¿A alguien más le parece que el mundo ya debe terminarse? Porque creo que hasta los mayores errores tiene solución y fin, pero éste parece haber ya durado más de lo ordinario. Esta mezcolanza insana que diariamente supura miseria y desesperanza no deja de deprimirme más de lo normal, ¿por qué? ¿Acaso estoy aún demasiado encantado con lo que tanto detesto, especialmente conmigo mismo? ¿Son estas sombras sonrientes a mi alrededor la prueba de que aún no estoy listo para el último nivel del dolor? Mi mirada no puede soportar ya tanto halago proveniente de los abismos, pues de ahí lo único agradable sería un cofre ahíto de pergaminos suicidas. Entre tanto, los ecos del desierto retumban más fuerte que nunca y me impelen a cruzar el umbral, a perderme a mí mismo por completo en el flujo celestial que se parapeta detrás del azar y que zumba en los oídos de dios.
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Si algún día conozco a un humano superior o al menos igual a mí, juro que ese día creeré en dios. Hasta entonces, no puedo sino confiar en mi propio criterio. Quizá no sea esto lo más adecuado, pero ¿qué lo sería entonces? ¿Es que debo volver a confiar en la humanidad y a refugiarme en viejas fábulas y cuentos de tragedias divinas? Los vientos que ahora soplan en mi interior apuntan hacia otras direcciones y arrastran todo aquello que no haya sabido sostenerse con sabiduría en las ramas mejor ocultas. Ni así he conseguido vislumbrar algo cercano a mi propia verdad, pues acaso tal ilusión no pueda ser desnudada con nada de este mundo. Debo entonces mirar con otros ojos, escuchar con otros oídos y filosofar con otra mente; solo así podré ilustrar el caos que rige cada perspectiva vestida con flores cuyos aromas nos cautivan al tiempo que nos encadenan. La vida es un ramo de rosas muy bien perfumado y de textura inigualable; ¿estamos enamorados todavía o solo nos sentimos demasiado tristes como para querer buscar un nuevo jardín?
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No era que yo fuese superior al resto de la humanidad, era solo que incluso mi patética existencia pertenecía a un orden cósmicamente superior al de sus creencias. ¿Cómo podría haber comparación alguna entre ellos y yo? Así habla mi ego cuando mejor le permito enamorarme, cuando mi orgullo y mi inteligencia no dejan de insultarse y el conflicto desata una guerra espiritual en mi alma. ¡Qué importa ser superior a la humanidad! ¡Qué importa ser superior a algo tan infernalmente inferior! ¿Debería sentir náuseas de todo lo que yo soy? ¿No son mis pensamientos profundos como el abismo y luminosos como el sol? Quizá solo me he perdido en el bosque donde incluso los eremitas buscan todavía algo, ¿qué buscan esos santos hastiados del mundo? ¿Qué busco yo en ellos? ¿Qué busco yo en el mundo? ¿Qué busco yo en mí? ¿Para qué buscar en todo caso lo que es imposible de encontrar? Felicidad, amor, libertad, verdad, lujuria, redención o compasión… ¡Todo eso también hay que sacrificarlo!
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Preferiría vivir el poco tiempo que me queda en absoluta soledad antes que en compañía de la deplorable humanidad; ¿eso da alguna idea de la desgracia que me carcome el alma en cada despertar? Por si no fuera suficiente, cada vez es más insoportable soportarse a uno mismo; la ternura se acaba antes que la paciencia, entonces la amargura llega para murmurar cosas indecentes y para acechar todo vestigio de tranquilidad interna. Hay que ser un león hambriento si se quiere mantener siempre la atención fija en el provenir; mas esto, ¿no es una prueba de que todavía tenemos pies de gato y cabeza de lombriz? ¡Ay! ¿Cuándo tendremos alas para volar sin rumbo fijo? ¿Cuándo tendremos delicadeza para despabilarnos de toda enseñanza y empezar desde cero nuestro sendero inmaculado? La imposibilidad de esto me hace llorar, pero entonces me consuela algo aún peor: el rastro de aquella maldita oración que no puede ser cantada en el aquelarre del sol.
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Odio abrir los ojos por la mañana y saber que sigo vivo. Me choca tener que soportar otro nuevo día, tener que salir y fingir que me interesa vivir; es deplorable convencerme de que esta sombría falacia todavía tiene algo de bueno, algo que extrañaré cuando me cuelgue. Por desgracia, creo que hoy ya no hay restos de ese algo, solo queda la nada; solo resta mirar la cuerda y ejecutar la poesía mística de la eterna indolencia. Mis ojos se abrirán más que nunca por última vez y entonces acaso al fin veré aquello que en vida nunca podré… No sé si debería confiárselo todo a la muerte, pero sino, entonces ¿a quién? ¿Quién o qué más podría atender cada una de mis plegarias y dolores? ¿Quién me puso aquí para empezar? ¿Quién conoce el final de mi sufrimiento? Solo soy un pobre loco atormentado por cuestiones más allá de su alcance, por dilemas cuya resolución está muy por encima de todo lo humanamente asequible. No vale la pena invocar lo que murió antes que la duda, porque los muertos no resucitan; y menos los dioses muertos por cuenta propia. Sería mejor echarse en la cama, borracho de melancolía y entonar una extraña sonata que difumine someramente la ironía de reflexionar y fornicar al mismo tiempo.
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La Execrable Esencia Humana