Ya no tenía nada que quisiera hacer en la vida, ningún sueño ni meta. Y es que ¿de qué servía tenerlos? Si, de cualquier modo, todo se terminará y moriremos, ¿para qué fingir que algo de lo que hacemos importa? ¿Para qué negar el absurdo que todo lo gobierna y pretender que nuestras estúpidas vidas significan algo en el caos primordial de la eterna agonía universal? Pobres ingenuos de aquellos que no comprenden esto y que continúan autoengañándose día tras día con cualquier banal actividad o trivial persona. Indudablemente, no saben nada de los estados más críticos del ser; nada sobre la soledad, la melancolía o la tristeza. Y, por ende, nada saben de sí mismos. Aquel que se niega a vislumbrar la gama completa de sentimientos y emociones, y a experimentarlas en su totalidad, es aún más tonto de lo normal. La humanidad es una estupidez, por eso debemos acabar con ella y empezar con nosotros. Muchas veces he considerado la posibilidad de que no todo lo humano sea malsano y repugnante, y vaya que no todo lo es… Sin embargo, lo que sí lo es me parece de tal envergadura que no puedo soportarlo. Entonces contemplo al ser como la monstruosa asquerosidad que es, como la ignominia andante que lo simboliza. Y el más mínimo de sus defectos me parece el mayor desperfecto alguna vez concebido. En resumen, que mejor sería nunca haber existido, pues todo lo humano es solo un nefando error.
*
Solo existe una solución real y permanente para todo este galimatías infernal en el que nos vemos obligados a divagar sin ningún maldito sentido: matarse. Negarse a ello sería una blasfemia, un repugnante y atroz intento por perpetuar aquello que, de cualquier manera, fenecerá eventualmente. ¿Qué importa si nos matamos o esperamos pacientemente nuestro inminente apocalipsis? El resultado solo depende del tiempo, uno que llegará lo queramos o no. Somos unos malditos cobardes, porque hablamos tanto de la muerte y, sin embargo, nos regocijamos con los más ruines placeres de la vida. Tal vez lo único que queremos es quejarnos, desahogarnos de la horripilante cotidianidad de nuestras miserables percepciones. No podemos escapar, aunque lo quisiéramos con toda el alma. ¿A dónde iríamos? ¿Qué podría cambiar si estamos más que acabados por dentro? Lo que menos me imagino es a mí mismo viviendo por un largo tiempo, porque en este preciso instante lo que más quiero es colgarme. Pero la vida ha podido más hasta el momento, me ha embriagado con sus múltiples y etéreos encantos. O probablemente soy demasiado débil todavía, demasiado humano y torpe para saltar desde esta altura y no preocuparme por las consecuencias de tan magnificente escenario.
*
Lo mejor, de hecho, siempre será buscar el aislamiento absoluto de todo cuanto es (personas, lugares y momentos). Y, una vez habiéndonos regocijado con nuestra soledad, deberemos irremediablemente quitarnos la vida en un acto de reflexiva purificación interna y extrema sensatez existencial. ¡Qué débiles y nauseabundas son casi todas las personas! No puedo entender su ominoso deseo de relacionarse con otros, de inmiscuirse en la vida ajena y fascinarse con ella. ¿Acaso será porque no encuentran en la propia con qué entretenerse? ¿Están tan aburridos de su irónica rutina que buscan en la de otros un efímero consuelo? Realmente, no lo sé; solo sé que jamás he comprendido por qué uno debe relacionarse con otros. En términos de pareja, puedo aducir que se trata de un horrible impulso sexual y un miedo sempiterno a la soledad; además, claro, de la inherente carencia de amor propio en el ser. Esto último me parece que es lo más acertado para explicar por qué siempre buscamos en el exterior lo que somos absolutamente incapaces de encontrar en nuestro interior. No somos capaces de amarnos a nosotros mismos, entonces vamos por ahí como mártires funestos, buscando quién o qué pueda amarnos; aunque, en el fondo, sabemos que nada ni nadie lo hará. Nuestro tiempo, asimismo, es limitado; ¿hasta cuándo tendremos el valor y la voluntad para valorarnos, apreciarnos y amarnos como un ser superior (que no existe) lo haría?
