No existe mayor desgracia que haber nacido; y es que tal acto implica, a su vez, el blasfemo origen de todas las demás desgracias y miserias cuya única salvación posible será el suicidio. ¡Oh, el dulce encanto de muerte que ahoga cualquier otro lamento! Por amargo o agradable que parezca el tiempo, su indiferencia es lo único que recibimos al final. Nuestra fragilidad no nos ha abandonado, sino que se ha ocultado más allá de la caverna tenebrosa. En el reino de las emociones y las contradicciones estamos, pero estamos tan ciegos que creemos o aparentamos no saberlo. Actualmente, no queda ninguna esperanza. Quien quiera salvarse a sí mismo, tendrá necesariamente que destruirse durante el proceso. Y no de cualquier manera, no de una sola manera; sino de todas las maneras posibles. Solo así es como conseguirá escapar de la rueda eterna, del grito sin fin que inunda nuestras entrañas con veneno invisible. En tanto decidamos esperar que algo más allá de esta dimensión nos salve o purifique, estaremos omitiendo el mayor de todos nuestros deberes. No importa todo lo que el exterior pueda susurrarnos o aconsejarnos, nuestra luz interna siempre será mejor guía. Lástima que solemos ignorarla y hasta la apagamos debido a nuestro infinito temor hacia el cambio y lo desconocido; entonces nos asimos a cualquier falso abrigo proporcionado por ilusiones y personas igual o más estúpidos que nosotros. Y así el ciclo de horror se repite, mermando cada vez más y mejor esa voz interna que buscaba impulsarnos a ser mejores: más salvajes con nuestra sombra, más amorosos con nuestro dolor.
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Todo lo que creía se derrumbó, todo lo que alguna vez fui se esfumó. Mi vida ya no me interesa y no hay nada ni nadie que pueda hacerme cambiar de parecer. Ahora, bien lo sé, solo me queda una última cosa por hacer: tomar la navaja y terminar con este patético desvarío de una vez por todas. Tantas veces he evitado asomarme en aquella vorágine de la cual ahora formo parte irremediablemente, de la cual ya jamás podré separarme. No puedo concebir todo el tiempo que he perdido ya y el que seguiré desperdiciando en los funestos espejismos de lo más irreal y absurdo. ¡Qué me importa ya a mí el mundo, la humanidad o el destino! Por mí, que todo y todos se vayan al infierno. ¿A mí qué? Lo que quiero es evolucionar yo, cruzar ese incierto umbral yo. Los demás ¿qué me atañen? Si son unos imbéciles, si creen en puras tonterías o si se envilecen cada vez más, pues ese será su problema y no mío. Lo único que me tortura es estar aquí, compartir su desgracia y poseer una forma material. Si fuera solamente espíritu, energía o aura, ¡qué felicidad me invadiría! Lo que me causa infinito malestar es saberme tan arraigado a esta horrible pesadilla de la cual pareciera que solo la muerte puede despertarme y liberarme. ¿Quién soy yo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué es mi sufrimiento sino el principio de la travesía en la cual se recrea una y otra vez mi mente?
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En un mundo totalmente detestable como este, infestado de viles marionetas esclavas de sus patéticas creencias y donde las mentiras han opacado por completo cualquier esperanza de una sublime verdad, ¿qué otra cosa podríamos hacer sino matarnos? ¿A quién más podríamos recurrir si no es a la muerte para que escuche nuestras vehementes súplicas? Y, finalmente, ¿qué otro estado podríamos desear sino la inexistencia absoluta? ¿Qué más podría proporcionarnos un alivio momentáneo sino la inmarcesible esencia de la más absoluta soledad? Quien no pueda reconocer esto, seguramente es porque nunca he tenido el valor de estar a solas consigo mismo más allá de unas cuantas horas. La mayoría corre despavorido a los brazos de cualquier amistad, familiar o pareja con tal de evadir su más importante confrontación. Es natural, así pues, que la gran mayoría de monos no puedan soportarse y acudan a otros para refugiarse de su propia miseria, de su insensata ignorancia. Para mí, tras amplios lapsos de aislamiento e infernal desesperación en mi búsqueda misteriosa, la soledad y la libertad parecen compartir el mismo origen y destino: ambas son una sola y conducen con maestría a la perfección del alma y la catarsis de la mente.
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Jamás entenderé por qué se les ha concedido la existencia (aunque tan efímera) a seres tan inferiores como nosotros, cuya estupidez pareciera no conocer límites y cuya irrelevancia pareciera incluso una especie de burla cósmica. Al fin y al cabo, la repugnante fragancia de la humanidad no es sino el más grandioso homenaje a lo que jamás debió haber sido. Un error y nada más, esa es la descripción más acortada de cada uno de nuestros inútiles esfuerzos por permanecer. Y ¿para qué? Si para el planeta somos un virus o un parásito que todo lo consume y que no da nada a cambio. Rompemos el equilibrio natural de las cosas y nos jactamos de ser superiores (¿a qué o a quién?). Luego, en la cúspide del cinismo más ruin, inventamos doctrinas y dioses que giran en torno a nosotros y que piensan del modo más humano. Gracias a esto, creemos que podemos discernir qué es el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, lo bello y lo horrible… Mas nuestra arrogancia, que no tiene nada que ver con el amor, termina por respirarnos en la nuca y por colocar el gatillo cada vez más cerca. Quien no tiene la capacidad ni la voluntad para aceptar su inmanente oscuridad y unificarla con su luz, difícilmente conseguirá algo más allá de idolatrar símbolos de vacío y moldeamiento emocional. La humanidad existe todavía, pero acaso esto sea solo consecuencia de una inmensa conmiseración que hemos confundido desde tiempos inmemoriales con evolución.
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La repugnancia que siento al pertenecer a la raza humana no tiene parangón alguno, la desgracia no pudo haber sido mayor. Los sentimientos y sensaciones destructivas que experimento día con día casi me dejan al borde de la locura, del abismo multicolor. Ya todo me parece sumamente ridículo, absurdo y estúpido sin importar de qué o quién se trate. Creo que, por primera vez en mucho tiempo, me planteo de manera seria llevar a cabo un último acto de reflexión y catarsis antes de decir adiós a todo y a todos para siempre. No queda más para mí aquí, solo la soga que se desespera atrozmente ante mi brutal indecisión y patética melancolía. Muchos son los pensamientos que me han torturado desde hace tiempo, pero ninguno tan potente como el de quitarme la vida cuando las estrellas hayan cesado de susurrar melodías de ternura y depresión. Espero que mis oídos todavía puedan captar un sonido de apocalipsis etéreo, una canción que hablará de muerte y devastación. En todo caso, no me interesa volver a relacionarme con los humanos; para mí todos ellos son seres vomitivos y acabados. Su mundo está en ruinas, pero se esfuerzan por sonreír encima de la sórdida decadencia sobre la que creen sostenerse. ¡Pobres tontos, si tan solo pudieran mirar un poco mejor hacia dentro! Si lo hicieran, ya se hubieran apuñalado con toda seguridad; pues en verdad creo que no podrían soportar la abrumadora náusea de saber quiénes son en realidad.
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Infinito Malestar