Comenzaba la inmolación del trágico poeta destinado al suicidio, pues el asco de existir volvía a envolver su fatal destino. Bien sabía que cualquier camino conducía al mismo absurdo donde todos aquellos seres a quienes tanto detestaba, los seres humanos, se regocijaban en la servidumbre y la miseria de sus vomitivas acciones. La tristeza y el hartazgo cegaban su panorama, la existencia era para aquel genial ensalzador de la muerte el obstáculo que le impedía convertirse en un dios. El suicidio estaba tan cerca que podía saborear su placentero y extravagante néctar cuando se abstraía en aquellas elucubraciones sombrías durante los días menos soportables y durante las noches más amargas. Entonces una extraña felicidad invadía su trastornada mente, pues pensaba en lo banal de cada ideal humano, de cada sufrimiento experimentado y de toda la creación inmunda a la cual, desgraciadamente, pertenecía. ¡Qué insensato era creer que algún día lo humano podía divinizarse!
Así fue como llegó el día en que puso fin a su deplorable existencia, apagando la irrisoria flama de su vida y la misteriosa belleza de su poesía, cerrando los ojos para despedirse con infinito asco de un mundo nauseabundo que siempre detestaría. Y, sin embargo, lejos de aquella madriguera donde el sublime poeta suicida se había refugiado durante los últimos años, lejos de ahí estarían aún aquellos seres infames y odiosos. Sí, seguirían reproduciéndose; aunque no hubiera realmente ningún motivo para ello. Y también sus viles y putrefactas criaturas serían adoctrinadas para perpetuar el mundo tan execrable donde esta raza de idiotas, por desgracia, debía existir. No había salvación alguna más allá de la muerte, pero ellos nunca podrían comprenderlo. Se aferraban con ridícula necedad a sus miserables vidas y no podían vislumbrar que únicamente eran esclavos de la fabulosa pseudorealidad. ¡Pobres tontos consumidores de la putrefacción y adoradores de la banalidad!
Pero el poeta suicida, aquello alienado con ideales sublimes cuya poesía fue la evocación de toda su tristeza y su angustiosa locura, al fin sucumbía. La existencia fue para él una tortura, un sacrilegio que lo doblegó demasiado pronto, que esfumó sus ínfimos deseos de sonreír y sentirse libre. Mas no había verdaderamente muchas opciones más allá de la navaja, la cual contemplaba con cierto matiz sarcástico al volver brutalmente ebrio cada solitaria noche a su eterna pocilga. Pero es que hasta la borrachera y la locura terminaron por cansarlo y aburrirlo. Sí, a él; a un espíritu rebelde y acaso distinto. Porque de verdad su alma debía ser diferente a la del rebaño, a la de esa caterva de monos aficionados al dinero y al sexo. Y así, aquella sombría noche de invierno, a los 26 años, tras haberse percatado de que ya nada tenía sentido, aquel desesperado ser simplemente decidió entregarse a su trágico destino sin reflexionarlo o posponerlo por más tiempo. Ya no tenía caso seguir respirando, ya nada importaba.
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Locura de Muerte