*
Creo que, en realidad, jamás ha importado si la existencia tiene un sentido o no. Puesto que nuestra muerte es inminente y, por ende, cualquier intento de perpetuar nuestra patética esencia más allá de toda lógica sería un atentado en contra del flujo natural de las cosas. Lo natural es precisamente esto: morirse. Ha sido el execrable mono parlante quien se ha inventado todo tipo de artificios con tal de prolongar su miseria; y, sobre todo, de llenarse falsamente de una inexistente esperanza que, en todo caso, solo contribuirá a hacer más infernal nuestra caída. Resulta indispensable, así pues, desengañarse por completo y rechazar toda ideología, doctrina o teoría que intente mantenernos en este plano de ignominia infinita. También he creído que ningún dios bajará de ningún reino en los cielos o de otro lado para salvarnos o resolver todas nuestras inquietudes; estas fábulas perfectamente confeccionadas a la medida humana solo sirven para seguir lavando cerebros y atrapando más víctimas. El absurdo está implícito en la existencia misma, quizás en igual medida que el azar y el caos. Vivimos, si es que nuestra actual condición puede ser descrita con esta palabra, pero sin saber por qué o para qué. Esta ausencia de sentido también podría interpretarse como una libertad demasiado inmensa para nuestras limitadas esencias, para nuestras mentes adoctrinadas. ¿Qué hacer entonces cuando lo que uno quiere es ser libre por completo de toda atadura material, económica, social, política, emocional, espiritual o intelectual? Presiento que mi mente colapsará en breve, pero mi corazón no cesará sus latidos y mi alma recorrerá aquel túnel sombrío y solitario donde tantas veces soñé que me desangraba exquisitamente hasta el deprimente amanecer.
*
Resulta interesante analizar el hecho que todos sin excepción alguna terminaremos muriendo sin haber comprendido realmente nada de la existencia, el mundo y, peor aún, de nosotros mismos. En última instancia, solo somos peones que por alguna desconocida y estúpida razón nos vemos forzados a experimentar la mayor y más infame de todas las miserias posibles: la vida en esta prisión terrenal donde nuestra voluntad es masacrada a cada instante y nuestros anhelos son crucificados cruelmente. Mas parece que ni esto es suficiente, porque aquí seguimos a pesar de todo. E, incluso si la vida nos escupiese en la cara, aun así, no le daríamos la espalda. Supongo que esto es normal, porque, al fin y al cabo, es lo único que conocemos. Y a seres tan idiotas y patéticos como nosotros nos aterra demasiado el azar, tanto que preferimos lo peor antes que lo desconocido. Nuestra lógica tampoco nos ayuda gran cosa, puesto que únicamente funciona con las cosas de este mundo insano y blasfemo. Más allá de los límites de la razón, ahí donde reina lo sobrenatural, somos como niños recién nacidos lloriqueando sin parar y en espera de que alguien (¿quién) nos cobije entre sus brazos y nos prometa que todo va a estar bien. Puede que así sea o puede que no, dependerá de nosotros creerlo o no; como en cualquier otra cosa. Lo que no puedo evitar sentir es un trágico deseo de desaparecer por completo y no volver a saber nada de la humanidad ni de este mundo nauseabundo jamás. Si esto es un pecado, si querer olvidar todo lo vivido es un crimen, entonces que me sentencien a cadena perpetua y que mi alma sea arrojada a los abismos donde gobiernan la locura y el sinsentido con fiereza incomparable.
*
Indudablemente, debemos estar en el más aterrador de todos los infiernos posibles, pues ¿acaso podría concebirse alguna otra cosa peor que este plano infinitamente absurdo, blasfemo, ridículo, estúpido y nauseabundo? Peor todavía, como si no fuera suficiente soportar lo que la existencia implica en sí, encima debemos soportar a los putrefactos seres que lo habitan sin propósito alguno. No creo que exista alguien más perverso que quien haya diseñado todo esto, salvo aquel que nos confirió la posibilidad de reflexionar y entender tal sinsentido eviterno; con ello, no solo nos negó nuestra muerte, sino también nuestra vida. La consciencia es una condena más que una necesidad del alma en una civilización donde la estupidez es quien sostiene sus fundamentos. Entonces aquellos que no encajan o refuerzan estos vomitivos pilares, pueden solamente ser vistos como dementes o suicidas potenciales; como seres sin rostro y cuya pesadumbre ha sido pensar diferente y contemplar la realidad desde un punto de vista peculiarmente pesimista. Supongo que, ciertamente, debe haber alguna explicación para este cúmulo de infinitas contradicciones donde me hallo atrapado totalmente en contra de mi voluntad. Quizás al morir lo descubra o ya ni siquiera importe, porque nunca volveré a este pandemónium de ninguna manera ni por mandato de nadie. Ya he tenido suficiente con una sola experiencia carnal para saber lo detestable y sórdido de cada evento e interacción con los monos; gran parte de esto ha sido la causa de mi inmanente tristeza y sinfónica agonía. No obstante, esto es un volado con solamente dos caras: vida o muerte. No se pueden experimentar simultáneamente y una implica la exclusión absoluta de la otra; ¿qué queda para aquellos que no queremos ninguna? El auténtico horror existencial, empero, es saber que ya no hay vuelta atrás: estamos vivos, lo que sea que eso signifique, y moriremos eventualmente. ¿Puede concebirse mayor violación de nuestro libre albedrío y supuesta capacidad de decisión? Existimos presas de una felicidad simulada y una libertad limitada; y todo ello sin que siquiera lo sospechemos, sin que afecte nuestra mísera y repugnante esencia.
***
Infinito Malestar