera les concierne en lo más mínimo luchar por algo que no sea dinero, efímero poder o desenfreno sexual. Esta raza y este plano han dado muerte al espíritu y, con ello, indudablemente han elegido el peor de todos los caminos; el camino de lo intrascendente, de lo insulso y, por supuesto, de lo humano.
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Nada más patético y risible que la existencia de una criatura como nosotros que asume tan ilusamente que viene a este mundo a ser feliz y a disfrutar, totalmente ignorante de los horrores y blasfemias qué le aguardan. Las bofetadas del azar, empero, terminan por abrirle los ojos a más de uno y por enloquecer bestialmente a no pocos. Este infierno de pesadillas interminables nos aguarda siempre sorpresas que no podríamos ni siquiera concebir en las funestas ideologías detrás de las cuales nos ocultamos por un irracional temor a mirar de frente la realidad en su más pura y horripilante faceta.
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Infinito Malestar